La carrera de obstáculos
En junio de 1981 terminé la carrera y me sentía exhausto y desorientado. Los estudios me habían ayudado a mantener ordenada la vida y relativamente ocupada la mente, pero ahora me hallaba en una nueva situación y tenía que hacer opciones: la relativa a mi futuro profesional pero también las necesarias para quitarme de encima la losa que sepultaba las fuerzas de la sexoafectividad y que estaba erosionando gravemente mis constantes vitales. En octubre me fui a la mili para no alargar en el tiempo el cumplimiento de ese deber. El Ejército que yo conocí no me gustó. Amaba la libertad y en el servicio militar mi autonomía personal era prácticamente nula. Unos señores con diferentes distintivos según su nivel de mando y poder daban órdenes continuamente que había que obedecer so pena de sanción, que podía llegar a ser el calabozo. Además, acostumbrado como estaba a razonarlo todo me parecía demencial que nadie diera ninguna explicación, y que las cosas hubiera que hacerlas porque quien tenía el poder así lo había dispuesto aunque se tratara de una arbitrariedad o de un capricho suyo.
Para un homosexual la mili en el 81 era como la boca del lobo. Las relaciones homosexuales estaban castigadas, y el machismo y la homofobia estaban tan densamente presentes en la atmósfera que casi no se podía respirar. Cierto es que eran pocos los que explícitamente empleaban expresiones ofensivas para los hombres homosexuales o transexuales. Como ocurre en todas partes eran los más bocazas y descerebrados los que contaminaban el ambiente con sus improperios. En el acuartelamiento, el uso de las palabras «maricón», «nenaza» etc. resonaban con profundo eco en todas las dependencias, y yo me sentí intimidado y amenazado durante los trece meses que duró aquella experiencia, que podría calificar de muchas maneras menos de agradable. No tuve problemas por ser homosexual (aunque ciertamente me esforcé por mantener oculta mi condición) y tampoco tuve conocimiento de que nadie los hubiera tenido por ello (en realidad todos los homosexuales obraban como yo y escondían su orientación sexual).
La mili supuso un parón en mi vida y me sumergí aún más en mi interior, explorándolo con ardor guerrero. Tras los primeros meses en los que estuve tensionado aprendiendo cómo manejarme en aquel mundo insólito para evitar tener problemas, empecé a relajarme e hice buenos amigos. Tenía mucho tiempo libre y eso me permitía pensar y escribir durante largas horas. La libido se me disparó ante la presencia de tantos chicos guapos y apuestos y, aunque, como ya he señalado, durante la mili no tuve ninguna relación mi deseo sexual empezó a empujar con inusitada fuerza para que encontrase pronto cauces en los que pudiera realizarse. El servicio militar lo hice en Madrid, en Leganés concretamente. Madrid constituía, desde luego, una buena oportunidad para la liberación, pero no la aproveché; volvía a Donostia casi todos los fines de semana. Primero tenía que liberar mi cerebro, antes que el cuerpo, y tenía que neutralizar en mi mente los poderosos obstáculos que me impedían ser libre.
En la carrera trabé una amistad íntima y muy especial con Victoria. Hay ocasiones en las que los conceptos convencionales que utilizamos para calificar los sentimientos humanos no sirven para expresar debidamente el alcance y la naturaleza de aquéllos. Esto es lo que ocurría con esta relación: lo que sentía por Victoria no cabía en las categorías convencionales. Era más que amistad, no estaba lejos del amor, no había deseo sexual, tampoco cabía hablar de enamoramiento pero el caso es que pasábamos muchas horas juntos, dentro y fuera de la Facultad y empezaba a ser una persona indispensable en mi vida a la que quería cada vez más y con la que la comunicación era extraordinaria. Ella me dio el mayor y mejor apoyo durante la mili. Nos escribíamos todas las semanas. Cartas largas, tiernas, emotivas. Era inútil que yo, con cierta ingenuidad, negara ante mis compañeros que fuera mi novia. Serían pocos en el cuartel los que mantuvieran una correspondencia tan viva con sus prometidas.
