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La historia no es más que una invención del hombre para ordenar su pasado. La evolución no es un invento, sino un hecho real y el punto de referencia. Cuando el hombre entienda esto cabalmente en el contexto de su propio ser, ordenará su futuro y comprenderá finalmente su pasado.
JOHN WILLIAMSON
El pasado de Williamson empezó durante la Depresión en una región pantanosa de Alabama al sur de Mobile, una indolente localidad con pinos y cipreses, cabañas de madera y familias como clanes cerrados, con aves, liebres y conejos que cada mañana eran cazados por hombres que, al igual que sus presas, vivían guiados por las exigencias básicas de sus naturalezas.
Los hombres mataban tanto con hondas como con rifles, y las mujeres guisaban en cocinas de leña, que eran la única calefacción en el interior de las cabañas. En invierno llovía a menudo, granizaba y el hielo rodeaba las viviendas. Los veranos en el bosque eran calurosos y húmedos, con tan poca brisa que a veces las hojas no se movían, los pájaros se posaban silenciosos en las ramas y el único sonido cerca del agua era el estallido ocasional de una burbuja en la superficie estancada, burbuja provocada por una criatura invisible que vivía en aquellas aguas.
Por la noche, el bosque crujía con los grillos y los saltamontes y el reptar de las serpientes, pero las dos decenas de personas que ocupaban las seis cabañas agrupadas en el claro —la familia y los parientes de John Williamson— caminaban sin miedo por los senderos conocidos de ese dudoso paraíso, y lo preferían a las más sutiles incertidumbres de la remota civilización. Aunque los hombres hubiesen encontrado trabajo fijo en la región más próxima de granjas y fábricas, habrían permanecido en los bosques, donde comprendían los sonidos y los ecos de su aislamiento y donde habían aprendido a sobrevivir como cazadores, pescadores y fabricantes ilegales de bebidas que luego vendían a los traficantes que las distribuían en los villorrios y poblaciones donde era ilegal.
Los alambiques estaban escondidos en los pantanos. Un tío de Williamson hervía el maíz y el azúcar, mientras que su padre, Claud, que tenía un solo brazo, transportaba el whisky de noche a los traficantes en un coche viejo comido por la herrumbre y destartalado, pero mecánicamente perfecto.
Claud Williamson era un hombre enjuto de pelo oscuro y malhumorado que en su juventud se había aplastado el brazo izquierdo contra un tren de carga en marcha cuando intentaba subir a él. Aunque aprendió a compensar físicamente la pérdida, aceptarlo mentalmente se le hizo mucho más difícil, y mucho después del accidente sentía dolores en el lugar donde había estado su brazo izquierdo. A veces soñaba que el miembro arrancado era devorado por insectos que habían invadido la caja donde lo habían enterrado. Asimismo, estaba convencido de que el brazo había sido enterrado en una posición incómoda y que este hecho contribuía a su propio malestar. Al final, desenterró la caja y comprobó que su intuición era cierta. Después de colocar el brazo en una posición que él creía más cómoda y de haber sellado una pequeña hendidura en la madera para que no pudieran pasar los insectos, sintió que los dolores cesaban.
La madre de John Williamson, Constance, nacida en el Medio Oeste, se había asentado en los bosques de Alabama con Claud casi como un acto de rebelión contra su madre, a quien detestaba. Su madre era una bailarina itinerante de Chicago, una libertina viajera que abandonó al padre de Constance por un apuesto jugador. Al terminar ese romance, tuvo una serie de aventuras con otros hombres mientras Constance, hija única, se quedaba sola por la noche o a veces era confiada a gente que apenas conocía durante semanas o meses.
La vida de adolescente de Constance fue solitaria, aunque se adaptaba a cualquier circunstancia; era una joven independiente e introspectiva, buena estudiante en las distintas escuelas a las que asistió y una ávida lectora. A diferencia de su madre, que siempre llamaba la atención de los hombres y vestía con descaro, Constance no tenía interés en su vestimenta ni en la impresión que causaba a los demás. Era una rubia sencilla de cara redonda y ojos azules e inexpresivos que en su adolescencia y a lo largo de toda su vida siempre tuvo sobrepeso.
