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Mientras esperaba que llegaran los jueces, William Hamling tomó asiento con su esposa e hija en un banco de caoba del ornamentado y atestado santuario del Tribunal Supremo, contemplando los altos techos artesonados, las columnas de mármol, las estatuas clásicas, y sintió, como había sentido hacía décadas en las misas cantadas de su infancia, una mezcla de ansiedad y temor, una temblorosa sensación de grandeza. Esa mañana se respondería a su apelación, se debatiría su destino. Pero, perdiera o ganara, su nombre y su caso, «Hamling contra los Estados Unidos de América», figuraría para siempre en los textos legales, en los libros inapelables de la jurisprudencia estadounidense. Seguía siendo optimista acerca del resultado. Creía que el abogado que le representaba, un hombre diminuto y lisiado al que apenas podía ver en el banquillo de los letrados, al fondo de la sala, era el defensor más convincente del país en materia del indefinido delito del que estaba acusado.
Sin embargo, la mujer de Hamling no compartía su optimismo. Para Frances Hamling, una mujer de carácter fuerte y perspicaz que visitaba Washington por primera vez, ese viaje carecía de sentido; solo era un espectáculo interesante en una sala llena de turistas y de estudiantes de derecho, pero para su marido sería un acontecimiento pro forma que ratificaría la condena que ya le habían impuesto los jueces de los tribunales ordinarios. No es que considerara que los jueces del Tribunal Supremo fuesen superiores; sabía que eran hombres normales bajo las togas de magistrados, hombres nombrados por los políticos, árbitros con prejuicios que ya habían predeterminado el destino de su marido aun cuando todavía tenían que estar presentes en el alto estrado pulido que se alzaba ante ella como un altar.
Como esposa firme y fiel de un editor frecuentemente enjuiciado y como mujer que había sufrido en silencio a lo largo de todos los procesos del hombre con quien se había casado, ya siendo viuda, en 1948, y quien había adoptado con mucho amor a sus cuatro hijos de su relación anterior, se sentía profundamente resentida por el hecho de que otros hombres pudieran enjuiciar la fibra moral de su marido. Durante el último año, su opinión de las autoridades del país se había vuelto cada vez más escéptica y cínica. El fiscal general de la nación, John N. Mitchell, que personalmente había hecho que su marido se enfrentara a un gran jurado debido a la publicación del Informe Ilustrado, estaba siendo ahora procesado por su papel en el escándalo del Watergate. El vicepresidente Spiro Agnew, que había parecido tan moralista en su condena del informe en 1971, había dimitido de su cargo a causa de presiones después de que se le acusara de ganancias ilícitas y evasión de impuestos. Y el mayor hipócrita moral del país, el presidente Nixon, estaba ahora desesperadamente arrinconado en el Despacho Oval debido a los delitos del Watergate. Cada día las noticias de la radio y de la televisión especulaban sobre su destitución o su encarcelamiento.
Y, sin embargo, pensó mientras visitaba como turista la capital que la gigantesca y mastodóntica burocracia continuaba aguantando y costando fortunas a los contribuyentes del país, lo que para ella resultó lo más apabullante de su visita a Washington: la simple magnitud de la burocracia, los interminables edificios grises que albergaban a multitud de empleados, los embotellamientos del tráfico, de majestuosas limusinas y vehículos del gobierno que llevaban de un sitio a otro a un incalculable número de funcionarios y personas que vivían del erario público y que sin duda nada contribuían a un mejor y más eficaz servicio a los estadounidenses.
Eso mismo parecía suceder en el seno del Tribunal Supremo. Cuando ella y su marido recorrían los pasillos, en cada parte del edificio se veían salas llenas de empleados, guardias, recepcionistas, secretarias y contables; pero después de llegar al despacho del oficial de justicia, donde el abogado de Hamling había gestionado que les dieran un lugar especial en la sala del tribunal, se quedaron de una pieza al enterarse de que los subordinados del oficial habían suprimido por equivocación sus nombres de la lista. De modo que en vez de que les asignaran asientos en la parte delantera de la sala para tener una buena vista de los procedimientos, fueron escoltados hasta una hilera de bancos cerca del fondo de la sala, lo que irritó sobremanera a su marido, que, después de haber invertido 400.000 dólares en el caso, creía que se le debía garantizar por lo menos la cortesía del tribunal para esa ocasión especial en que se jugaba la última baza de la batalla legal más costosa de su vida.
A ella tampoco le gustaron los modales de los guardias cuando la registraron, junto con su marido e hija, antes de que les dejaran entrar en la sala. Primero insistieron en que debía quitarse el nuevo abrigo amarillo que había comprado para la ocasión y dejarlo en el guardarropa; luego le abrieron el bolso y se lo revisaron y, cuando descubrieron que tenía una cámara, le recordaron severamente que estaba prohibido sacar fotos y se la confiscaron diciéndole que la reclamara después de la audiencia.
En la sala se sentó al lado de su marido, tratando de reprimir la ansiedad que sentía acerca de su futuro. Cuatro años de cárcel y 87.000 dólares de multa no eran un asunto de poca importancia. Como nadie podía hablar ni murmurar en la sala, se entretuvo contemplando el opulento interior del recinto, las impresionantes columnas blancas y los cortinajes de terciopelo rojo que había al fondo, detrás del pulido banco judicial y los altos sillones de cuero negro. Un reloj dorado colgaba entre dos pilares. Eran las nueve y cincuenta y siete de la mañana, unos pocos minutos antes de la llegada prevista de los jueces. A lo largo del frontispicio delantero de la sala, cerca del alto techo, Frances vio una pieza interesante y voluptuosa de arte clásico: se trataba de un friso dorado y gris de mármol que se extendía a lo ancho de la sala y mostraba unas veinte mujeres, hombres y niños desnudos o semidesnudos, reunidos en diversas poses. Las figuras simbolizaban la sabiduría y la verdad, la corrección y la virtud humanas, pero para ella aquellos cuerpos podían haber representado un grupo de hedonistas y orgiásticos romanos. Le pareció irónico que semejante escena se desarrollara por encima de los jueces que cuestionaban el uso que su marido había hecho de las ilustraciones en el Informe Presidencial sobre Obscenidad y Pornografía.
De repente interrumpió sus pensamientos cuando oyó el ruido sordo del mazo del oficial de justicia. Cuando todo el mundo se puso en pie rápidamente, el heraldo del tribunal empezó a vocear:
—¡Oíd! ¡Oíd! ¡Oíd! Toda persona que tenga asuntos ante este honorable Tribunal Supremo de Estados Unidos debe acercarse y prestar atención…
Súbitamente, de forma majestuosa se abrieron los cortinajes rojos y aparecieron los nueve hombres de negras togas entre los pliegues del terciopelo, avanzaron y ocuparon sus lugares, mientras el heraldo continuaba gritando:
—¡El tribunal queda abierto! ¡Que Dios ilumine a Estados Unidos y a este honorable tribunal!
Sentado en el centro, su rostro sobrio y rubicundo coronado por un mechón de pelo blanco cuidadosamente peinado, estaba el presidente del tribunal, Warren Burger, de sesenta y seis años. A su derecha, pequeño y arrugado, estaba el más veterano de sus señorías, William O. Douglas, de setenta y seis años, miembro del tribunal hacía treinta y cinco años. A la izquierda de Burger estaba William Brennan, con gafas, calvo y de setenta y cuatro años, nombrado por Eisenhower en 1956 y uno de los seis católicos que habían ocupado un sillón en los casi doscientos años de historia del tribunal. A los lados de estos ancianos jueces, estaban los demás, un oriundo del Medio Oeste, de rostro rechoncho y amable de cincuenta y nueve años llamado Potter Stewart; Byron «Whizzer» White, de prominente mandíbula y con cincuenta años, en un tiempo profesor de Rhodes y jugador de fútbol americano que ahora parecía malhumorado bajo una alargada cabeza como un viejo casco protector de jugador de rugby, y Thurgood Marshall, de anchos pectorales, sesenta y seis años de edad y bigotazos, el primer negro que había llegado al Tribunal Supremo. En el extremo del estrado estaban los nombrados por Nixon: Harry Blackmun, atildado, con gafas de montura de pasta y finos labios, de sesenta y cinco años; Lewis Powell, de Virginia, delgado y de aspecto algo frágil, de sesenta y seis años; y el miembro más joven del tribunal, William H. Rehnquist, de cuarenta y nueve años, un conservador de gran estatura y mirada fría, con cabello negro bien peinado y largas patillas cortadas a la navaja.
