Una infancia feliz
Cuando murió Judy Garland yo tenía nueve años, casi diez. A esa edad, como es natural, no leía el periódico ni veía los informativos de la televisión y, por lo tanto, no pude saber que en la estela de la muerte de esa célebre actriz, que se convirtió en un icono para muchos gays –sobre todo estadounidenses– el movimiento en pro de la liberación de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales dio un paso gigantesco con motivo de los sucesos acaecidos tras la rebelión protagonizada por un puñado de valientes ante la enésima redada de la policía neoyorquina en el bar Stonewall Inn. Para los hombres y mujeres homosexuales y transexuales de todo el mundo el 28 de junio de 1969 se erigió en una fecha inolvidable y conmemorativa en la que, bajo la bandera de la dignidad, la libertad y la igualdad, renació una nueva esperanza para acabar con la terrible marginación y opresión que durante siglos se venía practicando contra estas personas.
Fui un niño normal. En mi infancia no hubo ninguna circunstancia negativa reseñable. Mi madre y mi padre eran normales, se querían mucho, y me criaron y me educaron con mucho amor y entrega y conforme a sólidos principios éticos. En la escuela fui un buen estudiante, me socialicé bien, no tuve problemas dignos de mención. Me relacionaba y jugaba con todos mis compañeros y compañeras. Como es natural, y al igual que le ocurriría a cualquier persona normal, si se me sometiera a una sesión de hipnosis que se introdujera en los arcanos de mis años de infancia pudiera tal vez salir a la superficie algún traumilla irrelevante. En fin, puedo decir que los primeros años de mi vida que, según los psicólogos, resultan tan decisivos para la determinación del mundo emocional y la psique de la persona los viví en una pequeña Arcadia feliz. Todo, pues, dentro de los cánones de la normalidad en su escala más elevada.
Los recuerdos de mi memoria resultan nítidos desde cuando empecé a cursar el bachillerato, a la edad de diez años, y eso me permite rescatar de ella episodios, vivencias y sentimientos que resultan de interés para reconstruir el devenir de mi mundo sexoafectivo, es decir de todo lo relacionado con el deseo sexual y el amor pasional, desde sus primeras pulsiones que empiezan a manifestarse de forma difusa, esporádica y no consciente en la época de la prepubertad.
Tenía incrustada en la cabeza la idea de que, siendo chico, me tenían que gustar las chicas. Ya con seis o siete años me habían asignado, entre bromas y veras, una «novia», algo que suele ser normal. En mi caso, se trataba de una prima de mi edad con la que congeniaba bien. El noviazgo, empero, no arraigó. Creo que la química (¿o se trataría de la física?) no funcionó. Vinieron otras chicas, compañeras de clase o hijas o nietas de amigos de mis padres o de mis abuelos, con las que se me requería a que jugase a reproducir el modelo de pareja heterosexual, que era lo normal. Como era normal que en los cuentos que me contaban o que leía, el héroe que los protagonizaba se enamorase siempre de una chica, con la que debía acabar comiendo perdices, no sé por qué. Y lo normal en la televisión y en las películas venía a ser que un chico y una chica se besasen o se acostasen. Siempre y exclusivamente un chico y una chica, sin excepción. La ficción resultaba concordante con el único modelo familiar y de pareja existente a mi alrededor, así como en la memoria e imaginario colectivos, desde Adán y Eva.
