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Convencido de que habían destruido el equilibrio y la armonía de su vida, John Bullaro, con sed de venganza, planeó el asesinato de John Williamson y también consideró la posibilidad de sucidarse. Se podría lograr la muerte de Williamson con unos pocos disparos de pistola por la espalda mientras estaba en la cama entre las piernas de Judith. Y si Bullaro le perdonó la vida a su mujer, ello se debió en gran parte a que la necesitaba para ocuparse de los niños. En cuanto a Bullaro, se vio a sí mismo hundiéndose en el oleaje de Malibú durante la última clase de submarinismo del curso que estaba tomando, una escapada romántica que ensayó varias veces mentalmente mientras iba a la empresa de seguros y volvía.
Al escuchar las noticias en su coche, Bullaro se sintió consolado de algún modo al oír que no estaba solo en su desgracia. De hecho, toda la nación en el transcurso de 1968 parecía sacudida por actos de violencia, locura y autodestrucción. Martin Luther King había sido asesinado en Memphis; Robert Kennedy había recibido disparos en Los Ángeles, y en la ciudad natal de Bullaro, Chicago, se produjeron cruentas confrontaciones entre la policía y los miles de manifestantes antibelicistas y los hippies que habían sido atraídos a la ciudad por la Convención Nacional del Partido Demócrata. Entre los inocentes espectadores que habían resultado apaleados por los furibundos policías estaba Hugh Hefner.
En Vietnam, miles de soldados estadounidenses seguían muriendo en una guerra que nadie quería, pero que nadie parecía capaz de detener. El presidente Lyndon B. Johnson era tan impopular que decidió no presentarse a la reelección. A medida que los activistas del pacifismo tomaban los campus en todo el país, los partidarios de los derechos civiles provocaban disturbios en una bolera, acción en la cual murieron tres estudiantes negros y resultaron heridos otros treinta y siete en enfrentamientos con la policía. En los Juegos Olímpicos de México, dos corredores negros que habían ganado medallas y que levantaron sus puños mientras se tocaba el himno nacional, fueron expulsados del equipo nacional. En Nevada explotó la bomba de hidrógeno más poderosa jamás activada en territorio estadounidense; la bomba envió vibraciones desde el remoto desierto hasta las mesas de juego de Las Vegas, a ciento cincuenta kilómetros de distancia.
Simpatizantes de Fidel Castro secuestraron aviones comerciales estadounidenses y los desviaron a Cuba. Jacqueline Kennedy, la viuda más glamurosa de Estados Unidos, voló en un avión privado a una isla privada del mar Jónico para casarse con el magnate griego Aristóteles Onassis. Después de que setecientos presos se rebelaran en la cárcel estatal de Oregón, causando dos millones de dólares de pérdidas, les asignaron un nuevo director. El pediatra Benjamin Spock y el capellán de Yale, William Sloane Coffin Jr., fueron acusados por un gran jurado federal de conspirar aconsejando a los jóvenes evitar el reclutamiento militar. Veintitrés años después de que los marines estadounidenses tomaran la isla en una de las batallas más sangrientas de la guerra, Iwo Jima fue devuelta a Japón. Agentes del Departamento Antidrogas estadounidense descubrieron en los muelles de Nueva York ciento diez kilos de heroína, valorados en 22,4 millones de dólares escondidos en un coche enviado desde Francia.
La gente no se fiaba del papel moneda y los inversores se apresuraban a comprar oro. Los jeques árabes, saturados de dólares estadounidenses de royalties por el petróleo, eran los negociantes más activos. El magnate y coleccionista de arte californiano Norton Simon pagó más de 1,5 millones de dólares por una pintura de Renoir. En varias ciudades se abrieron estudios de pintura de desnudos. Uno de Chicago estaba dirigido por un tal Harold Rubin, de veintiocho años. El personaje literario más conocido del año fue el masturbador crónico de El lamento de Portnoy, de Philip Roth.
En la elección de Miss América en Atlantic City, unas feministas quemaron sus sujetadores. En gran parte debido a la píldora, la tasa de natalidad en Estados Unidos fue la más baja desde la Depresión. El nudismo abierto, tanto de hombres como de mujeres, apareció en escena en la presentación neoyorquina de Hair y en la película sueca Soy curiosa. El día antes de que el país eligiera para la presidencia al hombre que prometió combatir la lascivia y el crimen organizado, y reimplantar la ley y el orden en la nación, se publicó en Nueva York el primer número de un periódico dedicado enteramente al sexo y la pornografía. Se llamaba Screw.
Partiendo de que no hay nada obsceno entre adultos que consienten, o que la pornografía —no menos que cualquier otra forma de expresión— es un medio para conocer la naturaleza, y que la muestra de la sexualidad sin tapujos molesta sobre todo a aquellos que más se ofenden con su propia desnudez, Screw atacó de inmediato la cultura nixoniana con una visión del Estados Unidos contemporáneo que ninguna publicación del sistema habría considerado digna de imprimir.
Cada semana, a 35 centavos el ejemplar, Screw publicaba fotografías de gente acariciándose los genitales o riéndose de la sociedad formal. Los textos del periódico incluían palabras obscenas que se creía reflejaban la ira y la frustración del hombre medio con respecto a su gobierno. Sus tiras cómicas revelaban a políticos y jueces envueltos en actos de libertinaje y mostraban a generales disputando entre sí después de haber arrojado sus bombas en Vietnam. Un artículo de Screw criticaba al director del FBI bajo un titular que preguntaba descaradamente lo que mucha gente se preguntaba desde hacía tiempo: «¿Es J. Edgar Hoover maricón?». Si bien la publicación ignoraba la retórica de los líderes de los derechos civiles, cubrió la noticia de un negro que hizo una acusación de discriminación racial después de que se le hubieran negado los servicios en varios burdeles legales de Nevada.
Pese a que rara vez las fotos de desnudos femeninos de Screw eran bonitas, la intención del periódico siempre fue presentar un realismo sin adornos; mujeres de aspecto común con sus atributos y defectos naturales: las Molly Blooms y Constance Chatterley de los tiempos modernos en vez de las perfectas «chicas del mes» de Playboy. Screw hacía una crónica de la sociedad estadounidense cada vez más despersonalizada, detallando el aumento de ventas de vibradores a mujeres y el nuevo mercado para hombres de vaginas artificiales y muñecas hinchables. Las páginas de publicidad de Screw publicaban anuncios de prostitutas, solicitudes de solteronas solitarias y los extraños deseos de los hombres solitarios: «Apuesto especialista en pies busca chicas con plantas de pies sensibles. Escribir a: Ed, GPO Box 2428, NYC 10001».
Los editoriales escatológicos y punzantes de Screw atacaban a un gobierno entrometido que justificaba la guerra mientras encarcelaba a editores de revistas eróticas, como Ralph Ginzbug de Eros. Y después de que la policía de Nueva York prohibiera la representación de la obra Che, arrestando a diez de los actores junto con el barrendero del teatro porque el espectáculo incluía una escena de felación que fue considerada moralmente peligrosa para el público, Screw exigió saber por qué esa misma semana la policía no había prohibido el paso por las calles de la ciudad, en las que resultaron muertas ciento cuarenta y cinco personas. Las frecuentes redadas policiales de los sex shops, las librerías para adultos y los cines porno de Nueva York se describían en las páginas de Screw con cínica alarma, ya que detrás de cada policía enfurecido y armado de porras veía a una madre irlandesa y católica, sexualmente frígida, a un padre alcohólico y a un sacerdote pasivamente homosexual que en el confesionario deploraba los placeres carnales entre hombres y mujeres. Cuando había una iglesia en los límites de un distrito porno, como era el caso del viejo barrio irlandés del padre Duffy, al oeste de Times Square, se producían incesantes batallas entre simpatizantes de la libertad individual y de las restricciones religiosas. Aunque los principales periódicos apoyaban las campañas antipornográficas llevadas a cabo en Times Square (lo que eliminaría, por ejemplo, los peep shows que frecuentaba la gente pobre, pero permitía la continuidad de los sex shows de precio elevado como Oh, Calcutta!), la gente de Screw defendía el derecho de los viejos verdes al placer, el derecho a la vida de las prostitutas callejeras y no le escandalizaba que negros demonios provenientes del gueto pasearan por los barrios blancos en coches de colores chillones.