Con su voz autoritaria, el juez Burger anunció que el primero de los dos casos que se tratarían esa mañana sería el relativo a la película de Hollywood, Conocimiento carnal, que había sido declarada obscena en la ciudad rural de Albany, Georgia. Frances Hamling se relajó al saber que los abogados del caso Conocimiento carnal tendrían un mínimo de media hora para expresar sus argumentos, y el caso de su marido no se trataría hasta dentro de una hora por lo menos. De modo que escuchó con calma y sin sentir ninguna emoción al representante legal de la película, el famoso y apuesto Louis Nizer, que desde detrás del estrado declaró que el proceso a la película era una violación increíble de la ley, una opinión que ya había sido expresada en todo el país por editoriales de numerosos periódicos. Como la película no mostraba ninguna escena pornográfica, el arresto y la condena del propietario de la sala de Georgia había preocupado a la industria de Hollywood, a los medios de comunicación y a la mayoría de los miembros de la profesión legal. Pero debido a la reciente decisión del Tribunal Supremo sobre «pautas o normas comunitarias» en su reciente opinión de cinco contra cuatro en el caso Miller, una pequeña facción de ciudadanos moralistas podía desafiar legalmente incluso a una película ligeramente erótica e intelectual, que era lo que había ocurrido en Albany y luego confirmado por el tribunal de apelaciones de Georgia, un estado que restringía la expresión sexual entre adultos con más severidad que los actos de sodomía de sus ciudadanos con animales de granja.
Sin embargo, tal como hizo resaltar dramáticamente Nizer ante el Tribunal Supremo, Conocimiento carnal no era una película explícitamente sexual, no era abiertamente ofensiva, no era eróticamente excitante y no mostraba ningún contacto genital entre los actores en la pantalla. Por el contrario, se trataba de una obra seria y sutil que habría sido legalmente aceptada en cualquier comunidad de Estados Unidos. Asimismo, era un gran logro artístico de uno de los directores con más talento del país, Mike Nichols, premiado por la Academia. Mientras Nizer continuaba sus alabanzas de la película, Frances Hamling echó un vistazo a la sala para ver si había alguna estrella de Hollywood entre la concurrencia, como, por ejemplo, las estrellas de la película, Jack Nicholson y Ann-Margret. Pero no reconoció a nadie. Debido a que únicamente los abogados podían hablar ante el tribunal, no era necesario que los actores estuvieran presentes. Reconoció entre el público al presidente de la Motion Picture Association of America, Jack Valenti; también se percató de que Valenti se las había ingeniado para conseguir un asiento cerca de la primera fila.
Mientras Nizer seguía hablando, haciendo pausas de vez en cuando para contestar alguna pregunta de los jueces, Frances miró a su rubia hija, estudiante de la Universidad de San Diego, que escuchaba concentradamente. Deborah Hamling, la segunda hija que había nacido del segundo matrimonio de Frances, estudiaba para enfermera. Al lado de Deborah estaba sentada una joven morena de diecinueve años que había dejado sus estudios en Bennington, Judy Fleishman, la más joven de las tres hijas de Stanley Fleishman, el abogado de la empresa de Hamling. Fleishman, que estaba sentado en el banquillo de los abogados, había intervenido ya media docena de veces ante el Tribunal Supremo. Había sido él quien había dirigido la estrategia legal del caso «Redrup contra Nueva York» sobre los dos libros de bolsillo de Hamling que había comprado un policía en Times Square.
A los cincuenta y cuatro años, Stanley Fleishman era reconocido dentro de su profesión como un brillante y dedicado defensor de los derechos de erotómanos y libertinos estadounidenses. Después de más de veinte años defendiendo casos de obscenidad en incontables salas de juzgados —entre sus castos clientes se contaban los distribuidores de Garganta profunda, los editores de las novelas de Henry Miller, los distribuidores de las fotos de Diane Webber y los propietarios del retiro de Sandstone—, Fleishman se enorgullecía de que ninguno de sus clientes jamás había tenido que cumplir una condena de cárcel.
El litigio de Sandstone había sido propiciado por unos pocos funcionarios del condado de Los Ángeles y un grupo de ciudadanos después de que John Williamson abriera su propiedad nudista como club público en 1970, una decisión que según el ministerio fiscal violaba una ordenanza antinudista que se había promulgado en Los Ángeles en los años treinta. Pero después de muchas maniobras legales y varias audiencias, Fleishman logró convencer al Tribunal de Apelaciones Intermedias de California de que la ordenanza del condado era anticonstitucional, una invasión de la intimidad, una interferencia en los derechos a la libertad de reunión y de asociación de los miembros del club Sandstone. A partir de entonces se permitió que Sandstone continuara abierto sin más interferencias.
La defensa de Fleishman en 1965 de una foto de desnudo de Diane Webber, además de las fotos de otras modelos de California que se habían publicado en revistas propiedad del editor de Los Ángeles Milton Luros, fue un juicio más oneroso que el de Sandstone debido a que el gobierno insistió en que el caso se debatiera en Iowa, después de haber probado que algunas de las revistas y libros eróticos de Luros habían sido enviados allí; el juicio en Sioux City, que duró tres meses, se celebró ante un juez anciano y un jurado compuesto casi por entero de mujeres y granjeros. Como el juicio coincidió con la época de la cosecha, casi todos los candidatos varones al jurado pudieron evitar ser incluidos en el jurado. Las diez mujeres del jurado formaban un grupo serio; se sonrojaban y fruncían el entrecejo cuando se mencionaba la palabra sexo, y no resultó sorprendente que condenaran a Luros por obscenidad al acabar el juicio. Pero Fleishman llevó de inmediato el caso al Tribunal de Apelaciones del octavo circuito y logró que se revocara la condena de Luros.
Stanley Fleishman no era un hombre que se desmoralizara por una derrota momentánea. Aunque su cuerpo pequeño había sido atacado y deformado por la polio, se movía con determinación, con ayuda de unas muletas, por los juzgados de todo el país, superando las limitaciones que únicamente él se negaba a reconocer. Nacido en 1920 en el East Side de Nueva York, hijo de padres inmigrantes rusos y judíos, durante años su madre le llevó por el barrio en un carrito especial. A los cinco años fue enviado a un instituto para niños disminuidos en Queens, barrio al que se trasladaron sus padres a fin de poder visitarle con asiduidad. En esa institución, pese al yeso que le cubría casi todo el cuerpo, aprendió a ponerse en pie y a caminar con muletas. Permaneció en esa institución más de diez años, junto con otros cuarenta niños y adolescentes disminuidos físicos, y allí cursó los estudios primarios.
Cuando tenía catorce años, sus padres le trasladaron a una escuela pública de Queens, poniéndole por primera vez en contacto con estudiantes que no eran disminuidos físicos, lo que intensificó su sentimiento de aislamiento. La proximidad cotidiana de las chicas, cuyos sanos y florecientes cuerpos él adoraba en secreto, hacía que imaginara escenas de espléndida fantasía. Pero la mujer con quien estaba más cómodo era su madre, que siempre era cariñosa y protectora, aunque a veces exageraba su papel. Su padre, un hombre humilde que trabajaba muchas horas en la sala de composición del New York Daily News, nunca tuvo una presencia importante en la casa. El único hombre influyente en la juventud de Stanley sería un estudiante de la Universidad de Nueva York llamado Bernard Hewitt, que, en los años treinta, empezó a salir con Florence, la hermana de Stanley, con quien terminaría casándose. Asumiendo el papel de hermano mayor, Hewitt a menudo había intercedido en nombre de Stanley para que se le diera más independencia. De hecho, cuando Stanley cumplió los dieciocho, Hewitt convenció a la señora Fleishman de que debía enviar a su hijo a una universidad lejos del hogar, a un campus donde él tuviera la libertad de salir adelante como pudiera, sin la continua atención, cuidado y preocupación de su madre. Stanley estuvo de acuerdo con esa sugerencia, y anunció que quería ir a la Universidad de Georgia.
Conocía Georgia porque allí era adonde iba a descansar y nadar en las aguas curativas de Warm Springs su héroe, también víctima de la polio, Franklin D. Roosevelt. Si bien Fleishman no tenía ni idea de lo lejos que estaba el instituto de Warm Springs del campus en Athens, supuso que estaría lo suficientemente cerca para disfrutar de visitas frecuentes al presidente. Con esa vívida imagen en la cabeza, Stanley Fleishman subió los peldaños de un vagón de tren en la estación de Pennsylvania en 1939 y empezó el largo viaje al sur al ritmo de las ruedas de acero que resonaban en la noche.
Al día siguiente, conoció a un grupo de soldados que le enseñaron a jugar a los dados; y después de expresar su deseo de participar en el juego, procedieron a quitarle los 70 dólares que era lo único que llevaba. Por fortuna, al llegar a la estación término de Athens, un vehículo que iba a la universidad esperaba para llevarle al campus, pero una vez allí descubrió que había exagerado mucho sus posibilidades de moverse como estudiante independiente. A diferencia de los edificios que conocía del norte, los grandes recintos académicos de Georgia no tenían pasamanos y él tardaba horas en subir y bajar las escaleras. En la ducha de su dormitorio tampoco tenía dónde cogerse, y durante las primeras dos semanas se sintió tan desorientado que, pese a la ayuda que le ofrecieron algunos amables estudiantes aunque torpes, tardó tres semanas en deshacer sus maletas y aún más en aprender a no perder el equilibrio en las resbaladizas baldosas del lavabo.