Después de que su madre se hubiera instalado en Mobile con un nuevo marido, Nash, un vendedor de automóviles, Constance, que entonces tenía quince años, se escapó de casa. Cuando su madre la localizó, Constance ya vivía con el grupo de personas en el bosque, estaba embarazada y se había casado con Claud Williamson, que tenía diecinueve años. Constance se resistió a todos los intentos de su madre y su padrastro para que volviera con ellos y se quedó en el bosque con Williamson, donde dio a luz una hija en 1924. Ocho años más tarde, después de que Constance abandonara en dos oportunidades a Claud porque este bebía demasiado, pero regresando luego al hogar, en 1932 les nació un hijo. Se trataba de John Williamson.
Si bien la condiciones primitivas de vida con Claud raramente parecerían idílicas, Constance se adaptó a aquella intimidad comunal; ella sentía que tenía una familia entre aquellos rústicos extraños. Las hortalizas que plantaban, la caza y la pesca que conseguían, todo se intercambiaba en el grupo. También existía solidaridad con los problemas personales de los demás. Los hombres se ayudaban unos a otros a construir o a ampliar sus casas o graneros. Las mujeres hacían de parteras en el nacimiento de los niños. Todos los chiquillos andaban con libertad y cuando un niño se asustaba o se lastimaba no se dirigía necesariamente a sus padres, sino al adulto más próximo.
Cuando los chicos llegaban a la edad escolar, cada mañana iban juntos, a veces descalzos, por un sendero de casi dos kilómetros hasta un camino de tierra donde paraba un autobús, para hacer un viaje de más de quince kilómetros hasta la escuela. Por la tarde regresaban para ayudar a los adultos a preparar la comida y a recoger leña. Durante las horas de ocio, en la intimidad de los árboles y los matorrales, había una considerable actividad sexual entre los adolescentes. Debido al aislamiento de las familias, era bastante común el contacto sexual entre jovencitos que eran primos. John Williamson tuvo su primera experiencia sexual a los doce años de edad con una prima un poco mayor. Pese a todo, se respetaba el tabú del incesto entre los miembros de la familia inmediata.
Muchos miembros de la comunidad eran de extracción francesa y habían sido bautizados como católicos. Los domingos, esos feligreses viajaban hasta una pequeña iglesia rural a la que también asistían los criollos para oír misa celebrada por un anciano jesuita que viajaba treinta kilómetros desde Mobile. Constance Williamson, convertida al catolicismo, tocaba el órgano y cantaba, pero ningún otro miembro de su familia estaba influenciado por la religión. Su sensual hija, Marion, una morena de ojos negros y cuerpo voluptuoso, era considerada por las mujeres más moralistas una posesa demoníaca, ya que no encontraban otra explicación para el comportamiento bravo y descarado de la chica.
Marion Williamson usaba la ropa más ajustada que podía. Desde que cumplió catorce años, no había hombre en el bosque que no se sintiera tentado por su cuerpo. El hecho de que ella fuera consciente de la atracción que ejercía la hacía coquetear aún más y le encantaba el efecto que producía en el sexo opuesto, pero muy pronto supo que ninguno de aquellos hombres era merecedor de sus encantos ni podía proporcionarle lo que realmente deseaba: escapar del estancamiento y de la cabaña claustrofóbica con su tosco padre y su madre serena y pasiva.
Consideraba a su madre como una superviviente de alguna tragedia secreta, una niña perdida en la selva, y Marion se sentía mucho menos identificada con su madre que con su abuela materna, una vieja descocada a quien en raras ocasiones visitaba en Mobile. Su abuela era una atractiva mujer que se perfumaba, tenía el pelo teñido de negro y grandes pechos que se apretaban contra sus vestidos bien confeccionados. Vivía en una casa cómodamente amueblada y poseía un gran coche que le había regalado el fornido alemán que era su segundo marido, y que no sería el último. Bebía martinis y fumaba Chesterfield sin cesar, tenía sentido del humor e irradiaba energía. Cuando Marion comparaba a esta mujer mundana con su madre pálida y desaliñada, contemplaba una revolución al revés, y en su mente joven no había duda acerca de cuál de esas dos mujeres había sido la más sabia.
El deseo de Marion de fugarse también se vio estimulado en aquel tiempo porque se dio cuenta de que toda la zona de Mobile estaba siendo invadida por miles de pilotos y marinos con dinero en el bolsillo, movilizados para participar en la guerra que se avecinaba. Era el año 1940; la radio hablaba de agresiones japonesas y alemanas y cada día, en los cielos sobre los pantanos de Mobile, rugían los aviones militares que despegaban de la base aérea cercana de Brookley y de la base de entrenamiento naval de Pensacola, al otro lado de la bahía de Florida. Los astilleros de Mobile se dedicaban entonces a cumplir contratos de Defensa y muy pronto se produciría una demanda tal de obreros que hasta los hombres del bosque serían contratados. Entre ellos, y pese a que le faltaba un brazo, estaba el padre de Marion.