El amor era, pues, cosa de una mujer y de un hombre, y sólo de una mujer y de un hombre: en la vida real, en la literatura, en el cine, en los chistes, en los libros de texto, en innumerables ejemplos y dichos que se hacían presentes en la vida cotidiana, etc. Con nueve años tenía, como consecuencia de todo ello, una idea clara, seguramente la única idea clara: el sexo y el amor sólo podían surgir entre un hombre y una mujer y, por ende, en el futuro, en algún momento de mi vida, habría una mujer a mi lado con la que llegaría a realizar aquellas cosas que debían de ser fantásticas. La presencia y el peso de las normas socio-culturales ancladas en la idea de la exclusividad de la heterosexualidad eran absolutos y omnicomprensivos en todos los órdenes de la vida, hasta en los más insignificantes. La normalidad tenía una caracterización determinada de la que la homosexualidad estaba radicalmente excluida. Sirva como anécdota ilustrativa y divertida la respuesta que, ya en la edad adulta, escuché a una mujer mayor que se prestó a contestar en un reportaje televisivo a la pregunta, cargada de ironía, de si era heterosexual. Nooo, yo soy normal –respondió la señora, confundiendo heterosexual con homosexual. Tengo para mí que muy pocos heterosexuales se identifican aún hoy en día como tales, debido a la hondura y a la extensión de la penetración de la idea que equipara normalidad con deseo y amor heterosexuales. Esa idea se apoderó completamente de mí y se proyectaba en todos los aspectos de la vida, sin dejar ningún resquicio ni permitir ninguna duda. Esa idea contravino más adelante los dictados de mi naturaleza así como mis derechos fundamentales al libre desarrollo de la personalidad, al bienestar psico-emocional y a la felicidad, al igual que les ocurrió y les sigue ocurriendo a todos los niños y niñas que no encajan en los parámetros de normalidad establecidos.
¿Tenía sexualidad en aquella época? Según los expertos, los primeros síntomas del deseo sexual se manifiestan por lo general en la llamada prepubertad, que abarca, más o menos, el periodo comprendido entre los nueve y los doce años. También dicen que somos seres sexuales desde el momento en el que nacemos. La sexualidad, así como la afectividad, forman parte del núcleo central de la naturaleza del ser humano. Es más, parece estar claro que el deseo y el placer sexuales se hallan insertados en nuestro ADN, y, en consecuencia, es lógico suponer que también lo estén los elementos básicos que los caracterizan, incluidos los que determinan la orientación sexual, es decir si van orientados a personas del mismo o de diferente sexo, si bien en dicha orientación influyen asimismo otros factores.
Con respecto a la sexualidad infantil, resulta interesante hacerse eco de los estudios y puntos de vista de los expertos que analizan la sexualidad natural de los niños y niñas sin someterse, para ser fieles al rigor científico, a los parámetros tradicionales de las construcciones socio-culturales relativas a la sexualidad humana, que descansan sobre una concepción rígida, separadora y sexista de los roles de género masculino y femenino, sobre una heterosexualidad obligatoria y sobre una idea de la sexualidad androcentrista y genitalista. Haciendo mías las opiniones a las que me he referido, me parece importante subrayar que la sexualidad inherente a la naturaleza humana, entendiéndola como la capacidad de sentir y de generar placer sexual, es mucho más rica, amplia y diversa que la expresada y dictada por las categorías e ideas que habitualmente manejamos, las cuales limitan enormemente las potencialidades que poseemos, producen a veces patologías que serían fácilmente evitables y a muchas personas –no sólo a las homosexuales– les ocasionan fuertes conflictos internos entre su ser y un deber ser opresor y castrador. Huelga decir que este estado de cosas puede tener consecuencias nefastas en muchos niños y niñas cuando empiezan a descubrir su sexualidad.
Hurgando en mi memoria emergen los recuerdos relativos a los primeros cosquilleos de naturaleza sexual, ocasionales y débiles al comienzo, y cada vez más intensos y periódicos a medida que me adentraba en la edad púber. Las referidas sensaciones aparecen asociadas siempre a chicos: a Harkaitz, un compañero de clase, a Jon, un chaval con el que jugaba en el parque o a Alejandro, un chico con el que congenié en unas vacaciones de verano. Esas primeras manifestaciones novedosas de mi cuerpo las viví con entera naturalidad y sin ninguna preocupación ni trauma porque no las relacionaba ni con sexualidad ni mucho menos con homosexualidad puesto que aún no tenía noción alguna sobre estas palabras. Fue más tarde, cuando fui abducido por las ideas y normas que rigen el mundo de la sexualidad, cuando esos recuerdos me produjeron pavor y me abrumaron.