Pero en el transcurso del primer año empezó a ganar confianza y a tener una sensación de liberación al estar lejos del apoyo dominante de su madre; y si bien solo era un alumno regular, aprobó todos los cursos. De noche, en el dormitorio, le encantaban las largas charlas con los demás estudiantes y le impresionaban especialmente las enormes diferencias de actitud que existían entre sureños y norteños con respecto a la política, el gobierno y la vida en general. Durante la última parte de su primer año en Georgia, creyó que estaba preparado para efectuar su primera peregrinación en tren, cruzando medio estado, hasta Warm Springs, pensando que el gran demócrata liberal le abriría amablemente las puertas en cuanto se enterara de la llegada de un estudiante lisiado que le admiraba. Pero al llegar a la entrada del balneario, que le recordó las fotos que había visto en libros sobre las plantaciones del Sur, se vio ante unos enormes guardias negros que se mostraron amables pero firmes al informarle que «los pacientes de fuera» no se aceptaban en el balneario. Cuando Fleishman preguntó dónde estaba el presidente, a quien él quería solicitar personalmente su entrada en el lugar, le comunicaron que estaba en Washington. Haciendo gala de la habilidad oral que luego le distinguiría como abogado, Fleishman se impuso a los guardias, que por lo menos le permitieron entrar; les explicó que había viajado horas con la esperanza de visitar la famosa Pequeña Casa Blanca del presidente. Al final aceptaron mostrarle el lugar y que almorzara allí. Después le subieron al próximo tren que salía rumbo al campus de Georgia.
Mucho más hospitalaria fue la visita de Stanley Fleishman a un burdel de Athens llamado Effie’s, al que acudían hombres del pueblo y unos cuantos estudiantes. Allí Fleishman tuvo su primera relación sexual, un acto de satisfacción tan maravilloso que cuando abandonó el burdel decidió que sin duda debía volver, lo que hizo tiempo después. Durante su segundo año de carrera tenía la suficiente confianza en sí mismo para dirigirse a compañeras de estudio y pedirles citas; pero si bien a ellas parecía gustarles ir al cine en su compañía y a las salas de reuniones de los estudiantes, las veladas acababan sin que resultara afectada en absoluto la relativa virtud de las jóvenes.
Cuando estaba a punto de empezar el último curso, Fleishman empezó a ver su futuro en el ámbito del derecho; se veía como un sabio consejero y hábil orador cuya realización profesional no se vería perjudicada por las muletas, que siempre habían sido su carga. Cuando, en el verano de 1941, recibió ayuda económica para asistir a la Universidad de Columbia, decidió olvidarse del Sur y residir en su Nueva York natal, manteniendo al mismo tiempo su independencia de la familia al ir a vivir a un apartamento de Morningside Heights, en el campus de la universidad.
Pero después de licenciarse por la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia en 1944, y de dos años de empleo como socio legal, trabajando en casos testamentarios y litigios laborales —y después de perder el equilibrio y caer a menudo en las calles heladas de Nueva York mientras los taxis y los autobuses esquivaban su cuerpo caído—, Fleishman llegó a la conclusión de que viviría mejor en una ciudad cálida, con palmeras y clima tropical. En 1946 partió hacia Los Ángeles; al año siguiente pasó el examen estatal y jamás se arrepintió de su traslado al Oeste, aun cuando en 1948, mientras viajaba en un coche conducido por un colega, tuvo un accidente que le mantuvo hospitalizado nueve meses.
Poniendo en práctica sus conocimientos de derecho desde la cama y en nombre propio, demandó al conductor que había provocado el accidente y ganó 10.000 dólares en concepto de indemnización. También se hizo amigo de la especialista en dietética del hospital, una mujer con la que se casaría en 1949. Cuando el hospital se negó a pagarle una semana extra de salario que ella insistía que se le debía desde hacía mucho tiempo, Fleishman demandó al hospital y cobró el dinero con intereses.
Fleishman se ganó el primer reconocimiento profesional como abogado en Los Ángeles a principios de la década de 1950, el período de la purga de Hollywood de los supuestos comunistas que trabajaban en la industria del cine. Si bien ninguno de los clientes de Fleishman figuraba en las famosas «listas negras» de Hollywood, los demás abogados reconocieron y admiraron sus grandes esfuerzos en una serie de oscuros casos que involucraban a supuestos agentes subversivos. Uno de sus defendidos era un guionista y profesor que había sido arrestado como simpatizante del Partido Comunista y a quien se retenía sin fianza indefinidamente en una cárcel de Los Ángeles pese a las indignadas protestas de Fleishman. Al día siguiente de una de esas protestas, Fleishman leyó en los periódicos que el juez William O. Douglas había llegado a San Francisco para asistir a una conferencia de jurisconsultos federales del noveno circuito, la región judicial del Oeste que presidía Douglas. Aunque Fleishman no tenía una cita concertada con el juez, ni estaba seguro de que fuera apropiado dirigirse en privado a un miembro del Tribunal Supremo, abandonó de inmediato su despacho y se encaminó al aeropuerto, voló a San Francisco, tomó un taxi hasta el lugar de la reunión y esperó horas en los pasillos hasta que contestaron el mensaje que había enviado a Douglas, lo que dio como resultado la recomendación de fianza de Douglas y una audiencia que liberaría al cliente de Fleishman de la cárcel.
A finales de la década de 1950, cuando los pornógrafos sustituyeron a los comunistas como chivos expiatorios de la sociedad, Fleishman trabajaba a veces sin cobrar honorarios para tener la oportunidad de defender casos de obscenidad basándose en la Primera Enmienda, una postura legal que en aquellos días era tan insostenible para los jueces como confusa para los acusados, pues solo unos pocos de ellos habían oído hablar de la Primera Enmienda, y menos aún compartían las portentosas ilusiones del joven Fleishman acerca de sus derechos constitucionales. Aunque los pornógrafos temían la cárcel, estaban resignados a la mala suerte como la mayoría de los jugadores de azar; y debido a que las mayores pasiones de sus vidas poco tenían que ver con la libertad literaria, o con el sexo, y muchísimo con el dinero, su solución pragmática para evitar el encarcelamiento era ofrecer sobornos a la policía o tratar de burlar la ley cambiando incesantemente de domicilio.
Pero Fleishman desempeñó un papel destacado haciendo que los pornógrafos cambiaran de actitud; no les sermoneaba sobre la ley, sino que demostraba con sus propios éxitos en los tribunales que las leyes de obscenidad eran flexibles, susceptibles de ser doblegadas, de adquirir nuevas formas y extenderse a fin de ampliar las libertades. Al igual que el escritor inglés Kenneth Tynan, Fleishman consideraba que la pornografía era beneficiosa para la mayoría de la humanidad; «alivia la soledad», escribió Tynan, y ofrece la «ilusión del escape» a gente que sexualmente está «condenada a las celdas solitarias», o son incapaces por diversas razones de dar variedad sexual a sus vidas. Debido a que a Fleishman nunca le había repugnado la pornografía desde sus días de estudiante, y gozaba mirando fotos de cuerpos bien formados dedicados a llevar a cabo actos que él podía apreciar, era una especie de acusado en cada caso de obscenidad en el que participaba, y para él no había caso pequeño si estaba relacionado con el sexo y la censura.
En Los Ángeles defendió con éxito al propietario de una taberna con camareras en topless, a un comerciante de ventas por correo que vendía unos posavasos con una foto de Marilyn Monroe desnuda y al dueño de una tienda de Beverly Hills que tenía estatuas de desnudos en la vitrina, entre ellas una réplica del David de Miguel Ángel. Entre los triunfos más importantes de Fleishman se encontraba el caso ante el Tribunal Supremo de «Smith contra California», en el que argumentó que a su cliente —un librero llamado Eleazer Smith que había sido arrestado por tener a la venta un libro titulado Sweeter Than Life— no podía considerársele responsable a menos que la policía probara que Smith conocía la naturaleza obscena del libro. En otra decisión del Tribunal Supremo («Una cantidad de ejemplares de libros contra Kansas»), Fleishman consiguió de los jueces rígidas restricciones en las tácticas de registro y secuestro que podían emplear los agentes antivicio cuando entraban en almacenes o librerías. Fleishman también viajó a distintos estados —Michigan, Iowa, Texas, Arizona, Hawai— cuando defendió el derecho de Sanford Aday a publicar Sex Life of a Cop; y en una ocasión, después de volar a través de una tormenta de nieve hasta Chicago, y de que le ayudaran a bajar la resbaladiza escalerilla, Fleishman entró en la sala de un juzgado para argumentar a favor de un comerciante dueño de una tienda de tabaco al que habían cogido vendiendo una revista llamada Exotic Adventures. Al insistir en que la descripción y discusión del sexo tenían derecho a la misma protección legal que la descripción y discusión de la religión o la política, Fleishman dijo ante el jurado: «En la raíz de toda supresión existe un miedo a lo no ortodoxo, ya sea en religión, política o moral, un miedo que no puede tener lugar en nuestro país. —Y entonces añadió—: Solo un pueblo temeroso del sexo puede pensar que Exotic Adventures es peligrosa. Quienes observen una actitud sana para con el sexo, pueden encontrarlo aburrido o entretenido, según su gusto. Sin embargo, rechazan con razón la idea de que la revista puede corromper a una persona común».