Durante los fines de semana, las aceras de las ciudades situadas en la bahía se llenaban de aviadores y marinos a la caza de mujeres. Pronto verían a una que parecía tener más edad de la que tenía; era la sonriente Marion Williamson, que se había fugado de casa. Antes de que sus padres volvieran a saber de ella, se casó con un soldado y a los quince años se convirtió en ama de casa.
Pero el matrimonio no aplacó sus inquietudes y al cabo de unos pocos meses, con la cooperación de varios militares, la relación quedó disuelta. Sin embargo, a los dieciséis años se volvió a casar, esta vez con un piloto naval que tenía diez años más que ella. Se llamaba John Wiley Brock y la llevó de Pensacola a Norfolk, donde tuvieron un hijo en febrero de 1941.
Cuando a Brock le destinaron a Pearl Harbor, Marion y el niño se fueron a vivir con los padres de Brock en Montgomery, pero después del ataque japonés a Pearl Harbor en diciembre de 1942, en el que Brock sobrevivió, Marion partió con el bebé hacia California; les dijo a sus suegros que deseaba estar más cerca de su marido mientras esperaba que este regresara al hogar. Sin embargo, en California conoció a otro hombre y empezó una relación con él, dejando al bebé en un centro de acogida de menores. Al poco tiempo, sus suegros recibieron un mensaje furibundo de Brock desde el portaaviones Enterprise, en el que les informaba del comportamiento de Marion y les pedía que fuesen a California a recoger al niño. Así lo hicieron; volvieron con el niño a Montgomery y, pese a las protestas de Marion, con el tiempo se convirtieron en sus tutores legales. Mientras tanto, Brock modificó su testamento y cambió el beneficiario de su póliza de seguro militar en un intento de privar a su esposa de su herencia. También estableció un fondo legal a nombre de su hijo. Esa fue una de las últimas cosas que hizo antes de que el fuego de artillería japonés alcanzase su avión torpedero durante la batalla de Midway y muriese en la explosión.
En 1943 Marion contrajo matrimonio con un oficial naval llamado Richard McElligott, un graduado de Annapolis con quien tendría dos hijos y una hija, pero esa relación tampoco disminuyó sus impulsos de tener aventuras con otros hombres. Con el tiempo, abandonó al oficial naval por un hombre de relaciones públicas de la Columbia Pictures con quien tuvo otro hijo, para dejar finalmente a su marido por un hacendado brasileño.
A lo largo de su incesante odisea lejos de los bosques, al igual que un hermoso pájaro itinerante en una incansable travesía, vivió brevemente en decenas de ciudades de Estados Unidos, Europa y Sudamérica, y tuvo una gran variedad de trabajos: guía turística en Río de Janeiro, camarera, ayudante de compras en la sección infantil de los grandes almacenes Sacks en la Quinta Avenida de Nueva York, cajera en un restaurante hawaiano de Beverly Hills llamado Luau. Periódicamente, y siempre sin previo aviso, volvía a Alabama a visitar a sus padres y a su abuela. En su última visita a la abuela antes de la muerte de esta, estuvieron en un bar de la frontera entre Alabama y Mississippi donde las dos mujeres, junto a la hija de Marion, que fumaba marihuana, pasaron la tarde bailando al son de la música y jugando con las máquinas tragaperras.
De todos los hombres que conocieron a Marion, quizá quien más comprendió su naturaleza nómada y trató de emularla fue su hermano John, que también debió de agradecerle que le diese la oportunidad de echar un vistazo al inmenso mundo que había tras aquellos bosques. Cuando era colegial, fue invitado dos veces a otras partes del país donde ella vivía con su tercer marido, el oficial naval Richard McElligott. La primera vez, en 1943, cuando McElligott estaba destinado en Boston, y John solo tenía once años, vivió en su piso de Cambridge durante seis meses y asistió a una escuela pública de Boston. En 1947, cuando cumplió quince años, pasó un verano con los McElligott en Alhambra, California, cerca de Los Ángeles, donde conoció a un grupo de adolescentes que se dedicaban a preparar coches de carreras, modificando modelos normales y transformándolos en bólidos pintarrajeados y les ayudaba a ajustar los motores. Ya en aquella época, John Williamson era un hábil mecánico.