No creo haber sentido hormigueos sexuales producidos por la compañía de chicas, con las que me relacionaba desde mi más tierna infancia dado el carácter mixto del centro en el que estudié, el liceo Santo Tomás. Mi memoria no tiene registro de ello. Admito, en teoría, la posibilidad de que en aquellos años de mi vida hubiera chicas que me gustaran y de que mi memoria hubiera podido años más tarde diluir dichos recuerdos con el objeto de afirmar sin ambages la identidad homosexual. Puede ser. No somos conscientes de la fuerza descomunal que tiene en la pubertad el deber de dotarnos de una identidad sexual, que para el niño que fui tenía que ser obligatoriamente heterosexual. La construcción de la identidad sexual demanda recuerdos y vivencias que sean puros e indubitados y necesita eliminar aquellas imágenes que ocasionen dudas y confusión. La identidad homosexual la forjé tarde y su fuente no fueron únicamente las pulsiones sexoafectivas de naturaleza homosexual. También lo fue la homofobia que, en un planteamiento en blanco y negro, me obligaba a adquirir una falsa identidad heterosexual, pero, al rebelarme ante la imposición, me doté de una identidad gay usando sus mismas armas pero en sentido contrario. Desde el punto de vista psicológico y en el nivel de madurez cognitiva en el que me hallaba no podía hacer otra cosa.
En consecuencia, no cabría descartar la hipótesis según la cual mi identidad gay haya podido inducir a la memoria a obrar como lo hace en muchas personas heterosexuales, diluyendo o debilitando aquellos recuerdos que expresan deseos homosexuales que entran obviamente en contradicción con la identidad adquirida. Podemos decir (en concordancia con aseveraciones formuladas por numerosos psicólogos y sexólogos, que profundizan en algunas ideas esbozadas ya por Freud) que la naturaleza humana es en alguna medida bisexual y que, por consiguiente, hasta que las normas sociales «educan» la sexualidad son numerosas las personas que durante la pubertad sienten impulsos sexuales de signo diverso y dirigidos hacia los dos sexos.
Creo, en cualquier caso, en la línea de lo expresado anteriormente, que no resulta riguroso analizar la sexualidad de la infancia conforme a las coordenadas mentales que empleamos las personas adultas. En la infancia somos seres intuitivos y emocionales y queda poco espacio para el razonamiento. Las construcciones sociales y culturales aún no domeñan la realidad, y ese hecho posibilita actuar de algún modo extramuros de las normas sociales. A esa edad, el desarrollo de la consciencia es muy débil, no nos conocemos a nosotros mismos y el nivel de racionalidad es ínfimo. Somos, además, seres sin autonomía y empezamos a aprehender, sin criterios propios, las ideas y costumbres que integran el pensamiento social. Observamos que la socialización en todos los ámbitos se realiza según un código de conducta y que algunas formas de ser y de comportarse son rechazadas y reprobadas por la sociedad.
Ahora bien, todo comportamiento parte de un impulso básico que tiene su origen en las honduras de nuestro ser, y aprendemos que unos impulsos resultan moralmente buenos mientras que otros, sin saber por qué, tienen que ser rechazados y reprimidos. A mí nadie me llegó a decir expresamente que sentir atracción por un chico fuera algo malo, pero esa explicitación no resultaba necesaria. Esa idea me llegaba constantemente, a todas horas y en cualquier lugar. Me tenían que gustar las chicas, y desear a chicos constituía una aberración duramente castigada. Unas de las primeras normas que fueron incrustadas tanto en el pequeño raciocinio que se iba forjando en mi mente como en el código moral de pensamiento y de conducta fueron las relativas a la identidad de género y a la identidad sexual, ambas muy estrechamente ligadas, y que no admitían más que una forma muy determinada, excluyente y limitada de ser hombre. Cuando todo esto adquirió una cierta entidad, las pulsiones sexuales que pululaban libremente en mi interior en una nebulosa tan inocente como inocua chocaron violentamente contra el muro de las identidades impuestas.