Después de deliberar seis horas, el jurado determinó que el acusado era inocente.
Aunque Stanley Fleishman había ganado todos los casos de su cliente William Hamling, su último viaje a Washington a mediados de abril de 1974 para defender el folleto ilustrado era motivo de profunda preocupación, ya que ahora debía vérselas con un Tribunal Supremo de mayoría conservadora que, si votaba como lo había hecho el año pasado en el caso Miller, era inevitable que su cliente acabara entre rejas. Si bien Fleishman estaba razonablemente seguro de que su posición legal se vería apoyada por los jueces Douglas, Brennan, Stewart y Marshall —los cuatro discrepantes en el caso Miller—, sabía que tendría problemas con los otros cinco, cuya aversión a la pornografía no solo era evidente por la manera en que habían votado en el pasado, sino que ahora había quedado de manifiesto en artículos periodísticos escritos por corresponsales de Washington como Nina Totenberg, que obviamente tenía fuentes de información en el Tribunal Supremo. Al describir cómo los jueces reaccionaban mientras miraban películas pornográficas en la sala de proyección del tribunal, la señorita Totenberg escribió que el juez Powell parecía muy molesto, que el juez Blackmun se puso «catatónico» y que el juez White se inquietó y calificó esas películas de «porquerías». Aunque el miembro más joven del tribunal, el juez William H. Rehnquist, en un tiempo había sido descrito en The New York Times como un subrepticio «observador de mujeres» en los tribunales, se sabía que estaba tan en contra de la pornografía como el presidente del tribunal Burger, que, por lo general, no asistía a las proyecciones.
También ausente casi todo el tiempo, pero por razones distintas a las de Burger, estaba el juez Douglas, que, interpretando la Primera Enmienda como anulatoria de la censura sexual, se mostrase lo que se mostrase en la pantalla, no podía justificar el pasar la mitad de su atareada jornada sentado en una sala a oscuras mirando lo que supuestamente era el último escándalo calificado como X. El juez Brennan, un anciano católico que en una época se había opuesto a la pornografía, en los últimos años parecía haberse acostumbrado tanto a ella que ya no le molestaba. Normalmente votaba con Douglas para permitirla basándose en la Primera Enmienda. El único que, según Nina Totenberg, parecía divertido al mirar las películas era el juez Thurgood Marshall, a quien habían oído reír en la sala de proyecciones y hasta animar ocasionalmente a los protagonistas. El juez Potter Stewart, el cuarto miembro del tribunal que solía oponerse a la censura sexual, escribió diez años antes en el caso Jacobellis que ciertamente la obscenidad era difícil de definir, pero «la reconozco en cuanto la veo», un comentario que más tarde haría que los periodistas se refirieran en privado a la actitud de «Casablanca» de Stewart, es decir, si lo que el juez Stewart veía en las películas eróticas no era peor que lo que él había visto durante la guerra cuando visitó como marino el puerto de Casablanca, entonces no era obsceno.
Fleishman, sentado en el banquillo de los letrados y consciente de que dentro de pocos momentos tendría que dirigirse al Tribunal Supremo, sintió una creciente ansiedad y una pizca de irritación, esto último atribuible en parte al hecho de tener que estar sentado durante una hora escuchando la argumentación de Louis Nizer en el caso Conocimiento carnal. Al pedir la libertad de su cliente, Nizer perjudicaba innecesariamente a Fleishman recalcando con cierto exceso la calidad artística de la película de Mike Nichols, diferenciándola del material clasificado X que normalmente podía verse en la calle Cuarenta y dos, mientras que Fleishman sabía que directores como Mike Nichols jamás gozarían de una completa libertad profesional si no lo hacían los directores de obras como Garganta profunda.
Pero Fleishman trató de reprimir su resentimiento y de concentrarse en lo que diría en defensa de Hamling. El punto central de su argumentación sería que Hamling había sido cogido injustamente en un período de transición legal; que le había sentenciado en 1972 a una larga condena y a una multa enorme un juez de San Diego que había instruido al jurado a aplicar normas «nacionales» en vez de «comunitarias» para decidir si el folleto ilustrado de Hamling era socialmente aceptable. En el juicio de San Diego, Fleishman hubiera preferido que Hamling fuera juzgado según normas comunitarias, ya que entonces podría haber presentado como prueba válida un estudio de la ciudad que demostraba que la comunidad de San Diego era sexualmente más liberal que el resto del país en su conjunto. Asimismo, habría presentado ante el jurado a un número de respetables ciudadanos, que habrían declarado a favor de Hamling. Pero después de que los esfuerzos de Fleishman en esa dirección fueran desautorizados como fuera de lugar y de que el gobierno ganase una condena basada en normas nacionales, el Tribunal Supremo interpretó la ley en su decisión Miller como que debían prevalecer las normas comunitarias sobre las nacionales en todos los casos de obscenidad, lo que motivó que Fleishman solicitara un nuevo juicio en San Diego, un juicio que se realizaría según los criterios de la comunidad. El Tribunal de Apelaciones del noveno circuito de California denegó, sin embargo, esa petición y confirmó la condena y la multa de Hamling. De modo que ahora, en esa mañana primaveral de 1974 en Washington, la única esperanza de Fleishman, aunque remota, era que por lo menos cinco de los nueve jueces vetaran las sentencias de los tribunales ordinarios, creyendo que era injusto encarcelar cuatro años a un hombre y multarle con 87.000 dólares por haber enviado por correo folletos de papel satinado que elogiaban el Informe Ilustrado, criticaban el rechazo del presidente Nixon de las conclusiones de la Comisión y mostraban también varias fotografías en color de gente desnuda masturbándose, practicando felaciones y participando en sesiones de sexo en grupo.
Por supuesto, las fotografías y el modo en que cada juez reaccionaría ante ellas después de examinar el folleto de Hamling en sus cámaras privadas determinarían en gran parte la suerte de Hamling. Fleishman sabía que por eso las decisiones sobre obscenidad eran impredecibles con tanta frecuencia: se tomaban subjetivamente, emocionalmente y, por último, personalmente. Hay un antiguo dicho entre los letrados especializados en la Primera Enmienda según el cual «obscenidad» es todo aquello que provoca una erección en el juez. Fleishman creía lo mismo de muchos fiscales, censores y miembros del jurado: un hombre podía disfrutar una noche de una película pornográfica en el local de su asociación de veteranos y, al día siguiente, como jurado, votar en contra del director de la misma película. Los ciudadanos ultraliberales que favorecían la rehabilitación de los asesinos confesos y se oponían a duras condenas contra los traficantes de drogas y asentaban sus firmas en incontables peticiones radicales, a menudo aceptaban y hasta aplaudían las redadas policiales de librerías eróticas y el encarcelamiento de sus propietarios. «Mientras los moralistas de la izquierda se oponen por principio a la censura —escribió Alain Robbe-Grillet—, ellos también tienen principios, es decir, valores morales heredados del pasado y muy pronto se encuentran opuestos a los pornógrafos y del lado de los censores.» O como comentó Gershon Legman al hablar de la ética estadounidense: «Un crimen es un crimen. La descripción del crimen no lo es. El sexo no es un crimen. Describirlo lo es».