En Alabama había pasado muchas horas después de la escuela trabajando como aprendiz de mecánico en un garaje local, no lejos de donde sus padres habían instalado su casa durante la guerra, que trasladaron haciéndola rodar sobre troncos hasta un claro fuera del bosque. Williamson era un chico tranquilo, introspectivo, de cuerpo delgado, cabello rubio casi blanco y manos siempre sucias porque se dedicaba incansablemente a arreglar motores de camiones, rifles de caza que no funcionaban o tocadiscos rotos. Poseía un sentido instintivo para la mecánica y se las arreglaba para hacer cualquier reparación. A los doce años había construido su propia radio usando alambre y metales de desecho que había encontrado en los bosques, incluyendo un trozo de cobre que había robado de una destilería clandestina, lo que le valió una paliza brutal a manos de su padre.
En el instituto rural al que asistía era un estudiante excelente en ciencias y matemáticas y muy deficiente en historia. En su curso había dieciocho alumnos, pero él no hizo buenas migas con ninguno de ellos en especial. La presencia de su irascible padre le disuadió de invitar jamás a algún compañero a su casa después de las clases, y prefería estar a solas la mayor parte del tiempo para leer obras sobre maquinaria o comunicarse con otras personas a través de su propia radio de onda corta.
Aunque había algunas chicas en las cercanías con las que se acostaba de vez en cuando, e incluso una que le permitía fotografiarla desnuda, Williamson no se comprometió seriamente con ninguna de ellas. Sus fantasías se centraban principalmente en su solitaria escapatoria de todo lo que había conocido hasta entonces en el Sur rural. Después de terminar el instituto en 1949, su hermana le escribió diciendo que había concertado una cita para que entrase en Annapolis, pero la idea de un rígido confinamiento académico le resultó muy poco atractiva. En cambio, se alistó en la Armada. Después del adiestramiento básico en San Diego y de estudiar electrónica en institutos navales en el norte de California, Williamson fue enviado a miles de kilómetros al oeste para sumarse a las fuerzas estadounidenses de ocupación en un conjunto de pequeñas islas del Pacífico Sur, que serían su hogar durante los siguientes cuatro años de su vida.
Durante ese tiempo, se convirtió en uno de los técnicos electrónicos más versátiles de la Armada, capaz de llevar a cabo el mantenimiento o la reparación de toda clase de equipos, desde teletipos hasta máquinas de radar y sónar. Destinado primero en las islas Marshall a un atolón árido y casi sin vegetación llamado Kwajalein, en el que vivían mil marineros y aviadores en medio de un tedio insoportable, su condición de especialista muy pronto le permitió viajar en aviones militares a varias islas en las que no solo conoció a una gran variedad de personal militar y civil, incluyendo mujeres, sino también a los nativos, que le resultaban mucho más interesantes que sus compatriotas.
Uno de sus lugares favoritos era la isla de Ponape, en las Carolinas, un promontorio volcánico de tierra fértil con selvas y bosques húmedos muy hermosos, cataratas y ríos y unos pocos miles de simpáticos nativos que, al igual que los habitantes de casi todas las islas, hablaban su propio idioma y tenían sus propia cultura y costumbres. Con el tiempo, Williamson aprendió su idioma, y ellos le invitaban a sus casas, llegando a conocer sus artefactos y a participar en sus ceremonias; también bebía la kava, una fuerte bebida hecha con las raíces de los pimientos. A veces, esa isla remota le recordaba en su belleza los bosques de su infancia que Williamson creía haber dejado atrás.
A medida que las fuerzas militares abandonaban poco a poco las distintas islas a principios de la década de 1950 dejándolas bajo la jurisdicción del Departamento del Interior de Estados Unidos, que las supervisaba según un acuerdo de las Naciones Unidas, John Williamson aceptó una baja anticipada de la Armada a cambio de convertirse en empleado gubernamental, asignado a colaborar en el mantenimiento de todo el equipo de comunicaciones y navegación necesario para que Estados Unidos mantuviera su vigilancia en el Pacífico Sur.
Asistido por técnicos estadounidenses y nativos, Williamson instaló sus oficinas en la isla de Truk, pero cada semana viajaba miles de kilómetros para supervisar las instalaciones de otros destacamentos. Un día, cuando visitaba una isla de las Carolinas occidentales llamada Yap, conoció a una atractiva rubia alemana, tres años mayor que él, que vivía sola en el poblado de Quonset y estaba empleada en el archivo del hospital estadounidense de Yap. Se llamaba Lilo Goetz y quería convertirse en antropóloga, especializada en las culturas del Pacífico Sur, una parte del mundo que le había fascinado desde su niñez en Berlín, cuando había visto la película El motín del Bounty. En sus primeros años escolares leyó todos los libros disponibles en la biblioteca pública sobre el Pacífico Sur, y en 1950, al dejar la casa de sus padres en el sector estadounidense de Berlín, fue a Honolulú y pasó los dos años siguientes estudiando en la Universidad de Hawai.
