Los albores de la adolescencia

Trece años. Si miramos atrás, en la vida hay acontecimientos o fechas concretas que cobran un gran significado simbólico porque marcan el comienzo de una nueva etapa o porque suponen un gran cambio en la dirección de la vida. El decimotercero año de mi existencia tiene una importancia especial porque a partir de esa edad empecé a darme cuenta de muchas cosas, los elementos de mi vida empezaron a moverse en el plano de la consciencia y, en consecuencia, todo lo que ha sucedido desde entonces en el espacio de la sexoafectividad fue grabado a sangre y fuego en mi memoria. La toma de conciencia no sucedió de un día para otro, naturalmente, pero lo cierto es que con trece años se puso en marcha el difícil, laborioso y complejo proceso que me conduciría a la madurez.

La etapa de la adolescencia empezó con particular intensidad. En sus primeros años comencé a ser consciente de mi orientación sexual, me enamoré, adquirí conciencia política (por utilizar una expresión muy extendida en aquellos años) y, en general, cambió radicalmente mi manera de percibir el mundo. Dejando atrás la infancia, comencé a avanzar bruscamente, quemando etapas, hacia la madurez sacrificando forzosamente vivencias propias de la adolescencia común. El proceso de llegar a ser una persona madura, esto es con capacidad y recursos racionales y psico-emocionales para la autodeterminación personal, arranca en un momento indeterminado de la amplia y difusa adolescencia, yo diría que por lo general más hacia el final que en los balbuceantes inicios de dicha etapa. En mi caso, puede decirse que se adelantó porque me atrapó la autopercepción de que me hallaba ante una situación que me producía mucha angustia ante la cual nadie podía ayudarme y tenía, en consecuencia, que hacerle frente con recursos propios de los que carecía, lo cual acrecentaba mi angustia. En lugar de tener una evolución lenta y escalonada hacia la madurez durante la pubertad y la primera juventud, la vida me lanzó de golpe desde el espacio almibarado y protegido de la niñez a un ruedo lleno de problemas amenazantes y gigantescos.

El momento en el que un chaval se da cuenta de que el pene es fuente de placer es uno de los más importantes en su crecimiento. En los primeros años la masturbación que empecé a practicar no tenía rostro, pero pronto descubrí que si la ligaba a una imagen, el placer era más intenso. Me sorprendí y me asusté cuando descubrí que mi mente elegía imágenes de chicos. No, aquello no era normal –me decía– y, por consiguiente, tenía que eliminar aquel maldito impulso.

Un compañero de clase me facilitó un calendario, robado a su padre, en el que se veía a una mujer desnuda de grandes pechos. La mujer era muy hermosa y atractiva y posaba de un modo muy morboso. ¡Menudas tetas más apetecibles y tentadoras para masturbarse! –me hice decir a mí mismo. Sin embargo, cuando me encerraba en el baño para masturbarme el instinto me inducía a llevar en el bolsillo, además del referido calendario, la imagen del protagonista de un anuncio de culturismo que había recortado de una revista y, ay, puestos a elegir siempre solía preferir al culturista.

La velocidad del proceso de maduración está estrechamente ligada a las circunstancias que le tocan vivir a cada cual. Por poner un ejemplo muy ilustrativo, los niños y niñas del llamado Tercer Mundo suelen tener mirada de adulto con tan sólo once o doce años. Mis circunstancias externas no fueron, por suerte, las de esos niños pero sí que influyeron en una aceleración del mencionado proceso. Junto con las razones asociadas con mi orientación homosexual a las que he hecho referencia, que fueron las más determinantes en el acortamiento de mi adolescencia, debo mencionar también las circunstancias de índole socio-política del contexto de aquellos años de mi vida, y la manera en la que las interioricé, porque también influyeron en mi desarrollo personal.