Negando que la zona de Times Square fuera menos segura y acogedora desde la proliferación de tiendas eróticas, Screw señalaba que el Square siempre había sido una parte difícil y excéntrica de la ciudad dominada por talentos pasajeros y turistas mal vestidos, un lugar en el que la gente buscaba lo que no encontraba en sus propios barrios. Además, Times Square no estaba mejor vigilada por la policía ni era menos peligrosa que en los tiempos del padre Duffy, cuando bandas de jóvenes empobrecidos del cercano barrio de Hell’s Kitchen aterrorizaban la zona con sus incursiones y asesinatos, y donde a principios de siglo había tantas prostitutas al sur de la calle Cuarenta y dos que una vez un obispo dijo que superaba en número a los habitantes metodistas de la ciudad.
A fin de presentar una perspectiva histórica, a menudo Screw reproducía viejas fotos de desnudos de antiguas prostitutas y de artistas que en tiempos del alcalde Fiorello La Guardia habían sido el escándalo de Nueva York. También había una sección semanal titulada «Porno del pasado», que publicaba antiguas fotos privadas que recibía anónimamente de septuagenarios que deseaban donar para la posteridad una prueba visible de su lujuria de antaño, sin importarles lo que pudieran decir sus vecinos, ya que todos ellos estaban muertos.
El primer registro policial contra las oficinas de Screw ocurrió después de que el número del 30 de mayo de 1969 publicara una composición fotográfica del alcalde John Lindsay con un gran pene. El texto sugería que la capacidad política del alcalde no estaba a la altura de su habilidad en la cama, aunque se limitara exclusivamente a la postura del misionero. Si bien se acusó de obscenidad a los responsables de la publicación, se les tomaron las huellas digitales y se les dejó un tiempo entre rejas, el semanario continuó publicándose, más desvergonzado que nunca debido a que su repentino éxito de ventas le permitió el lujo de contratar abogados de primera para defender ante los tribunales sus derechos recogidos en la Primera Enmienda y conseguir la libertad de los redactores. Un año después de su publicación —aunque la policía siguió arrestando a los vendedores que ofrecían abiertamente Screw, entre ellos algunos que eran ciegos—, la tirada semanal alcanzó los 140.000 ejemplares y el novelista Gore Vidal la elogió como la única publicación estadounidense que servía adecuadamente los intereses de sus lectores.
Suponiendo que la mayoría de sus lectores, si no eran asiduos participantes, tenían gran curiosidad por las diferentes subculturas sexuales que existían en Nueva York, Screw describía y daba una lista de los bares que eran frecuentados por parejas que practicaban el intercambio sexual, por lesbianas, homosexuales y sadomasoquistas. Asimismo, el lector se enteraba de dónde podía comprar los mejores consoladores y aparatos de masaje, condones de primera calidad y afrodisíacos. A sabiendas de que mucha gente compraba «ayudas matrimoniales» por correo y que podían ser demasiado tímidos o pudorosos para quejarse en caso de recibir una mercancía defectuosa o inútil, Screw se encargó de comprar y verificar esa mercancía vendida por correo en su laboratorio y de publicar informes negativos si los productos eran fraudulentos, como, por ejemplo, los alargadores de pene, o demasiado caros, como unas sales que mantenían la erección y que no eran más eficaces que varias lociones que se vendían en las farmacias por una décima parte del precio.
El crítico de Screw, consciente de que los anuncios en los periódicos de las películas pornográficas exageraban invariablemente el contenido erótico de la película, ponía de manifiesto en sus críticas de cada nueva película erótica la cantidad de erecciones que había tenido al contemplarla, un hecho que se calibraba en el «penémetro» con que Screw calificaba cada película. El semanario llevó a cabo investigaciones de clubes de corazones solitarios y agencias de citas fraudulentas. No solo criticaba novelas y ensayos que fueran explícitamente sexuales, sino que describía el estilo y el enfoque del autor, citando largos párrafos de los pasajes más apasionados de las obras.
Screw era la única publicación que al reseñar la nueva edición de bolsillo de Cartas escogidas de James Joyce citó ampliamente la escandalosa correspondencia entre Joyce y su mujer, Nora, cuando él estaba lejos de su casa durante prolongados períodos, cartas que quizá escandalizaban a la prensa más seria porque revelaban el interés de Joyce en el masoquismo sexual («Me encantaría que me azotaras, Nora»), así como su fetichismo y analidad: «Las cosillas más pequeñas me producen una gran erección. Un movimiento como de puta de tu boca, una pequeña mancha parda en tus bragas blancas… sentir tus labios calientes y lujuriosos chupándome, follar entre tus dos globos rosados, correrme en tu cara y derramar mi leche sobre tus ojos y mejillas calientes, meterla entre las mejillas de tu culo y follarte».
«Se trata de una fantasía erótica bastante común», comentó Screw al dar la bienvenida a la edición de bolsillo que confirmaba lo que hacía mucho tiempo había señalado H. L. Mencken: «Los grandes artistas del mundo jamás son puritanos, y muy pocas veces ni siquiera respetables desde un punto de vista normal».
La persona responsable del contenido y la filosofía de Screw era su director ejecutivo y cofundador Alvin Goldstein, un hombre que no aspiraba tanto a influir en la sociedad como a reflejar el mundo que sabía que cada día y cada noche experimentaban miles de personas anónimas como él. A los treinta y dos años, Goldstein era tímido, obeso, sexualmente frustrado e inquieto. Su primer matrimonio con una heredera judía, al que se habían opuesto desde el principio los padres de la novia, tuvo un final desgraciado. Su segunda boda con una graciosa azafata que daba sus primeros pasos como feminista, no estaba destinado a durar. Desde que abandonara sus estudios en el Pace College de Nueva York, donde había estudiado literatura inglesa, Goldstein había sido agente de seguros, taxista, empaquetador de cristal, desempleado beneficiario de la Seguridad Social, empleado en la Exposición Internacional de Nueva York, espía industrial para la Bendix Corporation y creador y escritor de cuentos extraños para un semanario sensacionalista llamado The National Mirror. Los cuentos que escribía describían actos de placer seguidos de castigos y dolor, en la mejor tradición judeocristiana. Y el hecho de que fuera tan prolífico como autor se debía más a su memoria del pasado que a su imaginación creadora.
