Bilbao

Conocí a Nazario en el primer año de carrera en Bilbao y la relación que establecimos entonces se fue reforzando por avatares diversos de la vida que fraguaron una buena amistad. Fui invitado a la celebración que organizaron él e Ibone con motivo de su boda y me llevé la grata sorpresa de descubrir que no era el único gay que había en la fiesta. Llevaba tiempo con ganas de sincerarme con Nazario porque la amistad que ignora la faceta más importante de la vida, la correspondiente a la sexoafectividad, es una relación incompleta. La evidencia de que Nazario e Ibone tenían más amigos gays actuó como espoleta y con la ayuda del alcohol superé las trabas internas para decirle a mi amigo que era gay.

Así conocí a Jon y a Pablo. Me resisto, por no faltar al rigor científico, a hablar de características que supuestamente definen el carácter de las gentes de un lugar, pero es bien cierto que Jon y Pablo, siendo muy diferentes entre sí, sólo podían ser bilbaínos. Y a mucha honra porque conocerlos fue quererlos de inmediato. Tenían una forma de ser, de relacionarse y de comportarse que a mí me encandilaron. Los dos poseían un gran desparpajo, unas notabilísimas habilidades sociales, un dominio magistral de la jerga gay, un sentido del humor inigualable y una capacidad de empatizar y de generar buen rollo envidiables. Me lo pasaba en grande con ellos y sentía un punto de admiración puesto que me parecía que las características señaladas eran recursos valiosísimos de los que yo carecía que podían servirme para estar mejor conmigo mismo y para manejarme mejor en la vida, sobre todo en el mundo gay.

Bilbao era una ciudad que me atraía mucho desde que la conocí a los 17 años y Pablo y Jon, con quienes intimé enseguida, me proporcionaron nuevos motivos para ir con mayor asiduidad a la ciudad de las Siete Calles. Como ocurriera antes en Donostia, a través de este dúo galáctico conocí a mucha gente e hice nuevos amigos, como Josu y Jordi. Lejos de descuidar a los donostiarras, a través de los guateques que organizaba en casa se conocieron los unos y los otros. De esta manera, dos ciudades que estaban enfrentadas por el fútbol se estaban hermanando a través del pequeño túnel rosa por donde íbamos unos al Bocho y venían otros a la Bella Easo. La familia continuaba creciendo y cuando se juntaban todos en casa preparaba croquetas para todos mis amigos/hermanas.

Descubrí el ambiente gay bilbaíno de la mano de Jon y Pablo. Bilbao había dado la campanada en agosto de 1978 durante las fiestas de la Semana Grande cuando el artista José Antonio Nielfa «La Otxoa» popularizó e inmortalizó la canción «libérate» que era un fantástico himno de libertad para gays, lesbianas, transexuales y bisexuales. Desde entonces Bilbao fue creciendo en población gay-lésbica visible, y en la misma proporción aumentó el número de locales frecuentados por ese sector de la población en un contexto de afianzamiento de su carácter metropolitano y cosmopolita. El ambiente gay de San Sebastián estaba en declive tras el cierre de los locales de la Cuesta del Culo por intereses inmobiliarios y el descubrimiento del floreciente ambiente bilbaíno me entusiasmó. La Chufa, Casca, Holl, la discoteca Distrito… eran lugares que componían habitualmente la ruta que seguía antes de retirarme a dormir a casa de Jon los sábados que iba a Bilbao. Me gustaban especialmente la variedad y la cantidad de gente que acudía a los citados locales de esparcimiento, así como su actitud o carácter por lo general abierto, divertido y accesible.

Holl era un pub que estaba situado en un sótano. Había que bajar una escalera y, cuando sonaban pasos en ella, todos los que estábamos abajo mirábamos de soslayo para fichar a quien nos interesaba para luego echarle los tejos. En Holl ofrecían un espectáculo musical protagonizado por transexuales o transformistas que hacían play back con composiciones de cantantes famosas. Lo presentaba un personaje travestido de lengua venenosa que se hacía llamar Carmela y como complemento a las actuaciones mantenía «conversaciones» surrealistas, sabrosas y picantes con el público, en las que se decían burradas y maldades increíbles. Yo solía estar alucinando, con los ojos abiertos de par en par, partiéndome el culo.

Si en la adolescencia había maldecido ser homosexual, ahora estaba encantado de serlo. En un ejercicio de ficción, preguntándome qué haría en caso de retrotraer mi vida al momento del nacimiento o de volver a nacer, tuviera la opción de elegir la orientación sexual no tenía duda alguna en la respuesta: ser gay. A pesar de todas las angustias, dificultades y problemas vividos. O quizás también por ello. Porque todo eso había contribuido a forjarme, a construirme como persona de una forma determinada y singular, dotándome de una madurez, una forma de ser, una vindicación de la libertad, un apego a la vida, una capacidad de empatizar y de sensibilizarme con los problemas de los demás que me gustaba y me enorgullecía. Sí, estaba orgulloso de mí mismo y de mi mundo de seres queridos. En Bilbao se me hizo patente con fuerza ese sentimiento. Allí comencé a sentir la personalidad gay con dignidad, alegría y orgullo. Sí, era gay y tenía ganas, derecho y oportunidad de ser feliz.

La fisonomía humana de la discoteca Distrito me llamaba poderosamente la atención. A la izquierda de la pista nos situábamos los que no teníamos inconveniente en que se nos identificara como gays. La parte de la derecha la ocupaban principalmente chicos y chicas heteros aunque, camuflados entre ellos, solía haber homosexuales armarizados, algunos de los cuales, cuando se desinhibían por la ingesta de productos alcohólicos, asomaban la patita por debajo de la puerta invisible que separaba las dos zonas. El juego que se establecía entre las dos orillas de la pista en la que, a la postre, confluíamos casi todos era divertidísimo. Yo, empero, no le extraía más que una parte ínfima de su potencialidad puesto que, a pesar de las enseñanzas de mis amigos bilbaínos, no conseguía superar mi timidez y mi falta de recursos para manejarme con soltura y habilidad en esos escenarios de caza.

Conocí a Josetxu en una fiesta que había organizado Jon en su casa. Corría el año 1988 en su mes de marzo. Me fijé en él desde el principio. Jon ya me había hablado de este amigo suyo y tenía interés por conocerlo. Me gustó más de lo que presumía. Le dirigí unas cuantas miradas insinuantes y respondió a una de ellas con una sonrisa magnética irresistible. Charlamos muy animadamente y aquella noche dormimos y ardimos juntos. Me advirtió desde el principio que estaba cerrado a una relación de pareja puesto que se sentía enamorado de un marinero que estaba lejos en la mar. Aun así, opté por darle aliento a la posibilidad de un noviazgo y Josetxu accedió a que empezásemos a quedar los fines de semana. Bien es cierto que con la espada de Damocles –o el tridente de Neptuno más bien– sobre nuestras testas, hasta que tres meses más tarde aquélla cayó y rompió el vínculo que nos unía. Mas no del todo puesto que continuamos siendo amigos.