Mi padre, mi madre y mi abuela, quien tras enviudar hacía la vida con nosotros, eran personas de convicciones y compromisos firmes en relación con la defensa del euskera y de la nación vasca, y con el rechazo a la dictadura fascista del general Franco. Esa actitud era bastante minoritaria (o al menos lo era su expresión social), y yo así lo percibía en aquellos duros y oscuros años porque la «mayoría silenciosa» siempre busca cobijo bajo el sol que más calienta. Por eso, admiraba y me enorgullecía la ética y la honestidad de mis mayores en la defensa de sus ideas aun a costa de asumir riesgos y perjuicios. A los hijos no nos hablaban de política porque éramos unos críos y esas cosas (en general todos los aspectos de la vida) correspondían al mundo de los adultos. Los niños teníamos que hacer los deberes del cole, jugar (sin armar mucha bulla) y acostarnos temprano. Entonces era cuando empezaba el momento de privacidad de mis padres, ocupado en gran parte por la situación socio-política. Un niño, empero, se da cuenta de muchas más cosas de lo que sus padres creen.

En diciembre de 1970 se celebró el llamado proceso de Burgos. Tuvo un impacto enorme en buena parte de la sociedad vasca, y contribuyó a ampliar y fortalecer el movimiento que se oponía al régimen totalitario y mortífero del Generalísimo. Contaba con once años y poseía una incipiente capacidad para absorber el eco de todo lo que sucedía a mi alrededor. Era el mayor de entre los hermanos, y quienes tenemos el status de primogenitura solemos asumir a veces una responsabilidad especial. Me di cuenta de que había algo que producía una preocupación e inquietud especial en mis padres e intuí que podría encontrar las claves de ello en el espacio de privacidad que se creaba en la sala de estar cuando los niños nos acostábamos.

Empujado por el ansia de saber, había veces que, inmediatamente después de haberme acostado y creyéndome mis padres dormido, me levantaba de la cama y me aproximaba a la puerta de la sala donde se hallaban ellos. Me arrastraba por el pasillo al escondrijo del secreto, pegaba la oreja a la puerta y permanecía totalmente callado. Al otro lado de la puerta se oía la radio. Más tarde supe que se trataba de medios no sometidos a los dictados del régimen: Radio París, Radio Pirenaica o los programas de noticias de la BBC en castellano. Las voces radiofónicas se entremezclaban con las palabras de mis mayores, teñidas de preocupación y de indignación. En el colegio no hubo oportunidad de hablar sobre el proceso de Burgos. Como me sucedía en casa, percibía que entre los alumnos de los niveles superiores se hablaba de temas importantes que les producía inquietud, pero yo no podía acceder a esos niveles. En cualquier caso, el deseo de empatizar con mis padres y mis abuelos, a quienes amaba profundamente, y con sus preocupaciones, contribuyó a la aceleración del proceso de maduración y a que germinaran las ganas de dejar de ser niño para poder acceder a espacios de vida que sabía que existían pero que me estaban vedados por ser niño.

A la edad de trece años cursaba cuarto de bachillerato. Había en clase tres o cuatro chicas de gran personalidad que tenían una conciencia política definida. Llevado en buena medida por las circunstancias a las que me he referido me hice amigo de ellas. Durante los dos últimos años del bachillerato, con 14 y 15 años, constituimos un grupo muy activo que organizaba actos culturales (exposiciones de libros y discos en euskera, recitales de música, conferencias, etc.), editamos una revista, formamos una asociación estudiantil… Estas actividades extraescolares nos permitieron, además, interactuar con algunos profesores y entablar con ellos otro tipo de relación. Todo ello, naturalmente, me proporcionó nuevas claves sobre la realidad y me permitió crear herramientas cognitivas y analíticas que no eran comunes en esas edades. Y un buen día sentí de pronto que había dejado de ser niño.