Nacido y criado en un difícil barrio céntrico de Brooklyn donde reinaba la crueldad juvenil y el deporte nacional era robar en las tiendas, Goldstein era un adolescente temeroso, tartamudo y blando que mojó la cama hasta bien entrada la adolescencia. Intimidado por las antipáticas mujeres judías que enseñaban en la escuela pública, mantenía la vista baja en clase tratando de evitar sus miradas mientras dibujaba interminables escenas de batallas aéreas de la Segunda Guerra Mundial. No pudo pasar el quinto curso y se le envió a que le tratara un psicólogo infantil nombrado por el Comité de Educación. Pero su trabajo escolar no mejoró y su depresión empeoró. Humillado por el hecho de tener que estar con compañeros más jóvenes que él y al sentirse rechazado e ignorado por los de su edad, a su alienación se sumó su hostilidad. Después de la escuela, a menudo chicos mayores que él le daban palizas, en especial los negros. Muy pronto casi empezó a disfrutar con ello; por lo menos, recibía su atención y, de una extraña manera, su respeto, mientras él se sometía una y otra vez a sus castigos. Veía en alguna esquina una banda compuesta por los atletas de la escuela, los matones, los ladrones de tiendas, y él les provocaba con gestos. Y ellos, como era de esperar, le atacaban y daban una paliza mientras él se defendía como un loco, injuriándoles y retándoles a que volvieran a pegarle.
Su madre, que tartamudeaba tanto como él, era una mujer compasiva y tenaz, hija de un inmigrante ruso; y su padre, que había dejado la escuela primaria del Lower East Side para convertirse en mensajero para la International News Photos, y con el tiempo en fotógrafo de la organización Hearst, parecía perdido y casi cataléptico cuando no iba pertrechado de cámaras y corriendo tras alguna noticia periodística. Cuando salían a comer en familia a un restaurante chino, su padre se sentaba a la mesa humildemente y trataba de «señor» al camarero chino. En casa parecía desaprobar en silencio las actividades familiares o permanecía ajeno a ellas. Lo único que despertaba en Al alguna curiosidad sobre su padre era el hecho de que tenía fotos pornográficas de mujeres desnudas en el cajón de su cómoda, algunas de orientales que él mismo había fotografiado durante la guerra mientras era fotógrafo de Hearst en el Pacífico, y otras que había obtenido de amigos en el Departamento de Policía de Nueva York después de una redada en alguna tienda porno de Times Square.
La única figura masculina de la familia Goldstein que Al admiraba era su tío George, hermano de su madre, un personaje de gran temperamento que estaba divorciado y vivía en un hotel en el distrito teatral de Broadway, donde dirigía un próspero aparcamiento y siempre iba al volante de coches muy importantes. Si bien nunca podía conocer tan íntimamente a los propietarios como a los coches, de cualquier modo impresionaba a su sobrino con una convincente familiaridad con la mayoría de las estrellas, los productores, jugadores y rufianes famosos de Broadway. Su poder de convicción era tal que cuando expresaba su desilusión por el hecho de que su sobrino aún fuese virgen a los dieciséis años, los padres de Al admitían humildemente que eso podría ser un problema más en la conflictiva vida de su hijo y aceptaron de buen grado el ofrecimiento de George para solucionarlo. Al poco tiempo, Al recibió una llamada de su tío, que le dijo que fuese a la suite de su hotel la noche siguiente a las diez, donde le esperaría una mujer.
Vestido con su traje de ceremonia religiosa, Al Goldstein llegó al hotel con media hora de antelación. Su tío le recibió, le sirvió una copa de whisky y luego le hizo cruzar la calle hasta una farmacia, donde tuvo que comprar condones, un caro condón lubricado de piel de cordero que se consideraba el Rolls-Royce de los condones. Entonces le dijo a Al que diera una vuelta a la manzana antes de volver al hotel. Para entonces, la dama ya habría llegado.
La puerta de la suite 709 estaba medio abierta cuando Al reapareció veinte minutos más tarde. En la sala en penumbra vio a su tío sentado frente al aparato de televisión viendo un combate de lucha. Después de hacerle pasar y de decirle que se quitara la chaqueta, su tío señaló la puerta del dormitorio y le deseó buena suerte.
Nervioso, Al abrió la puerta y oyó en una cerrada oscuridad la voz ronca de una mujer que le decía:
—Hola, me llamo Helen. Me alegro de verte. —Como él se quedó aferrado al picaporte, ella dijo—: Entra, cierra la puerta. No tienes nada que temer. —Parecía amable y dulce; y aunque él no podía verla, olía claramente su perfume—. ¿Estás nervioso? —preguntó ella.
—No —replicó él.
—¿Te gustaría quitarte las ropas y venir a mi lado?
—Sí.
Ahora empezaba a verla en la habitación a oscuras, sentada en la cama bajo las mantas. Parecía una rubia. Él se quitó la camisa con cuidado y oyó las monedas y el cambio del metro cuando puso los pantalones sobre una silla. Al acercarse lentamente a la cama, sintió que las manos de ella le tocaban. Pronto le estaba abrazando de un modo maternal y dejaba que él le tocara los grandes pechos, el estómago y el vello púbico. Era una mujer grandota pero no obesa, y cuando apretó los labios contra sus pechos, ella le dijo dándole ánimos:
—Eso está bien; todo lo que quieras está bien.
Entonces él sintió que sus manos le exploraban el cuerpo, le tocaban el pene excitándole de una forma que le resultaba extraña y maravillosa. Cuando ella le preguntó si llevaba un condón, él dijo que sí, pero en cuanto se levantó para buscarlo y vio su erección a la luz de los altos edificios de Broadway que entraban por la ventana, se avergonzó y le dio la espalda mientras buscaba entre la ropa. Buscó en los bolsillos del pantalón, luego en el de la camisa, luego de nuevo en el pantalón antes de encontrarlo; después de acostarse de nuevo en la cama, vacilante, ella cogió el condón, lo abrió y se lo puso en el pene con habilidad, mientras le decía:
—Todo va a ir bien.
Él estaba demasiado excitado para hablar.
Después de mojarse las yemas de los dedos en la boca y tocarse entre las piernas, le colocó encima de ella e hizo que la penetrase, y entonces empezó a moverse arriba y abajo con un ritmo que él imitó. Se sintió totalmente encerrado en esa mujer corpulenta, cómodamente anidado dentro de sus grandes piernas y largos brazos. Y cuando él se corrió, ella le abrazó y le dijo:
—Oh, eso ha estado muy bien.
Él jamás se había sentido más feliz.
Luego, reposando a su lado, ella le preguntó si le gustaba la escuela y otras cosas, pero no reveló nada de sí misma. Y él era demasiado tímido para preguntar. Le hubiese gustado quedarse con ella más tiempo en la cama de su tío, pero ya se hacía tarde y tenía clase por la mañana; finalmente dijo que tendría que regresar a su casa. Mientras se vestía, ella siguió en la cama. Cuando él le dio las buenas noches y las gracias, ella le dio un beso.
En la sala, su tío, viendo aún el combate en la televisión, se puso en pie y le preguntó si todo había ido bien y pareció sinceramente satisfecho de que así hubiese sido. Al le estrechó la mano y le dio las gracias y pronto estaba en el ascensor y en el aire nocturno de Broadway, rodeado de gente y del estrépito y las luces de los coches. Se sintió más viejo.
Al cabo de pocos meses, cuando cumplió diecisiete, dejó la escuela y se alistó en el ejército. Una carta al Pentágono de un amigo de su padre en Hear fue la llave para que Al Goldstein entrara en el Cuerpo de Señales, donde durante los dos años siguientes trabajó como fotógrafo en varias instalaciones, sacando fotos de cientos de desfiles militares y ceremonias de entrega de medallas. Y en una ocasión, y a requerimiento de su sargento, fotografió a su jefe mientras una prostituta le hacía una felación.