Sin duda, parte del problema, tal como sabía Fleishman y como escribió Tynan, es que la pornografía tiene «intención orgásmica», uno de sus propósitos fundamentales es provocar erecciones en los hombres y permitirles la masturbación; en consecuencia, resulta difícil defender la pornografía sin defender al mismo tiempo la masturbación, y ese, para citar a Shakespeare, es el problema, ya que la masturbación sigue siendo, en la opinión de muchos, un acto antinatural, un placer delictivo, la admisión del fracaso en la seducción de una mujer que podría ser un sustituto superior para las princesas que reinan diez minutos sobre una almohada. La Iglesia deplora la masturbación como semen perdido; muchas parejas como egoísmo sexual, y los libros que la inducen raramente se consideran literatura, aun cuando el crítico Lionel Trilling una vez reconoció que no veía ninguna razón «por la que la literatura no habría de tener como una de sus intenciones la excitación de pensamientos lujuriosos». Pero la literatura lasciva y su culminación orgásmica jamás han sido toleradas como acto idóneo de libertad de expresión por los intérpretes judiciales de la Primera Enmienda, en parte porque el Tribunal Supremo lo han compuesto generalmente, desde el siglo XVIII, ancianos cuya ascensión estuvo marcada por el conformismo ante la ley y la norma oficial, y quienes han mantenido a lo largo de sus vidas, por lo menos en apariencia, una pauta casi mística de moralidad. Con la excepción del juez Douglas, ninguno se ha divorciado jamás. Y con la otra excepción de un juez que sufrió un paro cardíaco mientras supuestamente estaba en la cama de una mujer soltera, ningún miembro del tribunal ha dado jamás pie a sospechas de haber tenido una amante.
Si el elemento afrodisíaco inherente a la pornografía ha influido en algún momento en las costumbres cotidianas o el comportamiento privado de algún juez, ninguno lo ha reconocido en un diario o memoria publicado póstumamente. Y durante las audiencias sobre obscenidad en el edificio del Tribunal Supremo, la actitud de los jueces ha sido absolutamente formal y desapasionada. Todas sus referencias al sexo están siempre matizadas por circunloquios y pronunciadas en el lenguaje arcano de la ley, incluso cuando el material que juzgan rebosa de elementos lascivos y seductores, de supermachos y resbaladizas mujeres encantadoras, de damas flexibles y hombres musculosos que sudan descaradamente en circos de lujuria, o cuando, como en el caso del folleto de Hamling, que el ministerio fiscal había presentado como prueba y que ahora Fleishman debía defender, se muestra sin la menor vergüenza o reparo a parejas masturbándose, copulando y sodomizándose.
Con voz estentórea, el presidente Warren Burger anunció al tribunal:
—Seguidamente escucharemos las argumentaciones de 73505, «Hamling contra Estados Unidos».
Con un movimiento de cabeza desde su alto estrado en dirección al letrado, añadió:
—Señor Fleishman, creo que puede proceder en cuanto esté preparado.
Fleishman salió de detrás de la mesa de los letrados, y con un movimiento circular colocó su pequeño cuerpo entre las dos muletas y avanzó con la fuerza de sus hombros hacia el podio. Al principio su cuerpo pareció como de gnomo, una pequeña figura con un traje oscuro, avanzando lenta, ruidosa, pesadamente por delante del estrado. Pero cuando se detuvo en el podio y se dirigió a los jueces, después de colocar en una posición firme sus muletas, de repente pareció superar cualquier apariencia de fragilidad. Tenía los hombros anchos. La cabeza, bien erguida y con espeso cabello negro rizado. Con una mandíbula y una nariz prominentes y unos ojos profundos y penetrantes, su cara era la de una escultura, angulosa y fuerte; cuando estuvo solo delante de los jueces, su presencia sugirió la de una obra de arte inacabada, una cabeza y un torso heroicos sostenidos por una mínima estructura. En cuanto empezó a hablar, su voz resonó y reverberó en la gran sala llegando hasta la última fila. A diferencia de muchos abogados que se presentaban ante el Tribunal Supremo, Fleishman no parecía intimidado, mostrando una actitud que hubiera bordeado la chulería de no haber sido por su proceder respetuoso y formal. Era un abogado defensor que no estaba a la defensiva.
—Señor presidente y con la venia del tribunal… —empezó a decir—. El señor Hamling ha sido condenado a cuatro años de cárcel… incluyendo [una multa de] ochenta y siete mil dólares por haber enviado por correo un folleto que no molesta a nadie. El folleto promociona un libro, un libro de claro y serio valor político. El libro es una versión ilustrada de un informe gubernamental que llega básicamente a la conclusión de que las leyes sobre la obscenidad en una comunidad libre como la nuestra requieren que se permita a adultos responsables decidir por sí mismos acerca de si se expondrán o no a un material sexualmente explícito. […]
El presidente Burger se inclinó hacia delante y preguntó:
—¿El informe original estaba ilustrado, señor Fleishman?
—No, señor, no lo estaba —replicó Fleishman, pero de inmediato añadió que en el juicio de Hamling en San Diego, dos ex miembros de la Comisión Presidencial habían declarado que el informe ilustrado de Hamling era «más valioso» que el original porque sus ilustraciones clarificaban al lector el tipo específico de material sexual que había preocupado al Congreso y que había propiciado la constitución de la Comisión investigadora presidencial.
—¿Existió alguna razón —preguntó el juez Rehnquist— para que los miembros del jurado no estuvieran en libertad de no creer a estos testigos del mismo modo que podían hacerlo con otros?
—Creo que no, excelencia… —dijo Fleishman—. Un comisionado que pasó dos años trabajando en el informe simplemente tiene una opinión más autorizada que la de cualquier miembro lego del jurado.
—Pero —insistió Rehnquist— los miembros del jurado no creen a los expertos por una serie de razones, ¿no es así? Y no hay ninguna norma legal que afirme que ellos tienen que creer.
—Así es, señor —dijo Fleishman rápidamente, sin ningún deseo de seguir debatiendo ese punto; solo tenía media hora, y parte de ese tiempo sería utilizado por su colega Sam Rosenwein para defender a los tres empleados de Hamling que habían colaborado en el libro ilustrado y el folleto. Asimismo, aun antes de que diera comienzo la audiencia, Fleishman había descartado el voto de Rehnquist, sabedor de que este se oponía tanto a la pornografía como Burger y Blackmun. En cambio, Fleishman había decidido dirigir casi toda su argumentación a los jueces White y Powell, pues esperaba que uno de ellos votara con los cuatro miembros liberales del tribunal. Aunque White y Powell distaban mucho de ser intérpretes liberales de la Primera Enmienda, en el pasado habían parecido menos moralistas y predecibles que Rehnquist, Blackmun y Burger. Quizá pudieran dar crédito al argumento de que Hamling había sido cogido en un «período de transición», en una «tierra de nadie» constitucional: Hamling había caído en San Diego víctima de una sentencia judicial basada en una lógica legal que en 1973 había sido declarada ilógica por los mismos miembros del Tribunal Supremo a los que ahora estaba enfrentándose Fleishman.
Mientras seguía dirigiéndose a los jueces, dijo refiriéndose a la decisión Miller de 1973:
—Este tribunal ha dicho que no a las normas nacionales; son improbables, carentes de precisión, irrealistas; son abstractas. Y este tribunal ha dicho que un jurado que trate de definir la cuestión de la obscenidad en el marco de las normas nacionales se lanzaba a un ejercicio inútil. Por lo tanto —continuó diciendo Fleishman y alzando la voz—, los solicitantes [Hamling y otros] fueron condenados por ofender normas que simplemente, en las propias palabras de este tribunal, no existen.
Fleishman razonó que, ya que las normas comunitarias son soberanas en casos de obscenidad, su cliente merecía algo mejor de lo que había recibido en San Diego, donde el juez había obstaculizado todo intento de la defensa de presentar pruebas relacionadas con las normas locales de la comunidad.
—Por ejemplo —recordó—, llamamos a una testigo que había realizado un estudio en la zona de San Diego con respecto al folleto en cuestión. Y, sobre una base científica, preguntó su opinión a setecientas dieciocho personas acerca del folleto. Por inmensa mayoría, tal como está registrado, fueron de la opinión de que, esencialmente, el folleto debía circular libremente entre el pueblo estadounidense en general. Sin embargo, se excluyó esa prueba únicamente debido a que la prueba válida debía basarse en normas nacionales, no locales. De modo que si vamos a seguir de nuevo la sugerencia del gobierno de que solo se deben usar normas locales, entonces está claro que tiene que haber un nuevo juicio.
William Hamling, sentado en la sala llena de gente y rodeado por gente que no le reconocía como el principal protagonista del caso, meneaba ocasionalmente la cabeza como dando su asentimiento a las palabras de su abogado. A su lado, su mujer Frances miraba los rostros distantes de los jueces, buscando alguna indicación de cómo estarían reaccionando a las palabras de Fleishman. No pudo ver nada. Al lado de su hija Deborah, que parecía tensa, estaba la hija de diecinueve años de Fleishman, que parecía en calma. Judy Fleishman ya había acompañado a su padre en otros casos y confiaba que este, como los anteriores, tendría un final favorable.