Soportaba cada vez peor seguir ocultándole mi secreto a Victoria. Porque suponía una barrera en nuestra comunicación y un condicionante negativo en nuestra relación, y porque ese maldito secreto me estaba gangrenando el alma. No podía seguir retrasando el momento de la «confesión» (no me gusta el término porque lo asocio a delito o pecado, pero la homosexualidad así se ha considerado; y sigue siendo pecado para la mayoría de los mandamases de las diferentes confesiones religiosas y delito en más de 80 países del planeta según fuentes de A.I. En mi caso resultaba adecuada la palabra pues la declaración de ser homosexual equivalía a una expiación). Me esforcé en decírselo una y otra vez a Victoria, intentaba romper aquella barrera psicológica que anulaba mi libertad y enmudecía el habla; pero no podía. Cada una de las veces que me lo proponía en el autobús de venida de Leganés pagaba el precio de la omisión con el sabor amargo del miedo en el viaje de vuelta; miedo al rechazo, a que la amistad resultase dañada.
Poco antes de cumplir 22 años recibí una postal de Aitor en respuesta a una breve carta que le había enviado. No esperaba contestación y aquella postal, que portaba palabras tiernas y cariñosas, me conmovió. Al poco tiempo –parecía que los dioses que me eran favorables estaban saliendo de su letargo– Iñaki y Juan me visitaron de improviso en el regimiento, lo cual me alegró sobremanera. Con todas estas emociones algo empezó a agitarse en mi interior, que antes de estos hechos era ya un hervidero.
En situaciones tan intensas, a veces una luz interior que no se sabe de dónde procede ilumina un camino hasta entonces oculto que te conduce a la salida del agujero en el que te hallabas. La luz, en este caso, me abrió definitivamente los ojos para que viese cuál había sido la razón principal que había ocasionado desde el principio el conflicto interno y que, al mismo tiempo, me había producido un considerable sentimiento de culpa.
Cuando estuve en la hospedería del monasterio con Iñaki y con Juan entablé una estrecha relación con un monje bilbaíno, José Luis. Nos escribíamos de vez en cuando y, en el verano del 82, una soleada tarde de verano, le envié una carta muy importante desde el patio del acuartelamiento. Conseguí vencer mis miedos y dominar los nervios, y le confesé que era homosexual al tiempo que le pedía consejo. Los días que pasaron hasta que llegó la respuesta fui preso de una gran ansiedad. Se me humedecieron los ojos cuando leí su contestación en la que le quitaba importancia al asunto y no manifestaba ninguna opinión negativa hacia mi orientación sexual. En la vida de las personas –decía José Luis– lo importante es ser buena persona: cultivar los valores éticos, cuidar las relaciones con el prójimo, etc. ¿Qué más da –continuaba– ser blanco o negro, hombre o mujer, homosexual o heterosexual? Su consejo/deseo: que buscara un buen chico de quien poderme enamorar y construir una relación de pareja, y que evitase el camino de una sexualidad promiscua y licenciosa.
La carta de José Luis me subió el ánimo sobremanera y me dio el impulso definitivo para ejecutar una decisión que, fuera cual fuese la respuesta del monje, ya la tenía tomada: escribirle a Victoria. Paradójicamente, me costó más escribir esa carta. Si la reacción de José Luis hubiera sido negativa, si me hubiera condenado al fuego del infierno diciéndome que era un hijo de Satanás en ese momento habría cortado con él. Pero Victoria era mi mejor amiga, la más querida, y no podía soportar que nuestra relación se fuera al carajo. Comencé a escribir y, sin darme cuenta, redacté diez folios por los dos lados. Le hablaba desde el principio de un problema en un tono de gran trascendencia y dramatismo, que era como lo sentía realmente. Ocupé cuatro hojas repitiendo la idea con circunloquios varios y sin emplear la palabra fatídica, intercalando expresiones emotivas como: «por favor sé comprensiva», «¡te lo ruego, no me dejes!, “te suplico que me ayudes». A mi pobre amiga le hice pasar uno de los peores momentos de su vida. Llegó a pensar que el problema era que tenía un cáncer incurable y que me quedaba poco tiempo de vida. Cuando, presa de los nervios, leyó por fin la palabra «homosexual» el tamaño de su alivio sólo fue comparable al de las ganas de abroncarme por haber montado semejante número y por no habérselo dicho desde el principio de forma natural y sencilla. A los dos o tres días recibí su respuesta llena de ternura y cariño. Aquel día tuve los ojos totalmente enrojecidos. Al día siguiente me envió otra carta y a los pocos días una tercera. Y yo no paraba de llorar. Para mis compañeros de armas estaba claro por más que lo desmintiera: mi novia Victoria me había dejado.