Goldstein fue cliente habitual de las prostitutas tanto en Estados Unidos como en Europa mientras estuvo en el ejército. Hasta que le dieron la baja y empezó a asistir al Pace College con la beca para veteranos durante el invierno de 1958, esperaba automáticamente tener que pagar a cambio de sexo. Pero esa expectativa cambió y también representó la primera vez que no se sintió intelectual y socialmente inferior a casi todos los que le rodeaban. En el ejército había madurado, había leído mucho en las noches solitarias pasadas en el cuartel, y en el Pace College tenía dos o tres años más que sus compañeros de estudios, había viajado más que ellos y disfrutaba de ciertos privilegios como veterano. Aparte de su éxito en los estudios, escribía para el periódico universitario, y cada noche trabajaba después de clase como aprendiz de fotógrafo con su padre en la International News Photos. Tras haber superado la peor fase de su tartamudez, se unió al grupo universitario de debates y pronto fue elegido capitán.
Pero darse cuenta de que ahora era más aceptado no hizo que él aceptara más a los demás. En todo caso, su autoestima y su nuevo estatus le animaron a expresar con mayor vehemencia la hostilidad y la frustración que había sentido hacía tanto tiempo. Ahora que se podían comprender sus palabras, quiso compensar vengativamente los muchos años de furia latente y de incoherente tartamudez de la que a menudo la gente se había reído. Si de alguna manera podía alcanzar el éxito en la vida, ahora sabía que su mayor satisfacción sería saber que sus maestros y compañeros de la escuela primaria no habían sabido ver en él su potencial de ganador.
Ser un ganador lo significaba todo para Al Goldstein en los debates universitarios, en especial cuando Pace rivalizaba con equipos de las universidades más importantes, a cuyos miembros él veía como ricos y socialmente privilegiados, y por lo tanto merecedores de su desdén. A fin de ganarles, Goldstein era capaz de cualquier cosa: falsificaba datos, distorsionaba y mentía de mil maneras, nada de lo cual le hacía sentirse culpable, porque, según él, sus contrincantes merecían ser engañados.
Pronto, gran parte de ese resentimiento se volcó contra el mismo Pace College. Empezó a discutir con sus profesores, a escribir editoriales denunciando a la dirección del campus, a rebelarse contra la costumbre de que los estudiantes usaran chaqueta y corbata en las clases. Como estudiante de segundo curso con veintiún años, Al Goldstein se había dejado barba y era reconocido como el beatnik más famoso del centro. A medida que abandonaba los libros de texto por las novelas de Kerouac y la poesía de Allen Ginsberg, empezó a bajar su rendimiento académico, aunque eso también se debió a la cantidad de tiempo y energía que dedicaba a una bonita y esquiva compañera de estudios que era miembro del equipo de debates.
Debido a que era su primera experiencia amorosa, su pasión era tan romántica como inocentes sus expectativas, en especial debido a que ella era una chica muy popular y sexualmente osada que desde el principio le había dejado claro que no pensaba limitar su vida social a los deseos nocturnos de Al. De vez en cuando, con su conocimiento, y a veces en secreto, salía con otros hombres, no de forma continua, sino con la suficiente frecuencia para mantener a Goldstein en un estado de constante incertidumbre y desesperación. Su problema era que no podía alejarse de ella ni controlarla. Ella le obsesionaba físicamente. Las noches en que no estaba en la cama con ella, se masturbaba pensando en ella, viendo su cuerpo grácil y sus largas y esbeltas piernas con meridiana claridad alrededor de cuerpos de hombres que temía pudieran valer más que él.
Aunque él tenía sobrepeso, sentía aversión por las mujeres obesas. Y pese a que su madre tenía grandes pechos, o quizá justamente por ello, a Goldstein le encantaban los pechos más pequeños y firmes del tipo de los de la chica del equipo de debates. Aunque ella le causaba mucha angustia desde que empezaron la relación, reviviendo sus viejos sentimientos de duda en sí mismo, también le encendía su nuevo espíritu combativo, sus oscuros impulsos hacia el triunfo. Ella era, al igual que el desafío de los debates, algo que creía que al final podría conquistar con su mente aguda, su labia rápida y, en este caso especial, con su lengua experta en el cunnilingus.
Si había alguna posibilidad de llegar al corazón de la muchacha, esta pasaba por su virtuosismo con su vulva, una conclusión a la que él había llegado una noche después de que ella le empujara suavemente la cabeza entre sus piernas y le dijera que era su placer favorito. Anteriormente, él apenas había oído hablar del cunnilingus, y jamás por ese nombre. En las raras ocasiones en que se había mencionado en el ejército o en su barrio de Brooklyn, solo había provocado descripciones viles y sórdidas, la más amable de las cuales podría haber sido «chupar el coño». Ningún matón machista y callejero entre sus conocidos había admitido jamás que se permitía hacerlo. No era de hombres, aparte de no ser limpio. Ponía al hombre en una actitud de sometimiento a la mujer. Era una práctica reservada sobre todo a los pervertidos.
Ciertamente, después de que Goldstein hiciera su investigación sobre el tema en varias enciclopedias de distintas bibliotecas, descubrió que el cunnilingus, como la felación, era definido oficialmente por el gobierno como un acto obsceno, una especie de sodomía, y que era ilegal en la mayoría de los estados del país, incluso practicado en la intimidad por parejas casadas. En Connecticut el delito del sexo oral podía ser condenado a treinta años de cárcel. En Ohio la pena era de veinte años. En Georgia ese «crimen contra natura» podía llevar a su practicante a una condena de prisión perpetua y trabajos forzados, una pena mucho más severa que el sexo con animales, que en Georgia se castigaba con cinco años de cárcel.
Por cierto, las leyes contra el sexo oral provenían de la ley eclesiástica, que desde la Edad Media había determinado que los actos no procreativos eran anormales, aun cuando habían sido lo bastante populares para que se practicasen desde tiempos inmemoriales. De hecho, se pueden encontrar imágenes de personas practicando el cunnilingus y la felación en los pergaminos chinos que datan del 200 a.C., y también en antiguos cuencos de arroz, frascos de perfume y botellas orientales. En los primeros templos de la India habían aparecido figuras escultóricas en posturas de sexo oral. Ya en el siglo I, el romano Juvenal se refería con frecuencia al cunnilingus y la felación, sugiriendo que ambos eran comunes en aquellos tiempos tanto entre heterosexuales como entre homosexuales. Si bien la Iglesia medieval castigaba duramente a aquellos que confesaban esos placeres y creaba sentimientos de culpabilidad entre los que no admitían sus pecados, el gusto por el sexo oral continuó durante siglos en privado, aunque rara vez era descrito o revelado abiertamente salvo en el arte y la literatura prohibida, como, por ejemplo, en la novela Fanny Hill: memorias de una cortesana, del siglo XVIII, y en la obra censurada de Henry Miller.
Después de haber leído casi todos los libros de Miller, Goldstein no solo quedó impresionado por la vívida descripción del cunnilingus, sino también convencido de que el mismo Miller disfrutaba a lo grande proporcionando ese placer a las mujeres. Y lo mismo le sucedía a Goldstein después de una amplia práctica con su chica. Cuando tenía la cabeza entre las piernas de ella, su lengua le acariciaba el clítoris y los labios de la vagina y tenía las manos firmemente prendidas a sus nalgas moviéndola a su voluntad, sentía más poder sobre ella que en cualquier otra circunstancia. Su lengua era un arma más potente que su pene, o al menos eso le parecía durante ese período de su vida; se podía confiar más en ella, era más tratable, respondía más a su voluntad. Su pene podía estar fláccido, insensible, pero su lengua siempre era capaz de moverse hacia delante, de dar vueltas y más vueltas entre los muslos. Y mientras su boca estaba sobre ella, él era consciente no solo de la lascivia de las piernas de ella, sino también de que estaba estableciendo una conexión literaria con Henry Miller.