Mientras tanto, los alguaciles del tribunal caminaban de un lado a otro de la sala, observando a los espectadores y asegurándose de que nadie usaba un magnetófono, una cámara o tomaba notas; estaba prohibido susurrar, sentarse con las piernas cruzadas o con los brazos apoyados en los bancos de delante. De repente, uno de los alguaciles se detuvo en el pasillo donde estaban sentados los Hamling, echó una mirada furibunda a Judy Fleishman y la señaló con un dedo. La había pillado con un chicle en la boca. Con la mayor naturalidad de que pudo hacer gala, Judy se lo sacó de la boca, lo envolvió en un kleenex y se lo guardó en el bolsillo de su vestido.
Cuando volvió a dirigir su atención al estrado, vio que su padre cedía su lugar por el momento a su asociado Sam Rosenwein, un calvo de cabello gris ralo que explicó a los jueces:
—El asunto al que me aboco es el de conocimiento culpable y de cuál es el requisito mental necesario para su proceso constitucionalmente justificado… —después de una pausa, Rosenwein prosiguió—: En respuesta a nuestra moción por un caso especial, el ministerio fiscal declaró que no estaba afirmando que estos defendidos supieran de hecho que el material fuese obsceno. Lo único que señalaba era que conocían el contenido del folleto y que eso era suficiente para satisfacer el requisito procesal.
—¿Está usted sugiriendo, señor Rosenwein —preguntó el presidente Burger—, que, a fin de justificar un caso, el manipulador del material debe reconocer que es obsceno antes de que lo distribuya o haga público?
—Mi argumento —replicó Rosenwein— es simplemente el siguiente: que se debe probar sin sombra de duda que conocía el contenido, y que, con ese conocimiento, distribuyó intencionadamente el material a fin de apelar al interés lascivo. Eso, pienso, es un deber del ministerio fiscal en un proceso de obscenidad.
En la mesa del fiscal, escuchaba el fiscal de Hamling, un joven barbudo de la Universidad de Yale y de la oficina del procurador general llamado Allan Tuttle. Tras haberse arreglado la barba esa mañana hasta volverla aceptable para el acto judicial y ensayado muchas veces en privado la argumentación que pronunciaría, Tuttle se sentía personal y profesionalmente preparado. Fiel a una tradición seguida por todos los letrados gubernamentales cuando se presentaban ante los jueces del Tribunal Supremo, Tuttle estaba vestido de manera formal con una chaqueta negra de chaqué y pantalones de rayas grises, chaleco blanco y corbata plateada de seda. Aunque personalmente no se sentía ofendido por ilustraciones explícitamente sexuales, y hojeaba con timidez las páginas de Penthouse cuando iba a su peluquería de Washington, Tuttle creía que el folleto de Hamling era excesivamente gráfico y legalmente obsceno. Si Hamling hubiera incluido solo unos cuantos fragmentos del Informe Presidencial, el folleto podría haberse considerado carente de propósito serio; y si bien las palabras de réplica de Fleishman a la argumentación de Tuttle serían las últimas que se escucharían en el debate oral, Tuttle no se podía imaginar lo que Fleishman podría decir en defensa de ilustraciones como la de la Godiva desnuda que lamía el pene de un caballo.
Cuando el juez Burger hizo pasar por último a Tuttle después de que Rosenwein hubiera terminado, Tuttle no perdió el tiempo en desafiar el valor del folleto.
—Señor presidente, y con la venia del tribunal… —empezó a decir Tuttle—. Invito a este tribunal a considerar el material en cuestión. El folleto consiste en una sola página. A un lado, hay una fotografía de la cubierta del Informe Ilustrado junto a un cupón que indica dónde se pueden comprar ejemplares; el anverso consiste enteramente en un collage de fotografías que muestran una serie de escenas sexuales, incluyendo escenas de sexo en grupo, coito heterosexual y homosexual, sodomía, bestialidad y masturbación. Esto es pornografía según cualquier definición y juzgada por las normas de cualquier comunidad local.
»Sin embargo, los solicitantes dicen que se debe revisar la condena —continuó diciendo Tuttle—. Arguyen que Miller nos enseña que los estatutos federales sobre obscenidad eran constitucionalmente vagos, al menos hasta la decisión Miller… [pero] cuando leo el caso Miller, el tribunal encontró que la definición Roth, o algunos aspectos de la definición Roth, por ejemplo, el “absolutamente sin valor de redención social” era constitucionalmente innecesario y difícil de probar, si no imposible; y el tribunal formuló una interpretación diferente. Pero no creo que el tribunal pensara, cuando se decidió que Miller sería la norma para juzgar casos de obscenidad en el futuro, que todas las condenas anteriores, utilizando la definición Roth, eran anticonstitucionales o estuvieran dictadas anticonstitucionalmente, o que la formulación con la que se obtuvieron anulaba esas mismas condenas…
—Entonces, esos casos suponían —interrumpió el juez Potter Stewart— que, a fin de no ser deficientes constitucionalmente, los estatutos tenían que ser muy específicos.
—Sí, excelencia, iba a decir eso […] el requisito en Miller de que los estatutos de obscenidad se limitaran a descripciones de conducta sexual específicamente descritos es ley estatal aplicable […] y dice que sí y cuando existe una seria duda en cuanto a la vaguedad de los estatutos federales, nosotros estamos preparados para inferirlos como limitados a los ejemplos de conducta sexual pornográfica. Y de hecho…
—Eso no se puede hacer después de una condena, ¿verdad? —dijo el juez Stewart.
Tuttle y Stewart prosiguieron el debate, y Tuttle habló sin interrupción durante varios minutos hasta que el juez Stewart volvió a interrumpirle con una serie de preguntas, la mayoría de ellas referidas a cómo las distintas comunidades podían interpretar con justicia y hacer cumplir la ley federal postal que había perjudicado a Hamling.
—Miller estaba relacionado con una ley estatal —recordó Stewart a Tuttle— que no tenía más amplitud que la de su propio estado. Pero en este caso [Hamling] estamos tratando con una ley federal [la Ley Comstock].
Y Stewart añadió que en la actualidad esa antigua ley postal tenía incontables interpretaciones a lo largo y ancho del país. Era como si, sugirió Stewart, «alguien de la oficina del fiscal general nos dijera que el Código Impositivo iba a tener interpretaciones diferentes en distintas partes del país».
Pero según replicó Tuttle:
—La razón por la cual este tribunal volvió a normas locales temporales en un caso estatal [«Miller contra California»] fue porque se dio cuenta de que no tenían total éxito los esfuerzos de los jurados por formular y conseguir una pauta nacional. Si eso es verdad, entonces también es verdad con respecto a un jurado que intente juzgar un proceso federal de obscenidad.
—¿Tiene algo que ver la Primera Enmienda con las normas nacionales? —preguntó el juez Douglas.
—Por supuesto —replicó Tuttle—. El tribunal, al considerar la Primera Enmienda, desarrolló un requisito de norma nacional. Lo único que estoy diciendo [con respecto a las restricciones postales federales de la Ley Comstock]… es que el Congreso, y no creo que tuviera en mente una norma nacional o local, pensó en el material obsceno tal como lo encontraría un jurado. Y esa es nuevamente la lección de Miller.
—Supongo que es verdad —añadió el juez Burger— que tener una destilería ilegal en Kentucky, o algún otro estado, podría determinar una reacción de los miembros del jurado distinta que si el caso se tratase en otros estados, donde no es una forma tan generalizada de ganarse la vida. No obstante, el estatuto sería el mismo estatuto, ¿no es verdad?
—Sí —contestó Tuttle—, hay una serie de delitos que en la mayoría de los casos…
—Pues —interrumpió el juez Thurgood Marshall—, ¿podría decir usted que en el estado de Nueva York una destilería no es una destilería? —A Tuttle le confundió la pregunta—. ¡Es una destilería o no es una destilería! —gritó Marshall con impaciencia, sorprendiendo a Tuttle—. ¡Es la misma destilería en Nueva York que en Kentucky!
—Estoy de acuerdo, juez Marshall —dijo Tuttle—, y por esa razón dije en esos casos…
—Pero en este caso —continuó Marshall—, usted podría tener Conocimiento carnal aquí, una destilería en Kentucky y no en Nueva York.
—Quizá Conocimiento carnal exceda los límites de moralidad de Albany, Georgia —dijo Tuttle—, y de hecho Conocimiento carnal es muy posible que sea considerada como una apelación a los instintos lascivos de la persona media en Albany, Georgia, pero eso depende del tribunal…
—Señor Tuttle —interrumpió el juez Marshall más calmado—, mi única cuestión es: yo pensé que usted infería que Miller cambió la determinación del estatuto [Comstock].
—No pensé que Miller fuera simplemente una determinación…
—Permita que le pregunte. ¿Qué le hizo Miller al estatuto?
—El estatuto solo habla de material obsceno…
—Así es —dijo Marshall.
