La casa de Baztán
En octubre de 1984 –contaba yo entonces con 25 años– me eligieron para ocupar una plaza de profesor de Derecho constitucional en la Facultad de Derecho de San Sebastián. Esto supuso un cambio cualitativo en mi vida en todos los órdenes. Aunque el sueldo que empecé a recibir era bajo y no superior al dinero que estaba ganando impartiendo clases de euskera, el trabajo en la Universidad me proporcionaba una cierta estabilidad, a pesar de que el puesto no era de funcionario ni el contrato indefinido, y la posibilidad, por ende, de hacer planes de futuro.
Quería tener mi propia casa. Si eso es bueno e incluso necesario para cualquiera, resulta imprescindible para un joven gay o lesbiana que no viva con normalidad su orientación sexoafectiva con sus padres. Pese a que la relación con mis progenitores era buena no les había dicho que era homosexual y nada sabían sobre mi vida sentimental y ni siquiera conocían a mis numerosos amigos gays. Había desdoblado mi vida de manera que el espacio que cada vez cobraba más importancia, el relativo a mis relaciones con mis amigos homosexuales y a mis desvaríos amorosos, quedaba totalmente al margen del ámbito de la casa de mis padres y eso me producía una fractura interior cada vez más insoportable. Había, por añadidura, un argumento definitivo: cuando se materializase el anhelo de tener novio la situación podía volverse aún más complicada.
La homosexualidad la sentía y la vivía con una libertad y normalidad crecientes. Las fuerzas negativas que impedían la autoaceptación de mi orientación sexoafectiva habían sido eliminadas y notaba en mi interior una gran energía para emprender una nueva etapa en mi vida. Todo ello requería un espacio físico propio, un hogar que estuviera en consonancia con mi ser, con mis aspiraciones, con mi estilo de vida, con mi desarrollo personal. Así es que me puse a buscar casa. Encontré un apartamento en una zona del barrio de Eguía cuyo precio era asequible, con muchos sacrificios, a mis posibilidades. Así es que di el gran salto.
El trabajo docente e investigador en la Facultad me gustaba y me ilusionaba mucho, y eso me proporcionaba una buena dosis de energía positiva. Estaba contento. En las clases prácticas, en las que el número de alumnos era pequeño, por esto mismo y porque empleaba métodos pedagógicos similares a los que utilizaba en mi época de docente de lengua vasca, las relaciones con los estudiantes resultaban ser cercanas.
Asier fue uno de los estudiantes con los que cuajó una relación extra académica que se mantuvo en el tiempo después de que dejase de ser alumno mío. No puedo ocultar que me gustó desde el principio, tal era su atractivo, pero como me gustaban otros muchos. Dada mi juventud el deseo sexual estaba en su apogeo y me sentía atraído por muchos de esos universitarios con quienes compartía, tras la mora que me había impuesto, las ganas de vivir con intensidad los arcanos del amor y de la sexualidad. Por un estricto sentido de responsabilidad profesional evité, no obstante, emitir cualquier señal que pudiera desvelar mis deseos.
La relación con Asier entró en los parámetros de la amistad. Aunque nunca habíamos hablado sobre sexualidad estaba casi seguro de que era heterosexual y no albergaba esperanzas de que pudiéramos llegar a ser más que amigos. Sin embargo, quería que supiese que era homosexual para que en nuestra relación no hubiese zonas oscuras ni temas tabú. La experiencia positiva años atrás con Ander me animó a sincerarme con él. La respuesta de Asier fue también fabulosa: tal y como había intuido, él era heterosexual y estaba medio ennoviado con una chica pero me agradeció enormemente la confianza, y ello profundizó y reforzó la amistad entre los dos.
Estaba cada vez más metido en el ambiente y mi vida sexual era satisfactoria aunque no desistía en mi empeño por echarme novio. No resultaba fácil, sin embargo, concertar con los amantes circunstanciales –y muchas veces furtivos– una cita con la pretensión de explorar las posibilidades más allá del interés sexual. En el ambiente estaba extendido el miedo al fracaso y al compromiso (las dos caras de la misma moneda) y, sobre todo, el miedo a vivir la homosexualidad de una manera digna, normalizada, transparente y a la vista de todo el mundo. En consecuencia, los huidizos amantes de la noche se ocultaban en el féretro antes del amanecer, como los vampiros ante la luz del día, aterrorizados con sólo imaginarse paseándose por la Concha en compañía de un chico en actitud cariñosa.