Pero cuando no estaba en la cama con él, ella se mostraba indiferente. Eso se agravó cuando empezó a asistir a clases nocturnas. Poco a poco, durante el otoño de 1960, la relación finalizó. Al poco tiempo, él encontró otra chica, no tan sofisticada pero más atenta, y que a él le importaba menos.
Después de haber aprendido todo lo posible, en sus horas de después de clase, de su trabajo como aprendiz de fotógrafo en la organización Hearst, Goldstein aceptó, durante las vacaciones de Navidad, un trabajo en una agencia de fotos para volar a Cuba, donde la creciente tensión entre el nuevo régimen de Castro y el gobierno estadounidense pronto llevaría a la ruptura de relaciones diplomáticas, un acontecimiento inevitable pero tal vez acelerado en parte por la molesta presencia de Al Goldstein en La Habana. En cuanto llegó, empezó a sacar fotos con lentes telescópicas desde la ventana de su hotel de la milicia femenina que marchaba por la calle. Esa tarde paseó por la ciudad fotografiando instalaciones armadas y carteles con lemas antiyanquis. Por la noche, con cuatro cámaras colgando del cuello, asistió a una rueda de prensa del hermano del líder cubano, Raúl Castro; después de sacar más de treinta fotos del personaje y de sus acompañantes en el estrado, lo sacaron del recinto unos guardias armados, que le exigieron que entregara los carretes de fotos.
Mostrándose indignado por la interrupción de su trabajo, Goldstein se negó; pero cuando mostró irritado e inútilmente sus credenciales de prensa, le metieron por la fuerza en un vehículo, le llevaron a una prisión militar y le arrestaron acusándole de espionaje. Pasaría cuatro días con sus noches encerrado antes de que la embajada estadounidense pudiera convencer a los cubanos de que no era un espía, sino simplemente un entusiasta estudiante y fotógrafo de paso por Cuba. Entonces le pusieron en libertad y salió de la isla en el siguiente vuelo a Miami.
La publicidad de su experiencia en Cuba le proporcionó cierta fama en la universidad, pero también intensificó su deseo de dejar los estudios, en especial porque estaba a punto de repetir las matemáticas del primer curso por tercera vez consecutiva y se sentía aburrido y harto de la vida estudiantil. Por esa razón, en la primavera de 1961, en su tercer año, dejó la universidad para convertirse en fotógrafo independiente de reportajes a la búsqueda de grandes aventuras. Pero pronto se decepcionaría. Su misión más importante en los siguientes años sería un viaje relativamente sin interés a Pakistán en un avión de prensa del gobierno para fotografiar a la primera dama, Jacqueline Kennedy, a su llegada al aeropuerto; y su viaje más osado sería su escapada a Great Neck, Long Island, con una joven a quien no amaba.
La había conocido en sus días de estudiante en Pace, poco antes de abandonar el campus. Si bien ella no le había atraído —era regordeta y agresiva, la hija mimada de unos padres judíos socialmente ambiciosos—, le impresionó el hecho de que ella estuviera impresionada por él. Y ella fue la primera persona que sugirió que algún día triunfaría. Si sus padres no se hubieran opuesto con tanta vehemencia las pocas veces que salieron juntos, en el mejor de los casos la relación se habría convertido en una amistad pasiva y cortés, pero la insistencia de ellos en el sentido de que no era merecedor de ella, provocó la rebelión de la hija y la furia de Al Goldstein, hasta un punto en que la pacificación ya no fue posible. Él tenía que casarse con su hija. Lo hizo. Y lo lamentó.
Poco después de que la nueva pareja se instalara en el apartamento de la calle Cincuenta y cuatro, su incompatibilidad resultó evidente para los dos. Aunque siguieron casados dos años y medio, discutían sin cesar y rara vez hacían el amor. En vez de practicar sexo con ella, Goldstein prefería masturbarse en el lavabo contemplando de noche las fotos de desnudo de Diane Webber, Bettie Page o Candy Barr, la hermosa artista de desnudo de Texas, protagonista en 1953 de la famosa película porno Smart Aleck, así como las modelos de ropa interior del suplemento dominical de The New York Times o las fotos de la revista Life de Marilyn Monroe saliendo de una piscina, o las de Jacqueline Kennedy con velados escotes que él recordaba.
También buscó estímulos sexuales en las películas pornográficas de Broadway, donde pasaba oscuras tardes en compañía de otros seres solitarios que, con sucios pensamientos y estremecimientos íntimos, se sentaban separados por asientos vacíos y evitaban mirarse a los ojos cuando se encendían las luces en los intermedios. Las noches en que Goldstein tenía una excusa para estar solo, visitaba alguno de los numerosos burdeles de Harlem, que aún no tenía el acceso prohibido a los blancos, aunque el movimiento del Black Power y el miedo racial pronto harían disminuir el tráfico sexual, y entonces las prostitutas negras bajarían al distrito blanco en grandes coches y se apostarían a lo largo de Lexington Avenue y en la zona de Times Square.
En cierto sentido, los años de casado de Goldstein verían cumplirse la profecía formulada por su mujer durante el noviazgo: consiguió triunfar, aunque no como fotógrafo. Destacó como vendedor de seguros. Ansioso por ganar más dinero del que jamás pensó conseguir como fotógrafo, contestó a un anuncio de Times que había puesto la compañía de seguros Mutual de Nueva York. Al cabo de un año de trabajo, su cartera le estableció como el número catorce entre los siete mil agentes de la Mutual. Ambicioso y enérgico, viajaba de una punta a otra de la ciudad en una scooter y se benefició de su habilidad oratoria y de su capacidad para convencer a la gente de que vendrían tiempos muy duros.
Pero después de dos años con la compañía, el efecto desmoralizador que le producía su esposa insatisfecha hizo que disminuyesen sus ventas y de repente se enfrentó con los tiempos duros que él había previsto para los demás. Una noche, al volver a su casa, encontró el apartamento saqueado: los muebles habían desaparecido y su ropa estaba desparramada por las habitaciones y hecha trizas. Sus puros caros estaban cortados por la mitad, el equipo de música se había esfumado y el suelo del lavabo estaba lleno de vidrios rotos y olía a su loción para después del afeitado. Su mujer no aparecía por ninguna parte y había dejado tras de sí algunas de sus posesiones personales.
Enfurecido como estaba, se sintió totalmente indefenso. Sabía que jamás podría probar que esa había sido la forma en que su mujer se había vengado de él. Y si la llevaba a juicio, el padre de ella, abogado, sería un adversario formidable en el juzgado. Goldstein dejó el piso tal como lo había encontrado y pasó varios días en la casa de sus padres en Queens; era un inseguro agente de seguros demasiado perplejo para pronunciar palabra. En los días siguientes en Nueva York, le consolaron amigos a quienes había vendido pólizas.
Pronto decidió dejar ese trabajo, convencido de que la venta de seguros no era más que una manera de aumentar su depresión. Y cuando uno de sus amigos —un hombre que dirigía el Pabellón Belga en la Exposición Internacional de Nueva York— le ofreció un trabajo para que se ocupara de una concesión de máquinas tragaperras, Goldstein aceptó de inmediato. Seis noches a la semana, Goldstein, vestido con un atuendo de colores vivos y micrófono en mano, animaba a la gente a que arrojara monedas de cinco centavos y acertara en pequeños círculos rojos que estaban tallados en bloques de madera. Si lo hacían, ganaban un televisor. El juego estaba exento de cualquier trampa. Durante el verano de 1965 entregó treinta aparatos, mientras ganaba 250 dólares a la semana y se tranquilizaba en medio del continuo ambiente de carnaval.