Pero Victoria no sólo no me dejó sino, al haberse caído la enorme barrera que impedía la comunicación plena entre nosotros, la relación rompió todos los límites y se emborrachó de amor. Mi amiga no terminaba de entender por qué le había dado tanta importancia a mi deseo diferente y por qué lo había ocultado durante tanto tiempo. Se atormentaba por el sufrimiento que había padecido en silencio y en soledad. Y no le cabía en la cabeza que hubiese tenido miedo a que ella o cualquier otro amigo me rechazasen por ser homosexual. Tan cierto como que la homosexualidad estaba socialmente mal considerada era que una verdadera amistad era inmune a tales consideraciones así como que muchísimas personas, entre las que se contaba Victoria y la mayoría de los jóvenes, tenían otra actitud ante el amor homosexual que implicaba un profundo respeto hacia él. La homosexualidad no tenía un estatus de normalidad en la sociedad, pero la actitud ante ella no era tan agresiva y negativa como yo creía. Era innegable que las normas sociales habían convertido en objetivamente problemática la vivencia de la homosexualidad, pero la manera neurótica en que psicológica y emocionalmente había interiorizado mi orientación sexual había agravado sobremanera la situación, y me había llevado a ver y sentir la realidad que me rodeaba de una manera distorsionada. ¡Siento escalofríos sólo de pensar que muchos homosexuales jamás salen de esa situación tan angustiosa!
A partir de ese momento, la vida adquirió un ritmo más rápido, la gran losa que me asfixiaba empezó a desplazarse y los acontecimientos se fueron sucediendo. La carta de José Luís y, sobre todo, la actitud completamente volcada en mí de Victoria me habían hecho renacer. Me sentía otra persona, descubrí que la vida tenía un nuevo sentido y una nueva dimensión. La sensación de haber perdido muchos años se convirtió en acelerador y empecé a recorrer el camino hacia la normalización. Hablé con los amigos que me eran más cercanos o –me había gustado la fórmula– les escribí. Hice lo propio con mis hermanos. En todos ellos la reacción fue fabulosa, absolutamente positiva y altamente beneficiosa para la disolución del problema, y para una nueva parametrización de la vivencia de mi orientación sexoafectiva.
La siguiente puerta de armario que derribé fue la que mantenía semicerrada con mi propio Diario. Un día de agosto fui a ver el Ballet du XXème siècle dirigido por el coreógrafo Béjart. La danza me gustaba mucho y no quise perder la oportunidad de poder ver a un mito viviente. El espectáculo me fascinó, al igual que lo hizo el bailarín protagonista, a quien por mi cercanía al escenario pude ver en todo su esplendor. Tras la salida de la prisión de la homofobia y el miedo, todavía en libertad vigilada, se me activó una suerte de síndrome del tiempo perdido y me retrotraje al momento en el que tuve conciencia de ser homosexual. Obré, en consecuencia, como un quinceañero y me quedé prendado de Yann Le Gac, que así se llamaba el susodicho, para quien escribí en el Diario una carta de amor. Después de haber mantenido ocultos a Aitor e Iñaki, hacía mi outing ante mi alter ego de la mano de una estrella que me deslumbró fugazmente.
Después de haber dado los primeros pasos hacia el desbloqueo sentí la necesidad de conocer a otros homosexuales. Pero ¿qué hacer y cómo? Para entonces ya había leído algo y me alegró mucho saber que, a pesar de que ante mis ojos era una realidad inexistente, los expertos sostenían que un porcentaje de población que oscilaba entre el 5 y 10% tenía una orientación exclusiva o predominantemente homosexual. Era evidente, pues, que en la sociedad en la que vivía había más chicos homosexuales. No alcanzaba a ver claro, empero, el modo de conocerlos. Por otra parte, me asaltó el miedo de que en mi búsqueda pudiera cometer errores que me creasen situaciones difíciles o tuviesen consecuencias negativas.