A Alfonso lo conocí en la discoteca Cristal, adonde además de los clientes de los bares de la Cuesta de Miraconcha acudían muchos chicos y chicas heteros. Me gustó mucho nada más verle. Coqueteamos en la pista de baile y nos sedujimos mutuamente. Me dijo que había bebido mucho y que no se sentía en condiciones para dar rienda suelta a sus deseos aquella noche y me propuso quedar un día de la semana entrante. Cenamos juntos en una velada que resultó ser maravillosa y en la que no nos quitamos el ojo en ningún momento, cargándonos de un deseo explosivo. Y yo también de sentimientos. Quedé prendado de Alfonso. Fuimos a mi casa e hicimos el amor apasionadamente. Cuando terminamos, le susurré un tierno «Alfonso, te quiero» al oído. De repente todo el encanto que había entre nosotros se vino abajo. Me espetó secamente un «no digas tonterías», se vistió y se fue. En el colapso emocional en el que caí asomó la imagen de Romy Schneider a quien, según contaron las crónicas rosas, le reventó el corazón por la pena. Pese al final brusco de aquella velada mágica, hablamos por teléfono varias veces. Alfonso me confió que tenía novia –que posteriormente se convirtió en su esposa–, y que ésta no sabía nada sobre sus relaciones homosexuales, que por ello las quería limitar al sexo sin compromiso. Todavía resuenan en mi corazón los suspiros de resignación de Alfonso que me llegaban a través del hilo telefónico cuando le hablaba sobre mis andanzas amorosas.
Me solía mostrar tremendamente cauteloso fuera del ambiente gay y si un chico me gustaba evitaba emitir ninguna señal ante el temor de que se produjese alguna reacción negativa que, en caso extremo, podría llegar a una agresión verbal o física de carácter homófobo. Un día, estando en el gimnasio, me di cuenta que un chico me miraba indisimuladamente. Era guapo y tenía un cuerpo estupendo. Me entraron ganas de enrollarme con él pero pudo más la fuerza del miedo. Cortocircuité cualquier tentación autoconvenciéndome de que me miraba porque me conocería de la Facultad. El caso es que en la ducha me pidió jabón, y con esa excusa empezamos a hablar. Luego me llevó en coche a casa. Era un chico muy agradable y me estaba gustando cada vez más. No quise ahogar el hilillo de esperanza que se me creó y le invité a cenar a casa. Ese día no podía pero aceptó gustoso la invitación y quedamos para otro día.
Durante la cena no hablamos ni sobre nuestra vida sexual o amorosa ni sobre la homosexualidad, pero en el ambiente se palpaba que estábamos allí porque nos gustábamos. Después de cenar nos sentamos en el sofá, con intención de tomar una copa, el uno pegado al otro. Yo era de los que necesitaba explicitarlo todo a través de la palabra. Me exigía no confundir deseos con realidad y obraba según la máxima de Santo Tomás de «ver para creer» lo que traducido al caso vendría a decir «vamos a ver Eduardo ¿eres gay, bisexual o hetero enrollado?, y, en los dos primeros supuestos ¿quieres que nos echemos un polvo?». No sabía cómo abordar la situación y, haciendo gala de una ingenuidad cómica, le dije: «Eduardo, te tengo que decir una cosa: soy homosexual». Me miró con incredulidad, hizo un gran esfuerzo por reprimir una carcajada y me respondió mientras me empezó a acariciar las manos: «ya, y yo… ¿qué demonios hacemos si no los dos aquí?».