En el otoño de 1965 la Exposición cerró sus puertas. Con deudas a diferentes empresas de crédito por más de 4.000 dólares en cuentas suyas y de su mujer, Goldstein trabajó al año siguiente como vendedor de alfombras, de enciclopedias, taxista y también vendió regularmente su sangre en un banco de sangre de Times Square. Desanimado e igualmente desencantado con el mundo que le rodeaba, a la edad de treinta años se convirtió en un fantasioso permanente y en un trabajador eventual.
Aunque su experiencia matrimonial le había vuelto muy suspicaz en cuanto a comprometerse seriamente con cualquier mujer, aún deseaba compañía femenina y prefería pensar que en las noches neoyorquinas había muchas mujeres atractivas que estaban tan solas como él, y que estaban disponibles, si él sabía cómo acercarse a ellas. Pero pese a que podía ir a bares y discotecas, no le gustaba beber, ni el ruido ni la competencia inevitable con otros hombres para ligar. Asimismo, se sentía demasiado viejo y gordo para frecuentar lugares para estudiantes solteros.
Por supuesto, siempre había prostitutas callejeras a su disposición —y por primera vez en su vida comprendió perfectamente la necesidad de que existieran esas mujeres en el mundo—, pero con su limitado presupuesto no podía satisfacer sus necesidades sexuales. Se suscribió a un servicio computarizado de citas que resultó ser fraudulento. Cada semana compraba The East Village Other y hojeaba los anuncios personales, donde a menudo había mujeres que expresaban su deseo de compañía masculina y dejaban una dirección postal. Pero por cada diez avisos que él contestaba, nueve no daban señales de vida y el décimo era normalmente de una prostituta.
También se hizo miembro de clubes de corazones solitarios y escribía a organizaciones de escritores de cartas y a periódicos que ofrecían presentaciones sociales a través del correo, como por ejemplo, el servicio «Select» de Wally Beach en Nueva York; el «Exotic» de Sharon en Toronto, el «Club Renaissance» de Index, en Washington, y el «Happi-Press» de Whittier, California. Con el tiempo, llegó a redactar su propio anuncio y lo hizo circular en los clubes de corazones solitarios de todo el país. Decía lo siguiente:
Tengo treinta años y mido un metro sesenta y cinco; mis ojos son azules y mi cabello castaño. He sido fotoperiodista en Pakistán, Cuba, etc. Estoy divorciado. Espero que este hecho no perturbe tu interés. Nadie se daría cuenta de que soy mercancía «usada». Prefiero pensar que ahora soy como un cómodo par de zapatos en la horma. Me gusta todo, en especial la lectura, el cine, el teatro, los deportes y pasarlo bien de manera no egoísta. En mi trabajo viajo y muy pronto pasaré de dos a siete días en una colonia nudista en Mays Landing, New Jersey. Hago cualquier cosa al menos una vez.
Por lo tanto, envíame una línea como respuesta a esta breve nota mía e incluye tus señas, número de teléfono, etc.
Tuyo para futuras diversiones,
AL GOLDSTEIN
Ponía sus señas y número de teléfono y esperó semanas enteras. Pero nadie le contestó.
Mientras estaba en esa situación y sin trabajo, se encontró por la calle con un joven amigo del Pace College, que le dijo que acababa de enterarse de un trabajo de media jornada potencialmente lucrativo que podría interesarle. Se trataba de una gran empresa, pagaba 200 dólares a la semana y ofrecía una prima de 10.000 dólares si el trabajo era satisfactorio. Le dio a Goldstein el número de teléfono de un abogado laboralista de Nueva York, quien concertaría una entrevista. Después de que Goldstein llamara y fuera entrevistado personalmente por el abogado y otro hombre, le dieron el trabajo. Ahora Goldstein era un espía industrial que trabajaba para una filial de la Bendix Corporation.
La filial —la P & D Manufacturing Company, de Long Island City, que producía sistemas de ignición y otras piezas de automóviles para Detroit— era una próspera firma cuyos ejecutivos temían que los obreros industriales estuvieran planeando desertar de su sindicato tradicional, que ahora estaba dirigido por la patronal, y se afiliaran al poderoso sindicato independiente United Auto Workers (UAW), que con toda seguridad exigiría salarios más altos y mayores beneficios sociales. El UAW ya había usado camiones con altavoces a las puertas de la fábrica pidiendo que los empleados de la P & D votaran a sus candidatos en las próximas elecciones sindicales. Los ejecutivos de la compañía tenían interés en saber aproximadamente cuántos de sus cuatrocientos obreros votarían a favor de abandonar el sindicato local.
La misión de Goldstein era congraciarse con los demás trabajadores, averiguar sus intenciones con respecto al UAW e informar secretamente a la dirección. Goldstein trabajó como peón de almacén y recadero de piezas mecánicas por la fábrica, lo que le permitía moverse con libertad por todas las secciones, relacionarse con los empleados y enterarse de los rumores. En menos de un mes, dedujo que la mayoría de los trabajadores estaban a favor del UAW. Después de consultar con la dirección, participó en una campaña para hacer correr el rumor de que si se votaba a favor del UAW, la empresa cerraría la planta de Long Island y se iría al Sur, dando a entender que prácticamente todos perderían sus trabajos. Debido a que eso había sucedido hacía poco tiempo en otra fábrica de la zona después del triunfo del UAW, los rumores resultaron verosímiles. Cuando se llevaron a cabo las elecciones, el UAW fue derrotado por 203 a 198.
Aunque al principio sintió un perverso placer con el triunfo, Goldstein empezó luego a sentirse culpable y despreciable. Por más tonto o descuidado que hubiera sido en su vida inconstante, siempre había simpatizado o se había identificado con la clase trabajadora y los subordinados. Ahora le disgustaba su papel de espía de la patronal. Si bien permaneció en el trabajo varias semanas y se esperaba que prosiguiera con sus actividades secretas, sentía que hasta sus patronos empezaban a despreciar su trabajo, lo que resultaba para él un vergonzoso recordatorio de su doble juego.
Por último, y sin previo aviso, Goldstein dejó la empresa una tarde y no volvió nunca más. No supo con absoluta certeza lo que determinó su decisión. Simplemente un día se despertó con una necesidad irreprimible de cortar su vinculación con la empresa. La prima de 10.000 dólares no le hizo dar marcha atrás. Se quedó en su casa varios días negándose a contestar el teléfono, que sonaba sin cesar. De noche paseaba sin rumbo fijo por la ciudad, mirando los libros en las librerías de Times Square y yendo a cines que no cerraban de noche. Se volvió cada vez más dependiente de su radio. En casa escuchaba regularmente las charlas de Barry Gray, Long John Nebel y Jean Shepherd, así como a los comentaristas contrarios al sistema que empleaba la emisora WBAI, y otros programas que le brindaban una buena compañía en su triste estado.
El verano de 1966, después de retomar el trabajo de taxista, escuchaba en el coche los programas favoritos en una radio portátil alemana en la que había gastado casi todos sus ahorros; era un modelo de onda corta Nordmende de 500 dólares que le permitía sintonizar a cualquier hora del día o de la noche la música y los comentarios de todo el mundo. Esa radio, que él llevaba a todas partes, representó a lo largo de 1966 su principal contacto con el mundo exterior.