Compraba regularmente la revista Party y había en ella una sección de contactos con anuncios de todo tipo: la mayoría buscaban relaciones sexuales, pero también había quien buscaba amistad. En uno de los números, un anuncio me llamó la atención. Estaba escrito por un grupo de chicos que buscaban hacer nuevos amigos. Tuve grandes dudas, pero al final me obligué a mí mismo a actuar y les escribí. Se me planteó un problema: qué dirección dar. Vivía con mis padres y no quería que ese tipo de cartas llegasen a casa. Observé que en algunos anuncios se daba un número de apartado postal y fui a la oficina de correos a informarme sobre el particular. Contraté mi apartado de correos y ésa fue la dirección que di a mis posibles nuevos amigos.
La ansiedad no es nunca buena compañera. Entre otros aspectos negativos, tiene la capacidad de tragar el tiempo como si se tratara de un agujero negro del Universo. Los días pasaron volando mientras esperaba la respuesta de aquellos que esperaba que fueran mis amigos. En ese momento, habiendo terminado la mili, lo único que me interesaba sobre el futuro era saber cómo serían esos amigos potenciales. Estaba abierto a todo: a la amistad, al sexo, al amor… Recibí dos cartas en respuesta y me gustaron ambas. La ansiedad se me disparó. Me dieron un número de teléfono que me quemaba en las manos. Antes de llamar, hice varios ensayos de conversación simulada en el cuarto de baño, que era mi refugio seguro, con el pulso aceleradísimo. Al final llamé a Carlos. La conversación fue breve. Yo estaba muy nervioso y él también. No le entendí la mitad de lo que me dijo pero me quedó claro que nos habíamos citado para el sábado siguiente. La noche anterior apenas pude dormir y el día señalado no pude comer. Salí de casa a primera hora de la tarde. Hacía buena temperatura pero yo sentía frío e incluso tiritaba un poco. Llegué antes de la hora fijada al lugar de la cita. Me senté en un banco y abrí el periódico, que era el elemento identificador que habíamos acordado, e hice como que leía, mirando constantemente a diestro y siniestro. Cuando llegaron al lugar me localizaron enseguida porque el periódico estaba del revés.
Carlos, Ricardo, Patxi, Andoni y Javi. Un quinteto maravilloso. Mis primeros amigos homosexuales. El día que nos conocimos hablamos durante muchas horas ininterrumpidamente. También al día siguiente, y al otro… Tenía muchísimo para contar y sobre todo quería escuchar y saber todo sobre la homosexualidad y la vida de las personas homosexuales. La comunicación fue, por tanto, muy fluida y la conexión estupenda y rápida. Mis nuevos amigos eran muy diferentes entre sí. Se habían conocido a través de anuncios o en lugares de ligue homosexual, pero tenían poderosos intereses comunes que les habían permitido en poco tiempo construir una sólida y profunda amistad: el desprecio de la sociedad «normal», sentirse excluidos y marginados de esa sociedad si se manifestaban o mostraban como homosexuales, el estigma de ser no-normales, el miedo, el complejo de nadar siempre contra corriente, como los salmones, en aguas turbulentas y peligrosas, la necesidad de localizar y de expulsar las minas homofóbicas que las normas sociales habían depositado en nuestro interior, etc. etc. En mayor o menor medida, todos habíamos experimentado esas sensaciones y percepciones, y sentíamos la necesidad de unirnos ante la adversidad, de ayudarnos mutuamente, de acompañarnos en los azares de la vida, de ser cómplices en las aventuras y desventuras de cada uno… También de ligar, evidentemente. Fuera de las cuestiones relacionadas con nuestra orientación homosexual había pocos temas de interés común pero aquéllas tenían tal carga psicoemocional, ocupaban tanto espacio en nuestras preocupaciones vitales que la intensidad de estas nuevas relaciones de amistad era máxima.