—Desde Roth, el tribunal se ha encargado de proveer de contenido a lo que eso significa —continuó diciendo Tuttle—, y en cada uno de los casos, la formulación del tribunal ha sido una formulación ligeramente matizada. Miller proporcionó una formulación, que ha sido citada hoy, y Miller decía que con respecto a las normas locales, se tenía que hacer referencia a las normas locales contemporáneas de la comunidad en su conjunto.
—¿Podría usted aconsejar a un cliente si debe declararse culpable o no? —preguntó el juez Douglas, añadiendo—: ¿Está suficientemente claro [el estatuto] o es tan oscuro que está abierto a la posibilidad del azar?
—Pienso —repitió Tuttle— que eso es bastante evidente, señor juez. El concepto de obscenidad no se presta a los tipos precisos de medida que tienen muchos otros elementos del estatuto criminal. […]
—Bajo este estatuto federal —teorizó Douglas—, la acción de hacer envíos por correo desde Nueva York puede ser inocente, pero el acto de recibir envíos por correo y vender desde California puede ser un delito. ¿Es así?
—Es concebible —dijo Tuttle—. Especularíamos para determinarlo, pero es concebible que el juicio de criminalidad dependiera del lugar donde el material es distribuido y donde se comete el delito.
—Señor Tuttle —dijo el juez Burger, como pretendiendo clarificar, si no justificar, el carácter ambiguo de las leyes sobre obscenidad—, en los últimos quince años el tribunal ha dado por lo menos tres definiciones. No hay nada nuevo en la alteración de esas definiciones, ¿verdad? […] Volviendo a Roth y Jacobellis y a otros casos más recientes, ha habido una revolución. […]
—Ha habido un esfuerzo continuo —acordó Tuttle por intentar formular términos prácticos. […]
—Señor Tuttle —preguntó el juez Byron White—, ¿sugiere usted que antes de Miller había un tercer requisito, el de que el material debía ser «absolutamente sin valor de redención social»? ¿En qué casos se basa para ello?
—Me basaría en «Memoirs contra Massachusetts».
—¿Cuántos votos obtuvo ese caso?
—Tres votos.
—Así pues, ¿qué caso consiguió cinco?
—[…] Perdóneme —se corrigió Tuttle—, Memoirs es el caso.
El juez White frunció un poco el entrecejo, al parecer disgustado con la respuesta de Tuttle. Si bien era verdad que a mediados de los años sesenta cinco jueces habían permitido la legalización de Fanny Hill en el caso Memoirs, también era verdad que únicamente tres jueces pudieron convenir en el lenguaje preciso que debía utilizarse en esa decisión. E incluso ahora, ocho años después, el juez White (que se había opuesto al libro) parecía indignado por la decisión. Y con voz clara y sonora recordó a Tuttle que Memoirs «no tuvo cinco votos».
—La razón por la que pienso que hubo cinco votos —persistió Tuttle en explicar, mientras White apretaba los labios— es que había dos miembros del tribunal que hubieran encontrado la publicación constitucionalmente protegida en cualquier circunstancia, y había tres miembros del tribunal que la encontrarían constitucionalmente protegida si se probaba que era «absolutamente sin valor de redención social». […]
—Pero persiste el hecho —dijo White mirando a Tuttle— de que en ningún momento cinco miembros del tribunal suscribieron esa decisión.
Mientras Tuttle guardaba silencio, Fleishman observó con interés la manifestación de la agria naturaleza del juez White. Antes, Fleishman había pensado que tenía alguna posibilidad de pasar a White al lado de Hamling, pero ahora se dio cuenta de que su única esperanza estribaba en el juez Lewis Powell, el delgado y tranquilo jurisconsulto de Virginia, que estaba sentado en el extremo izquierdo golpeteando con sus dedos delgados su mentón pálido y puntiagudo. Mientras tanto, el locuaz Tuttle, después de haber terminado sabiamente su debate con el juez White aceptando la puntualización de White en lo que concernía a Memoirs, siguió adelante con su discurso, ignorando por el momento los esfuerzos del juez William Brennan por interrumpirle.
—Por favor, haga una pausa, señor Tuttle —dijo finalmente el juez Brennan.
Tuttle se dirigió al septuagenario de cara redonda y ceñuda, el autor de la opinión polémica y ahora moribunda de Memoirs, y Tuttle oyó que Brennan preguntaba:
—¿Toda esta discusión sugiere que quizá ni siquiera Miller es la última palabra en este terreno tan problemático?
—Miller nos dio…
—Esa no es mi pregunta —interrumpió Brennan—, mi pregunta es si usted piensa que Miller es necesariamente la última palabra en este tema.
—Por supuesto que Miller no es la última palabra —dijo Tuttle—, porque hoy estamos aquí y hoy tenemos aquí unos problemas específicos. Pero nuestros problemas se relacionan con la aplicación de Miller. No estamos aquí para cuestionar las normas de obscenidad formuladas en Miller, sino que simplemente intentamos determinar si una condena anterior al caso Miller se puede mantener bajo esa definición. —Tuttle esperó una reacción y como no la hubo, prosiguió—: Ahora bien, nosotros no creemos que la crítica de las normas locales que contiene «Miller contra California» necesariamente suponga que se anulen todos los procesos anteriores a Miller. Y no pensamos que el tribunal considere esa idea. En primer lugar, desde Miller ha habido un gran número de casos que han sido elevados a tribunales de apelación para reconsiderarlos a la luz de Miller. Y esos son casos federales en los que se afirma que el jurado utilizó la norma nacional, como en el caso de hoy. Y creemos que si el uso de una norma nacional había hecho al estatuto constitucionalmente ambiguo, antes de Miller, hubiéramos tenido anulaciones y no peticiones de nuevos juicios.
Al ver que la luz se encendía en el estrado señalando que estaba a punto de terminar su tiempo, Tuttle alzó la voz para presentar sus conclusiones:
—Y si hay alguna cuestión acerca de que el reo fue incorrectamente procesado bajo una norma nacional, diríamos que se trató de una equivocación inocua porque el material [de Hamling] es obsceno bajo cualquier norma y no existen comunidades cuyos límites de aceptación no hayan sido excedidos por la publicación del solicitante. —Hizo una pausa y dijo—: Gracias. —Y volvió a su asiento.
El presidente del tribunal negó con la cabeza, luego se volvió a su derecha y dijo:
—Señor Fleishman.
Las palabras finales de Tuttle irritaron a Fleishman y, en cuanto estuvo en el estrado, empezó a refutar agresivamente las consideraciones del letrado del gobierno:
—Señor presidente… —empezó a decir—. El folleto simplemente no es obsceno. No es obsceno según normas nacionales. No es obsceno según normas locales… El ministerio fiscal dice que es obsceno según cualquier norma. Yo quisiera recordar al tribunal que una película, Garganta profunda, que fue considerada obscena según cualquier norma, ahora no se considera obscena en todo el país y según la opinión de los jurados locales.
En cuanto a la acusación del gobierno contra Hamling, continuó diciendo Fleishman, estaba elaborada caprichosamente, definida vagamente y era defectuosa legalmente. La acusación se caracterizaba por palabras al estilo de Comstock tales como «lujurioso», «lascivo», «indecente», «sucio» y «vil», y no obstante, no lograba sustanciar la acusación de que Hamling personalmente había cometido, a propósito o inadvertidamente, un delito contra la moral pública.
—Consideren los cargos. ¿Hay algo específico en ellos? —preguntó, y él mismo contestó—: Pues no, no lo hay. […] ¿Cuál era la definición legal de obscenidad en el momento de los cargos? El juez White sugiere que la frase «absolutamente sin valor de redención social» no formaba parte de ellos. En este momento, no me importa si formaba parte o no de la definición. No me importa si se trataba de una norma nacional o local. No me importa si ustedes miden el interés lascivo por normas locales, nacionales o por ninguna. Pero yo digo que en cuanto se tiene un estatuto que está tan en el aire como este, el mínimo absolutamente irreducible a que tenemos derecho es que en nuestra condena conste cuál es el cargo y no estas vagas palabrejas como «lascivo», «lujurioso» y las demás, y que diga que todos saben de qué se trata. Y por supuesto, nosotros siempre hemos sabido de qué se trata.
»Ahora bien —continuó diciendo—, tenemos que formular otros puntos y me gustaría recalcar, si me es posible, algunos de los vicios que se derivan de lo enfermizo de la condena. Por ejemplo, se nos acusa, únicamente en lenguaje estatutario, en respuesta a la declaración de hechos, que el material era ofensivo porque apelaba al interés lascivo de la persona media. Y, sin embargo, [al jurado de San Diego] se le dijo que podían condenar si apelaba al interés lascivo de la persona media o a un grupo definido sexualmente como desviado. Cuando nos quejamos ante el Tribunal de Apelaciones, este dijo que teníamos razón, que solo debía haber sido medido por lo de la persona media, pero que se trataba de un error inocuo. […]
»También está la cuestión de encubrimiento —continuó diciendo Fleishman—. No hay una sola palabra sobre ello en los cargos, nada en las actuaciones de descargo. Y, no obstante, se instruyó al jurado que podía condenar según esta doctrina de encubrimiento sin la más mínima prueba de que tal hubiera sido el caso. Yo no conozco ningún caso que sostenga que la publicidad pueda ser acusada de encubrimiento.