Sin la menor duda, Goldstein habría seguido alejado de las relaciones humanas por un período aún más prolongado de no ser por un encuentro fortuito que tuvo un día con un agente de seguros que había conocido en la Mutual de Nueva York. El agente fue muy cordial y pareció preocupado por el bienestar de Goldstein. En el curso de la conversación le dijo que de vez en cuando salía con una azafata de vuelo, que vivía con otra amiga, y sugirió que Goldstein la llamara y la invitara a salir. Vivía en la calle Noventa y uno y trabajaba en Pan American; se llamaba Mary Phillips y era una bonita rubia de ojos azules de Carolina del Sur.
La descripción arrancó a Goldstein de su letargo y, en cuanto volvió a su apartamento en la calle Veinte, la llamó por teléfono. Nadie contestó, pero volvió a intentarlo una hora más tarde y de nuevo a la hora siguiente. Luego, con una persistencia casi desesperada, continuó llamando durante la noche, al día siguiente y toda la semana.
Frustrado, esa situación le recordó la triste época en que no contestaban a su anuncio en los clubes de corazones solitarios; telefoneó a su amigo de la compañía de seguros, que se apiadó de Goldstein y le dijo que siguiera llamando. Probablemente Mary Phillips estaba en un vuelo al extranjero o de vacaciones, dijo el amigo, añadiendo que cuando ella regresara, y Goldstein pudiera conocerla, no se sentiría defraudado.
Goldstein se lo agradeció y durante las dos semanas siguientes la llamó varias veces al día, mientras que el hecho de que ella no estuviera disponible le permitía dejarse llevar por sus fantasías. Empezó a obsesionarse. Estaba convencido de que al final satisfaría sus necesidades románticas; se sentía celoso de los pilotos que viajaban con ella y de los ejecutivos de las corporaciones que le hacían proposiciones a 10.000 metros de altitud. Entonces, una tarde, después de haber marcado y de que el teléfono sonara, alguien levantó el auricular y de repente Goldstein sintió la tentación de cortar, pero oyó que una voz de mujer decía «Hola», y cuando él preguntó por Mary Phillips, la voz dijo: «Soy yo».
Con un leve tartamudeo, Goldstein se presentó; mencionó el nombre del amigo común de la compañía de seguros y le preguntó si la próxima semana estaría libre para almorzar o cenar. Ella le dio las gracias, pero dijo que sus horarios de vuelo y otras obligaciones harían imposible que salieran en todo el mes, pero que después le gustaría conocerle y sugirió que la volviera a llamar. Pareció sincera y a él le gustó el sonido de su voz, cálido y vivaz, aunque de inmediato recordó que era una azafata y que él podría estar reaccionando ante lo que tal vez eran unos modales profesionalmente amables.
De cualquier manera, continuó llamándola con regularidad, pero cada vez que conseguía hablar con ella, declinaba su invitación. No obstante, su amabilidad y gentileza no permitieron que él se irritara o desanimara. Su evasividad parecía intensificar los deseos de Goldstein.
Finalmente, después de cinco meses intentándolo, Al Goldstein concertó una cita con Mary Phillips. Almorzaron en un restaurante cercano a Lexington Avenue y al apartamento de ella. Mientras estaba sentado frente a ella, se sintió tan azorado por su belleza que apenas pudo hablar o comer. Sus ojos azules eran preciosos. Su cabello rubio, su tez blanca, su aspecto sano, todo sugería que no había conocido un solo día de infelicidad en su vida. Su figura esbelta era exactamente la que le gustaba a Goldstein. Mientras la escuchaba y miraba, se dijo qué pensarían los demás sobre ellos: una belleza rubia almorzando con un taxista judío y obeso.
Pero a ella no parecía importarle, y le contestaba con naturalidad y todo lujo de detalles las preguntas que él le hacía acerca de su trabajo y de su infancia en el Sur. Sus parientes eran médicos y abogados rurales; su madre era música y su padre enseñaba historia en la academia militar Citadel de Charleston. Parecía apreciar a sus padres y estar contenta de su pasado; pero mientras Goldstein la escuchaba, se daba cuenta de lo poco que tenían en común. También supo, aunque no la conocía en profundidad, que esa chica no era el tipo de persona con la que él podría salir. Parecía demasiado etérea para su rampante vulgaridad. Y entonces ella le contó que la habían expulsado de la universidad en su penúltimo año por llevar a un amante a su dormitorio.
La facilidad con que se lo reveló lo dejó tan perplejo como el acontecimiento en sí. No había remordimiento en su voz, ningún cambio en su presencia angelical cuando recordó que la convocaron para que se presentase ante el comité de disciplina de Hood College, en Frederick, Maryland, justo antes de las vacaciones de primavera, donde la acusaron de ocultar a un varón en su cuarto durante varias noches. En realidad, admitió ante Goldstein, el joven hacía casi un mes que vivía con ella. Y aunque ella sabía que eso iba contra las normas del campus, también creía que tenía derecho a la intimidad en su dormitorio. Cuando Mary y su amigo se fueron de la universidad y se dirigieron a Charleston para contar a sus padres que la habían expulsado, estos montaron en cólera. Su padre prohibió la presencia del amante en su casa y la madre le rogó encarecidamente que jamás le contara a nadie del pueblo por qué había dejado la universidad.
Después de una triste estancia de varios días en su casa, Mary leyó un anuncio en el periódico de Charleston que anunciaba que acababa de llegar a la ciudad un representante de Pan American para entrevistarse con posibles azafatas. Mary lo vio como su gran oportunidad para escapar de la continua desaprobación de sus padres. De modo que solicitó empleo al representante de Pan Am, pasó el examen y fue aceptada. Semanas después, asistía a una escuela de formación en Miami. Y cinco semanas más tarde se graduaba y la trasladaban a Nueva York. En su primer año con la compañía voló al Caribe, luego cambió a la división europea. Y si bien le contó a Goldstein que no pensaba hacer una carrera —su verdadera ambición era convertirse en editora o escritora por cuenta propia—, le gustaba su trabajo y la vida en Nueva York.
Después de terminar el almuerzo, invitó a Goldstein a su apartamento. Era muy abierta y amable, y pasaron el resto de la tarde charlando. Más tarde dejó bien claro —del modo que pueden hacerlo las mujeres— que estaba lista para acostarse con él. Él vaciló, incapaz de creer realmente lo que estaba sucediendo, pero a primera hora de la noche estaban haciendo el amor.
A partir de entonces la vio con frecuencia y, aunque siguió sintiéndose algo escéptico respecto al afecto que ella le tenía, suponiendo que en gran parte estaba inspirado por su rebelión contra los padres, no osó cuestionar demasiado su fuente de placer. Ella se fue a vivir a su apartamento en la primavera de 1968 y ese verano se casaron en México, aunque él aún no tenía el divorcio de su primera mujer. Esos detalles no le preocuparon en demasía durante aquel año caótico en que el gobierno no parecía merecedor de que le consultasen y en que la desobediencia civil y la disensión tenían simpatizantes en todo el país. Si bien Goldstein jamás se había considerado un activista político, ahora sintió la necesidad de asumir una postura contra el sistema y decidió empezar por revelar en la prensa underground su misión de espionaje para la Bendix Corporation.