Pero seguía siendo feliz. Ese choque no se había producido todavía, y a mis diez, once, doce años jugaba todo lo que podía, me esforzaba por ser un alumno aplicado, leía cómics y libros, hacía alguna travesura que irritaba a mis padres, intentaba retrasar lo más posible la hora de acostarme, y me las ingeniaba para no bailar al son del txistu los domingos por la tarde en la plaza de la Constitución porque era muy vergonzoso. Y cuando sentía las nuevas sensaciones que de vez en cuando recorrían mi cuerpo disfrutaba de ello con naturalidad y me dejaba llevar por los placeres que nacían del apéndice que sorprendentemente experimentaba repentinos cambios de tamaño.
No me diferenciaba de forma significativa de los demás niños aunque mi personalidad, sin ser especial, tenía perfiles propios. Estudié, como ya he dicho, en un colegio mixto y en los recreos me relacionaba tanto con chicos como con chicas; no era el único que lo hacía. Aun cuando había chicos que sólo jugaban con chicos, y niñas que hacían lo propio con otras niñas, era frecuente la mezcla entre los dos sexos. En contra de una idea estereotipada, sostengo que jugar con niños/as del otro sexo o hacerlo en juegos atribuidos al otro género no influye en la orientación sexual. He podido observar que es similar la proporción de personas homosexuales entre quienes durante la infancia jugaban en grupos mixtos y entre aquellos otros que lo hacían sólo con los de su mismo sexo. Es más, hay homosexuales que en la infancia han cumplido a carta cabal con todos los tópicos asignados a su rol de género y a la identidad heterosexual. En el caso de los hombres, por señalar los elementos más reseñables y repetitivos, reprimir o reprender toda manifestación de afecto entre hombres, así como cualquier expresión de sensibilidad, hacer uso de la fuerza o amenazar con ella para resolver un conflicto o para prevalecer ante los demás, ser un apasionado obsesivo del fútbol, proclamar en alto y con machacona insistencia lo buena que está tal o cual tía, invocar a los cojones para justificar acciones pasadas o futuras, o usar continuamente «maricón» como insulto, bien para despreciar a alguien o bien para mostrar superioridad.
Me sentía a gusto con las chicas pero aquel extraño torbellino que me producía en la sangre la proximidad de algunos chicos me era ajeno cuando me encontraba entre ellas. Josu, mi compañero de pupitre, hacía que me sintiese junto a él dentro de una extraña burbuja de placer, sobre todo cuando se esmeraba en escribir con buena caligrafía para lo cual movía las manos con parsimonia y elegancia al tiempo que hacía asomar de entre los labios la punta de la lengua. Cuando veía a Iker corriendo tras el balón, un escalofrío que nacía en el cuello me atravesaba toda la espalda. Y siempre que jugábamos en el frontón intentaba sin saber por qué ponerme al lado de Oier.
En el verano de 1970, recién cumplidos los 11 años, fui con unos tíos míos a pasar unos días a Barcelona, y una tarde acudimos a casa de unos amigos suyos, quienes tenían un hijo de mi edad que me hizo compañía mientras permanecimos allí. Me sentí particularmente a gusto con aquel chico. Cuando miro las fotos en las que estamos los dos en bañador me vienen a la memoria las sensaciones agradabilísimas que sentí por su cercanía, que se intensificaban, haciendo que la piel vibrase, cuando circunstancialmente ésta rozaba con la suya.
Los psicólogos y sexólogos han elaborado algunas teorías sobre la atracción de naturaleza homosexual que algunos niños y niñas experimentan cuando se les manifiesta el instinto sexual. Freud expuso algunas opiniones sobre la homosexualidad (diferentes y contradictorias en algunos aspectos importantes). Según una de las más conocidas, todos pasamos en la adolescencia por una fase homosexual y algunas personas «no completan» la evolución hacia la «madurez sexual» (que sólo puede ser, según dicha teoría, de carácter heterosexual) quedando bloqueados y anclados en esa primitiva fase. Aunque esta hipótesis fuera cierta, ello no justificaría de ninguna manera la salvaje exclusión y represión contra las personas homosexuales, ni tampoco minusvalorarlas ni discriminarlas (me pregunto, al hilo de esa teoría, cuántas personas –heterosexuales, homosexuales o bisexuales– superarían un supuesto test de madurez sexual y qué habría de malo en suspenderlo).