—¿Cuál fue la situación en el caso Ginzburg, señor Fleishman? —preguntó el presidente del tribunal—. ¿Había algo?
—No —respondió Fleishman—, en el caso Ginzburg, señoría, tal como interpreto ese caso, el tribunal sostuvo que los libros implicados eran probadamente obscenos porque el folleto que los promocionaba decía en efecto que eran obscenos y, en consecuencia, eso podía tomarse en consideración. Pero Ginzburg no sugirió de ninguna manera que la publicidad pudiera incriminarse a sí misma. Lógicamente es incoherente Ginzburg en este caso, si el folleto fue enviado por correo, o es obsceno o no lo es. No se presta de ningún modo a un cargo de encubrimiento. […]
—Señor Fleishman, ¿muestran los expedientes cómo se hizo la lista de cincuenta y cinco mil personas? —fue el suave acento de TidewaterRichmond del juez Lewis Powell, que hablaba por primera vez; y, mientras Fleishman se volvía sobre sus muletas para poder mirar directamente a su interrogador del extremo de la izquierda, a este jurisconsulto que podía representar el voto decisivo en el caso, se preparó para contestar de un modo conciliador:
—No, su señoría. Por cierto, lo que sí tenemos es que se ofendió a doce personas. Eso es todo lo que sabemos. Se enviaron entre cincuenta y cinco mil y cincuenta y ocho mil folletos y doce personas se ofendieron. […]
—¿Muestra el expediente si alguna de las cincuenta y cinco mil o cincuenta y ocho mil personas solicitó el folleto?
—El expediente no dice nada al respecto, su señoría.
—¿Muestra el expediente —continuó preguntando Powell— si lo recibieron algunos menores de edad?
—El expediente demuestra que no fue recibido por ningún menor de edad —replicó Fleishman, satisfecho de poder enunciar ese hecho ante los jueces del Tribunal Supremo, y aprovechó la oportunidad para añadir que después de que la oficina de Hamling se hubiera enterado de las doce quejas ante el correo, los doce nombres fueron retirados de inmediato de la lista del distribuidor, garantizando que los que se quejaran no recibirían más material erótico en el futuro.
—Supongo —dijo el juez Powell en voz baja— que no había forma de averiguar la cantidad de niños que había entre los cincuenta y cinco mil hogares a los que se envió el folleto.
—No —admitió Fleishman—, pero yo diría lo siguiente, ya que estamos suponiendo, señoría: sé que la lista estaba compuesta por personas que previamente habían indicado su deseo de recibir material explícitamente sexual. Esas son las únicas listas de Correos que valen algo, porque se trata de escribir a las personas que están interesadas. […] Si se quiere vender comida de gatos, se envía información a gente que tiene gatos.
Percibiendo lo que podría haber sido la más leve de las sonrisas en el rostro serio del juez Powell, Fleishman continuó:
—En consecuencia, el quid de la cuestión es que el folleto se envió a aquellos adultos que habían indicado que deseaban recibirlo. Ahora bien, eso no consta en actas y no es mi intención confundir al tribunal, pero pienso que esa respuesta es justa en cuanto a quienes fueron los receptores del folleto. Como digo, tenemos a doce personas que se ofenden. Pero —concluyó—, también hay doce personas que se ofenden por recibir información política, su señoría.
El juez Powell, que pareció satisfecho con la respuesta de Fleishman, no hizo más preguntas. Debido a que se había acabado el tiempo que le correspondía, Fleishman dio las gracias al tribunal y escuchó la voz del presidente Burger que anunciaba:
—Se somete el caso a la consideración del tribunal.
Cuando el magistrado hizo sonar el mazo, los nueve jueces se pusieron en pie, se volvieron y desaparecieron rápidamente a través de los cortinajes de terciopelo. El público de la sala empezó a abandonar sus bancos y a avanzar lentamente por los pasillos llenos de gente hacia la salida del fondo, pero Hamling se abrió paso hacia la mesa de los letrados para estrechar la mano de Fleishman, felicitarle por su actuación en el caso y expresar su optimismo sobre el resultado. Fleishman sonrió, pero le advirtió que no exagerara su optimismo. La votación, que se anunciaría al cabo de diez semanas, sería muy reñida; probablemente se trataría de una decisión de cinco contra cuatro, con las reflexiones y vicisitudes privadas del juez Powell determinando quizá la conclusión de todo el caso.
El 24 de junio de 1974, Stanley Fleishman recibió de Washington la mala noticia: por cinco votos contra cuatro, Hamling había perdido. Hamling había sido apoyado por los cuatro liberales del Tribunal Supremo —Douglas, Marshall, Brennan y Stewart—, pero el juez Powell había permanecido del lado de los nombrados por Nixon y con el juez White para formar la mayoría. Rehnquist declaró que la sentencia del gobierno había sido «suficientemente definitiva» en la aclaración de los cargos contra Hamling, que palabras tales como «lascivo», «lujurioso», «indecente», etcétera, que figuraban en el estatuto postal de Comstock no eran «demasiado vagas» para justificar la sentencia de Hamling, y que no había sido «constitucionalmente inadecuado» que el juez de California empleara normas nacionales y rechazara las pruebas locales en el juicio de San Diego. Si bien Hamling podía haber creído sinceramente que su folleto no era legalmente obsceno, Rehnquist dijo que de hecho eso no era una defensa, y basó su posición citando el caso de «Rosen contra Estados Unidos» de 1896, en el que el editor de Nueva York, Lew Rosen, después de afirmar que no sabía que las damas fotografiadas en su periódico estuvieran en postura obscena, recibió la réplica del tribunal, que formuló que su conocimiento o no de la obscenidad estaba fuera de lugar: se confirmó su sentencia porque él estaba al tanto del contenido del material que había enviado por correo.
Mientras la película Conocimiento carnal era vindicada por el tribunal en una sentencia de la que también era autor Rehnquist —«hay ocasionales escenas de desnudos (escribió Rehnquist), pero el desnudo de por sí no es suficiente para hacer que el material sea obsceno»—, el caso Hamling era, en palabras de Rehnquist, «una forma de pornografía pura encuadrada perfectamente dentro de los límites de permisibilidad prescritos por Miller». De modo que la sentencia de Hamling quedaba definitivamente confirmada; la estancia en la cárcel era inevitable y también había que pagar la multa de 87.000 dólares.
En los periódicos de todo el país, Hamling recibió pocas muestras de simpatía en las páginas editoriales y un mínimo de espacio en las columnas de noticias, con la excepción del National Decency Reporter de la CDL, donde se publicó una foto de una página entera de Rehnquist con un artículo adulador sobre la decisión bajo un titular que decía: «Luz verde para los procesos por obscenidad».
A petición de Fleishman, varios abogados, escritores, editores y periodistas se unieron a la familia Hamling escribiendo cartas en las que se solicitaba misericordia al juez de San Diego, que ahora controlaba el futuro inmediato de Hamling; pero la única concesión que pudo lograr Fleishman, después del pago de la multa, fue una reducción de la condena a menos de un año en la isla Terminal a condición de que Hamling cortara todas sus relaciones comerciales con la edición del material erótico, y que a partir de entonces dejara de escribir, editar o distribuir cualquier material aunque estuviera ligeramente relacionado con el sexo. Hamling también comprendió que, a riesgo de violar su período de cinco años de libertad condicional, lo mejor que podía hacer era refrenarse antes de escribir artículos en revistas o libros sobre la vaguedad de las leyes sexuales, o lamentarse sobre su propia suerte y castigo, queriendo significar que sus opiniones escritas sobre el caso debían limitarse a la correspondencia personal que enviaba a sus amigos o a su abogado. En una carta a Fleishman escribió, como si aún le pareciera increíble lo sucedido: «Soy un criminal. […] Ha quedado decidido. Un voto de nueve ha determinado que el folleto para el libro es ilegal y confirmado de ese modo mi sentencia. Es un pensamiento fuera de lugar, traumático por la perplejidad que produce: el juez Black estaba en el tribunal cuando se envió el folleto… El voto que lo haría todo diferente. […] Pero el juez Black no está ahora en el tribunal [tras haber sido reemplazado por el juez Powell] y, en consecuencia, soy un criminal, enviado al limbo de la vida y con estigma de convicto. ¿Cómo se adapta uno a todo esto? Una cuestión de preferencia personal y de ambigüedad jurídica que mueve la balanza de la justicia de cinco a cuatro… tan caprichosa como los vientos en el crepúsculo».