Lo consideró una forma de aliviar la culpa que seguía sintiendo, así como de perjudicar a una gran empresa que tenía contratos de fabricación de armamento con el gobierno. Cuando propuso su idea a los redactores de una publicación radical, Free Press de Nueva York, le satisfizo escuchar que estaban ansiosos por publicar su historia. Solo podían pagarle cien dólares, pero le prometieron publicarla en la primera página y darle el espacio suficiente para que él pudiera describir las sórdidas tácticas utilizadas por los ejecutivos contra los inocentes trabajadores.
Goldstein tardó diez días en escribir su artículo. Cuando lo entregó, los redactores quedaron impresionados por las pruebas condenatorias y predijeron que su publicación provocaría traumáticas repercusiones en la jerarquía corporativa de Bendix. Pero una semana después de que los 10.000 ejemplares de Free Press fueran distribuidos en los quioscos con la historia de Goldstein en primera página, con el título «Yo fui un espía industrial para la Bendix Corporation», resultó evidente que los redactores habían calculado mal y exageradamente el interés del público por la historia, o quizá la gente que la leyó no la creyó.
Por la razón que fuera, Free Press no recibió una sola carta o llamada telefónica en respuesta a la historia, y Al Goldstein, que había pasado cada día por el local del periódico en un estado de nerviosa expectación, se sintió muy desmoralizado por el resultado. Pero el encargo de Free Press resultaría con el tiempo beneficioso para Goldstein, porque le dio la oportunidad de conocer a un joven miembro de la revista que se haría amigo suyo y que luego le ayudaría a lanzar su propia publicación.
Jim Buckley, cajista y subdirector de Free Press, era un muchacho bajito, de cabello negro y veinticuatro años de edad, oriundo de Nueva Inglaterra. Pese a haber pasado cuatro años en la Armada y haber vivido numerosas desgracias, tenía la inocencia de un niño de coro. Tenía grandes ojos castaños y tristes, una tez pálida y limpia y una actitud tímida que ocultaba un espíritu inquieto que le llevaba de trabajo en trabajo y de un lugar a otro como compañero temporal de cualquiera que pareciera saber adónde iba.
Nacido en Lowell, Massachusetts, y criado en varios orfanatos, mientras sus padres, separados e irreconciliables, se turnaban para reclamar su tutela y luego abandonarle, Buckley asistió a colegios de Nueva Inglaterra y Florida, California y Hawai, antes de dejar los estudios y convertirse en un profesional del autoestop, una figura delicada y tímida al lado de las carreteras que solían recoger los motoristas. Después de su baja en la Armada en 1965 y de una gira por Oriente, Buckley trabajó como operador de teletipos con una firma de seguridad de San Francisco, como vendedor ambulante de Free Press en Los Ángeles, de cocinero en un restaurante del Greenwich Village, mecanógrafo en las Naciones Unidas, en un puesto de dulces de chocolate en la Exposición Internacional de Nueva York (tras un mostrador de vidrio no lejos de donde Goldstein dirigía su concesión de juegos por cinco centavos), y como portero de un hotel barato de Londres que recibía turistas estadounidenses por cinco dólares al día.
Después de vivir en Francia con universitarios estadounidenses que traficaban con drogas y de estar en el norte de África con pastores árabes de ovejas y de volver a su país para tener un romance cruzando el país con la sobrina de James Agee, Buckley sintió que estaba listo para afincarse en Nueva York y hacer carrera en el periodismo. Pero al cabo de unos meses con Free Press en Nueva York, ya estaba otra vez preparado para dimitir y pensaba invertir sus pocos ahorros en una publicación propia, una que fuera menos polémica y más comercial que Free Press cuyo propietario desanimaba cualquier petición de aumento de sueldo andando descalzo por las oficinas.
Fue entonces cuando Jim Buckley conoció a Al Goldstein, cuya historia de espionaje él ayudó a editar y con cuyas evidentes frustraciones no solo se identificó, sino que las vio como la esencia de una factible sociedad, o por lo menos como una barrera contra la posibilidad de que ninguno de ellos dos, por sí solos, pudieran triunfar. Aunque la idea de Goldstein de iniciar una publicación erótica no interesó en principio a Buckley, que aún no estaba liberado de sus años de severa crianza en orfanatos católicos, estuvo de acuerdo con él en que sin duda existía un mercado para ese tipo de publicación semanal, una especie de Consumer Reports sobre el placer corporal y la lascivia, un semanario que retratara impúdicamente el mundo erótico que crecía a su alrededor, pero que era ignorado por los propietarios moralistas de la prensa del sistema. El sexo era la mayor noticia de mediados del siglo XX en Estados Unidos, le dijo Goldstein a Buckley en un arrebato de orgullo creativo, y su publicación libidinosa y jaranera sería un contraste estimulante para la monótona palabrería de la Nueva Izquierda que dominaba la prensa underground de Estados Unidos.
Así las cosas, a finales del verano de 1968, con una inversión de 175 dólares cada socio, se formó una sociedad para publicar un semanario que Goldstein llamó Screw, inspirado de algún modo por la desaparecida revista de poesía Fuck You: A Magazine of the Arts. Temeroso de que su primera mujer pudiera un día reclamar parte de las acciones de Screw, Goldstein registró su parte a nombre de su segunda esposa, Mary Phillips, que figuraba como coeditora con Buckley, aunque continuaba volando para Pan Am como azafata. Goldstein se identificó como director ejecutivo y puso su nombre sobre una larga lista de colaboradores, la mayoría de los cuales eran producto de su imaginación.
Para sacar el primer número de doce páginas de Screw en noviembre de 1968, y presentarlo en un editorial como «la nueva publicación más excitante en la historia de Occidente», Goldstein y Buckley hicieron prácticamente todo: Goldstein escribió casi todos los artículos, Buckley se ocupó de la composición y ambos personalmente distribuyeron la tirada inicial de 7.000 ejemplares en los contados quioscos de Nueva York que aceptaron la publicación, cuya primera página estaba dominada por una fotografía de una morena en biquini que acariciaba un gran salami kosher.
Del primer número se vendieron más de 4.000 ejemplares; el segundo aumentó las ventas, y al cabo de diez números Screw se transformó en un periódico de veinticuatro páginas con unas ventas que se acercaban a los 100.000 ejemplares. Ahora Screw tenía el dinero para emplear más redactores y reporteros, y muchos de los que empleó tenían capacidad profesional y formación suficiente para trabajar prácticamente en cualquier publicación de Nueva York. El crítico literario de Screw, Michael Perkins, licenciado por la Universidad de Ohio y con un posgrado en la Universidad de Nueva York, había hecho ese trabajo previamente para el Village Voice. El nuevo director editorial de Screw, Ken Gaul, licenciado en Seton Hall en literatura inglesa, había trabajado para la editorial Prentice-Hall. Otro redactor del semanario, Dean Latimer, había ganado una beca de creación literaria en la Universidad de Stanford. El director de arte, Steven Heller, que había trabajado con Buckley en Free Press, se convertiría años más tarde en director de arte de The New York Times. Un joven fotoperiodista llamado Peter Brennan se había licenciado con honores académicos en Fordham, y tenía una licenciatura en literatura por la Universidad de Harvard.
Cuando Brennan entró en Screw en enero de 1971, la publicación acababa de cambiar sus oficinas del pequeño despacho de Union Square, donde ya no cabía una mosca, a unas oficinas más espaciosas en un alto edificio a menos de dos manzanas de distancia. Si bien el edificio de la calle Diecisiete era oscuro y sucio y estaba junto a la Quinta Avenida, Goldstein y Buckley lo consideraron un lugar ideal en el que podían producir su publicación sin llamar la atención de nadie, sin tener ni la más remota idea de que el nuevo local ya estaba bajo la vigilancia de la policía y del FBI.