Aitor

Para cuando me di cuenta estaba totalmente colado por Aitor. No era particularmente guapo ni, desde luego, el más guapo de clase. Oier o Iker eran más atractivos. Yo me unía en silencio a las palabras que amigas mías expresaban para referirse a aquéllos o a otros chicos. Ellas no sabían, por supuesto (o eso pensaba yo al menos) que yo hacía mías en mi interior, muy dentro –y siempre lamentándolo– sus palabras de deseo. Mi mirada también se deslizaba hacia ellos movida por una fuerza superior a mi voluntad, de una manera que no podía controlar, y en cualquier momento. Está claro que era pura atracción sexual lo que me producían esos chicos.

Los sentimientos que me provocaba Aitor eran más complejos y hondos que la atracción sexual. No era un amigo íntimo pero manteníamos una buena relación (en general, el ambiente en clase y las relaciones entre los compañeros eran buenos). En mi caso se daba una circunstancia que me permitía estrechar las relaciones con los compañeros de clase. Quienes nos encargábamos de la organización de actividades culturales que he mencionado antes éramos un pequeño grupo y teníamos el propósito de implicar a toda la clase. En ese grupo activo había pocos chicos y cuando llegamos a sexto –y último– curso de bachillerato, me quedé solo. Yo prefería hacer proselitismo entre los demás chicos porque ello me proporcionaba una oportunidad añadida y muy cualificada para tratar con mis compañeros. Entre ellos, Aitor era el más receptivo y me agarraba a cualquier excusa para acercarme a él y, con los latidos del corazón acelerados, embelesarme por la atención que me prestaba.

Aitor me generaba una ternura infinita. Era sosegado, un tanto despistado y bonachón pero con un irresistible punto de chico travieso. No destacaba en ningún ámbito y por ninguna razón, pero a mí me gustaba todo de él y me desvivía por él. No sabía por qué ni me importaba, pero lo cierto es que empecé a sentir lo que en la literatura romántica que tanto me gustaba asociaban con el amor. Parece ser que mi corazón estaba sediento de amor y se empapó de sentimientos hacia Aitor. No se trató de un flechazo repentino, sino de un enamoramiento que fue creciendo paulatinamente en mi interior y que, como si fuese un sirimiri constante, fue llenando un enorme vacío ávido de amor, hasta que bajé del mundo platónico en el que tenía existencia este amor y me di de bruces con el amargo desamor.

El amor hacia Aitor se manifestó cuando tenía quince años. Su gestación, como he señalado, fue difusa y en el último año de bachillerato afloró desde el interior una fuerza desconocida que, a modo de un volcán que empieza repentinamente a erupcionar, comenzó a exhalar por todos los poros de mi cuerpo el aroma embriagante del enamoramiento pasional. No podía, aunque me resistiera, ignorar ni soslayar ese fenómeno. Tenía que enfrentarme al hecho de que, según las normas imperantes, yo era un chico raro, diferente, anormal. Ante todo, nadie debía darse cuenta, ni siquiera Aitor. Captaba de vez en cuando miradas tímidas cargadas de pasión que lanzaban muchos de mis compañeros a las chicas, y yo no podía evitar hacer lo propio pero una voluntad férrea bloqueaba su exteriorización y evitaba mirarle a quien tanto me turbaba. Todo debía permanecer oculto y en secreto. Pero ello, lejos de debilitar los sentimientos, los trufaba de ansiedad y obsesión. Cuando no estaba en clase pensaba continuamente en él, y en la escuela me arrimaba siempre que podía a él, con piernas temblorosas y corazón desbocado.

El amor es el maná que alimenta todos los sentidos de los jóvenes en la adolescencia, es la miel de azahar que emborracha las neuronas, es el mago que embruja y abduce el corazón. Y qué importante es poder exteriorizar, dar a conocer esos sentimientos, compartirlos con alguien aunque no se sea correspondido por la persona amada. Y qué duro es, en cambio, considerarse a sí mismo un monstruo y, encerrado entre las paredes del váter, solo, entre sollozos, con un terrible dolor de corazón, querer abortar una de las cosas más hermosas de esta vida: el amor incondicional, absoluto, limpio, pasional, hacia otro ser humano; querer abortarlo porque, sin saber por qué, ese amor ha de ser destruido de raíz sin que nadie alrededor se dé cuenta de la terrible implosión.

Este torbellino mental y emocional me situó irremisiblemente ante el espejo de la homosexualidad. No podía retrasar por más tiempo la solución a aquel «problema». Los sentimientos hacia Aitor me dieron la conciencia plena de que era homosexual. Pronunciar en mi mente las terribles palabras «soy homosexual» me arrojó al abismo de la desesperación.

Sabía muy poco acerca de la homosexualidad ya que era tema tabú en todas partes. Fuera de mí no existía en ningún sitio. No se hablaba de ello ni en casa, ni en la escuela, ni entre los amigos, ni en la televisión. Y las pocas veces en que esa norma se excepcionaba era peor porque daba paso a la homofobia, asociando la homosexualidad con desprecio, rechazo, enfermedad, inmoralidad o pecado. Yo mismo había cobijado esas ideas, que pervivían en mi pensamiento profundo. Por otra parte, los términos «marica» o «maricón» se empleaban como insulto de forma bastante generalizada. Y si, más allá del insulto, a alguien se le atribuían inclinaciones homosexuales era muy probable que se ganase el desprecio y el rechazo de los demás. Para los homófobos más indulgentes el maricón tenía que ser sometido a tratamiento médico y para los más brutos debía ser quemado en la nueva hoguera inquisitorial del puñetazo, el insulto y la exclusión social. Un denso silencio sobre la homosexualidad otorgaba tácitamente carta de naturaleza a esas ideas que de cuando en cuando yo oía o leía aquí o allá, y que suponía que estaban muy extendidas incluso en mis entornos más próximos, también entre los compañeros de colegio.

¿Qué podía hacer? Tenía claro que por nada del mundo iba a decir nada a nadie. De ninguna de las maneras, desde luego, a mis padres porque les daría la peor noticia de las posibles y un disgusto atroz. Con respecto a los amigos y amigas, ni en el ámbito de las actividades extraescolares ni en la cuadrilla con la que salía a veces los fines de semana veía a nadie a quien pudiera confiar el insoportable secreto sin el temor a que ello me hiciese daño. Tampoco me sentía con fuerzas para exteriorizar mi condición de homosexual. Intuía que previamente tenía que conseguir la paz interior, reconciliarme conmigo mismo, y eso pasaba por aceptar mi orientación afectivo-sexual.

La primera reacción que tuve, como he señalado con anterioridad, fue de rechazo. Yo no «podía» ser homosexual, y desde luego no quería serlo. Yo era una persona «normal» y, por tanto, lo que me sucedía tenía que ser a la fuerza un fenómeno pasajero, que se corregiría con el tiempo. Tenía que esperar.

Pero no puede anularse la fuerza de la naturaleza. En la zona abisal de mi mente se estaba gestando la idea de que tenía perdida de antemano la guerra por ser «normal», y que estaría ligado a la homosexualidad de por vida.

Se encendió una guerra interna entre las dos fuerzas contrapuestas. Mi interior estaba ardiendo. Por otra parte, la sociedad exterior la sentía como un infierno porque me condenaba, me despreciaba, me rechazaba y me excluía. Si tenía que escoger entre los dos fuegos, prefería el interior.