Mi casita de la calle Baztán se convirtió en un lugar muy frecuentado por maricones. Amantes y amigos le daban muchísima vida a ese espacio de 50 m2 al que le sacábamos un provecho excepcional. Treinta y tantos años atrás hubiéramos sido detenidos en aplicación de la ley de peligrosidad social como les ocurrió a unos donostiarras que se encontraban en un piso de la calle Garibay. Todos los sábados solíamos cenar juntos el grupo más íntimo de amigos, en mi casa, en la de Antonio o en la de Ernesto y José Manuel. Pero la familia iba creciendo y con ello ensanchando el espacio de cenas y casas, nutriéndose de nuevos amigos. Entablé una amistad muy estrecha con Xabier y a través de él conocí a su cuadrilla, la peña Manolita: Amando, Ernesto, Iñigo, José Mari y otros más que se iban sumando a ella. Merced a la amistad estábamos tejiendo, poco a poco y de manera natural, una tupida red de relaciones: nuevos amigos, amigos de amigos, ex amantes, novios de amigos… Teníamos todos unas ganas y una necesidad enormes de pasarlo bien, de disfrutar de la vida porque a muchos de nosotros nos habían robado la adolescencia y la primera juventud. Queríamos desprendernos de la caspa de la homofobia, queríamos restañar las heridas profundas en nuestra autoestima, queríamos ser fieles y honestos con nosotros mismos. Queríamos poder querer en libertad.
Me animé a organizar guateques en casa porque quería compartir la alegría que sentía con todos mis amigos, también con los heterosexuales. Nos juntábamos unas cincuenta personas que disfrutábamos de la compañía, del buen ambiente, de la música y también de pequeñas representaciones que no tenían otra pretensión que hacer reír y mofarnos de la homofobia. Aquellos parties en los que reinaban la libertad, la amistad, la diversidad, la armonía y la alegría me proporcionaban una felicidad inmensa y me preguntaba: ¿por qué lo que en este espacio reducido es posible no extenderlo a toda la sociedad?
La vivencia de la pareja vino como nunca me lo había imaginado y en un momento en el que había dejado de ser ya una obsesión. Pablo había sido alumno mío en la Facultad aunque no había tenido relación con él, ni siquiera le conocía de vista (salvo quienes voluntariamente acudían a las clases prácticas era muy difícil reconocer a estudiantes que formaban grupos de entre 200 y 300 personas). Pablo había oído rumores de que era homosexual. Yo había sido obviamente alumno antes que profesor y sabía muy bien que la vida privada de los profesores generaba morbo y que no era infrecuente que se difundiesen murmuraciones sobre algunos de ellos. Aun así había decidido no sacrificar ni condicionar mi vida. Ser homosexual no era ninguna indignidad y estaba seguro de que el conocimiento público de mi orientación sexual no me ocasionaría problemas en el trabajo (en otros ámbitos laborales, por no hablar de la situación en la gran mayoría de los países, las personas homosexuales son víctimas en ocasiones de actitudes de aislamiento, vejaciones e insultos; a algunos gays, lesbianas o transexuales no se les renueva el contrato sin que se les dé una explicación cabal, o tienen dificultades o impedimentos para su promoción profesional o ascenso laboral).
Pablo me escribió una carta diciendo que quería conocerme, pidiéndome perdón de antemano por la intromisión. Le llamé y nos conocimos. Era delgado y muy nervioso, moreno, guapo de cara con unos bellos ojos negros y hablaba deprisa. En el primer encuentro no sentí nada que hiciese presagiar que me hallaba en la antepuerta de una relación que se iba a encarrilar por la vía de la pareja. Surgió, en todo caso, una buena empatía y al primer encuentro le siguieron otros. En uno de ellos nos acostamos. Pablo me generaba mucha ternura. Nos entendíamos bien. Con el roce fueron surgiendo el cariño, la compenetración y la complicidad. Empezamos a socializar la relación en nuestros respectivos círculos de amigos y amigas. No había una gran pasión entre nosotros ni nos sentíamos muy enamorados. La nuestra estaba siendo una relación tranquila que pasito a pasito nos estaba conduciendo a un vínculo de pareja, lo cual no dejaba de sorprenderme pues estaba reñido con la construcción mental que me había hecho acerca de la gestación de una pareja. Pero el proceso se interrumpió repentinamente y al cabo de dos meses de relación Pablo echó el freno y el proyecto de pareja quedó abortado.