Empecé a ser consciente de muchas cosas. Se me abrió el espacio de la racionalidad y a medida que iba incorporando a él elementos de la realidad (al principio sólo de la exterior) surgían territorios desconocidos en los que reflexionaba, generaba ideas, y alimentaba mi curiosidad intelectual. Sobrepasé las vallas que limitaban mi pequeño universo anterior y la perspectiva del mundo adquirió otra dimensión. Veía y, sobre todo, interiorizaba de otra manera lo que tenía alrededor. En definitiva, se me modificaron los códigos de relación con el entorno (todavía no conmigo mismo; eso fue más lento y sobre todo traumático). Comencé a interactuar con la realidad circundante: lo que sucedía alrededor era sistemáticamente analizado, procesado y valorado. Aprendí a razonar.

A partir de los trece años fui, pues, construyendo rápidamente un mundo racional dotado de instrumentos cada vez más precisos y eficaces que me permitían aprehender la realidad: la de mis padres y abuelos, la de la escuela, la de mi país y la del mundo… Más tarde también la mía propia.

Sentí la necesidad de llevar esa misteriosa fuerza interior que, ante la presencia o la imagen de determinados chicos, me producía una excitación que debía rechazar y reprimir y que me producía una gran desazón a ese nuevo espacio de raciocinio que estaba construyendo con mucho empeño. Intuía que en ese espacio aquel fuego destructor, extraño y contrario a las normas sociales, podía ser apagado. El enfrentamiento con mi naturaleza homosexual comenzó claramente el último año de bachillerato, cuando contaba quince años, con motivo del apasionado amor hacia Aitor. Es cuando fui plenamente consciente de que mi sexoafectividad llevaba el apellido homosexual.

Los prolegómenos del momento al que me he referido estuvieron marcados por una enorme confusión y deseos de ignorar el tema. No quería pensar en eso, no me sentía capaz de enfrentarme a lo que percibía como un problema descomunal. Seguramente –pensaba– acabaría yéndose de la misma manera que había venido y me dejaría en paz. Pero a medida que pasaba el tiempo y constataba que el fenómeno lejos de desaparecer adquiría una dimensión cada vez más grande empecé a sentir miedo, un miedo horroroso. Cada vez había menos dudas acerca de la naturaleza de la fuerza pasional que brotaba de lo más profundo de mí, y menos dudas también sobre la valoración que se le daba a esa fuerza: anormal, desviada, contra natura, ilícita, abominable, pecado nefando, peor que un crimen… Yo me esforzaba por ser como los demás chicos, que no hablaban más que de chicas y de fútbol. Tenía muy buenas amigas, sí, pero cada vez que miraba los pechos de la chica supuestamente más atractiva de clase, no sentía esa convulsión sensorial que decían sentir los demás chicos. Y cuando me hablaban con envidia del placer que debía de experimentar estando al lado de algunas chicas con las que trabajaba en las actividades extraescolares me deprimía porque yo no sentía nada de lo que tenía que sentir. Bueno, no lo sentía con ellas, pero sí con ellos.

Deseo, sexualidad, pasión, sensualidad, placer… eran palabras que se utilizaban para describir el mundo que se creaba entre un chico y una chica. En opinión de los que se consideraban más adelantados en esos temas, cuando un chico y una chica estaban muy juntos casi siempre se producía una explosión sexual. La realidad –que escrutaba constantemente con todos los instrumentos analíticos a mi alcance y de la que era mero teórico– confirmaba aquellas palabras. Tenía, además, ya en mi poder algunos conocimientos sobre amor y sexualidad adquiridos a través de lo que había visto, leído u oído en revistas, libros, la televisión, el cine, los periódicos, etc. y todo me llevaba a la misma conclusión: el amor pasional sólo se daba –o se debía dar– entre hombre y mujer. Por todo ello, no me era desconocido lo concerniente al misterioso y atrayente mundo sexual, cuyos rincones más hermosos relataban con gran entusiasmo los compañeros de clase que se habían iniciado en esos temas. Pero, para mi desgracia, quienes me hacían vibrar con pulsiones cada vez más intensas no eran Ainara, Josune, Irune o Maddalen, sino Harkaitz, Oier, Iker, Josu… y, sobre todo, Aitor.