En cualquier caso, las teorías que sostienen que la homosexualidad es una anomalía, es decir una desviación de lo que se considera es o debe ser «lo normal», han dado pie a tratamientos psiquiátricos y psicológicos para «curar» la homosexualidad. Lo cierto es que todos esos tratamientos (incluidos los que han aplicado electroshock) han fracasado y en todo caso han conseguido inhibir el deseo sexual. No hay modo de convertir la orientación homosexual en heterosexual (o viceversa) de forma científica (cabe, desde luego, la acción homofóbica contra uno mismo de anularse en el ejercicio de la pulsión sexoafectiva o de forzar de modo antinatura la sexualidad con personas del otro sexo). Pero aun cuando se descubriera algún método científico para la conversión o transformación de la orientación sexoafectiva estoy convencido de que quienes promueven estas investigaciones lo aplicarían en una sola dirección, es decir con el propósito de erradicar la homosexualidad, y conseguirían que muchas personas homosexuales y bisexuales accedieran al cambio porque el contexto social en la mayoría de los países del planeta estigmatiza, persigue o criminaliza el amor entre personas del mismo sexo. Ahora bien, el atentado contra la dignidad, la riqueza y la diversidad del ser humano sería de proporciones descomunales y constituiría un crimen de lesa humanidad. Sería tanto como pretender eliminar las diferencias de raza o de sexo. Porque ¿cuántas mujeres no desearían ser hombres y cuántos negros no querrían ser blancos en numerosos países del planeta?
Según personas expertas no contaminadas por ideas y prejuicios de carácter homofóbico, es inútil tratar de encontrar las razones de la homosexualidad. De entrada, cabe decir que la gran mayoría de los estudios que se han realizado con esa finalidad parte de un presupuesto ideológico que es acientífico: de la creencia de que la homosexualidad es un fenómeno anormal. Debemos, además, considerar el hecho de que la frontera entre la homosexualidad y la heterosexualidad no está claramente definida. Los deseos sexuales de naturaleza bisexual, con atracción hacia personas de los dos sexos, así nos lo demuestran. No son pocas las personas que tienen en su deseo sexual esa dualidad, con mayor o menor intensidad. Además, numerosas personas heterosexuales alguna vez han sentido una pulsión por alguien de su propio sexo y lo mismo les pasa a muchos gays y lesbianas por alguien del sexo contrario. Porque, al fin y al cabo, la sexualidad humana es compleja y diversa y, en consecuencia, todos y cada uno de los hombres y las mujeres poseemos una sexualidad que casi siempre tiene algún elemento singular y diferenciado, e incluso exclusivo, sobre todo si, superando una concepción genitalista, somos capaces de vivir la sexualidad de una forma amplia y desprejuiciada. Dejemos, por tanto, en paz a la sexualidad para que tome la dirección que quiera en cada persona, según la conjunción personalísima de varios factores: la orientación sexual que posee cada cual, la experiencia sexual propia, los condicionantes sociales, la voluntad y las opciones personales, etc.
Quien quiera analizar la homosexualidad tiene, en definitiva, que analizar la sexualidad globalmente, y se encontrará con una casuística tendente al infinito, con una realidad llena de direcciones, cruces y bifurcaciones sin orden ni concierto, con posibilidades múltiples, y experiencias diversas en la vida de muchas personas. No quisiera terminar esta reflexión sin referirme a un tópico que está muy extendido. Se dice que la homosexualidad (la del hombre, porque rara vez se analiza «científicamente» la de la mujer) es consecuencia del complejo de Edipo no superado. Si así fuera, el hombre heterosexual se habría casi extinguido en Euskadi.