Después realizó largos viajes por el Pacífico y vivió durante una breve temporada en distintas islas antes de afincarse en Yap. Supo que se estaba adaptando con éxito en su nuevo medio cuando se sintió cómoda haciendo el amor con un hombre de Yap sentada y en cuclillas, como preferían la mayoría de los nativos. Esas posturas requerían equilibrio y unas piernas resistentes, que en su caso se habían fortalecido practicando durante años ejercicios atléticos y danza. Justamente su aspecto saludable fue lo que más atrajo a Williamson cuando la vio por vez primera en una fiesta ofrecida por uno de los directores del hospital donde ella trabajaba.
Superando su habitual reticencia con las mujeres que no conocía, Williamson se puso a conversar con ella y le preguntó si quería cenar con él cuando regresara a Yap la semana siguiente. Ella aceptó amablemente y, aunque no se lo mencionó en ese momento, de hecho ella ya le conocía, pues había preguntado por él después de haberle visto un día desde la ventana de su despacho durante un huracán, mientras él estaba en un edificio cercano, al parecer indiferente a la lluvia y los grandes vientos, mientras tomaba fotografías de la tormenta. Ella había disfrutado observándole; su figura empapada y golpeada por el viento le recordó a los capitanes sobre las cubiertas en medio de tormentas que ella había visto en el cine, personajes valientes y desafiantes, aferrados a los mástiles. Sin embargo, después de cenar con él, descubrió con satisfacción que no parecía de ningún modo osado, aventurero o descuidado. En cambio, lo encontró reservado y reflexivo, un interlocutor atento y extremadamente culto, tal vez un poco melancólico y, en lo que se refería al sexo, serenamente insistente. Aunque se sintió desilusionado cuando ella se negó a acostarse con él después de sus primeras cenas, continuó llamándola por teléfono y organizándolo para verla cada vez que llegaba de Truk. Y como prueba de su deseo de complacerla —después de que ella reaccionara negativamente al tatuaje de su brazo izquierdo, diciendo que era la marca de un rufián y que él no era eso—, Williamson fue a ver a un médico e hizo que se la borrara.
Al poco tiempo, Williamson no solo era su amante, sino que la había convencido de que se fuese con él a Truk, que estaba a mil doscientos kilómetros de Yap. Él apresuró su marcha cuando la persuadió de que los nativos de Yap estaban cada vez más insatisfechos con la presencia de extraños; ella se convenció después de que una tarde observara a dos nativos con cara de pocos amigos deambulando cerca de su casa armados de machetes. En Truk y con Williamson se sentía segura y contenta, y en marzo de 1954 contrajeron matrimonio en esa isla, pasaron allí su luna de miel y ella consideró ese período de su vida como la quintaesencia del romanticismo.
Pero en noviembre, embarazada de seis meses, contrajo una anemia. Williamson pensó que debían dejar de forma definitiva el Pacífico para vivir en el continente, no solo por el bien de Lilo, sino también por el suyo, pues ya no sentía motivado en su trabajo y estaba cansado de su vida errante en las islas, de tomar aviones y barcos para ir de un sitio a otro todo el tiempo, y de las pésimas viviendas de aquellas islas tropicales. Había oído decir que había nuevas oportunidades para ingenieros y técnicos en la costa oriental de Florida, en Cabo Cañaveral y sus alrededores, donde el gobierno se estaba embarcando en un programa de misiles del que se esperaba que un día lanzara cohetes al espacio. Varias corporaciones importantes habían invertido grandes sumas de dinero en la investigación espacial. Asimismo, los científicos estadounidenses, junto con Wernher von Braun y otros expertos alemanes, ahora empleados por los militares estadounidenses, estaban diseñando versiones más poderosas y nuevas de las V-2 utilizadas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Como Lilo no solo deseaba, sino que ansiaba vivir en Estados Unidos, se fueron de Truk en cuanto ella pudo viajar. A finales de febrero de 1955, un mes después de haber llegado a Florida y de que Williamson lograra un empleo en Boeing, tuvieron un niño. Lilo lo llamó Rolf. El tener un hijo la alivió de la decepción de vivir en un pequeño y húmedo motel aislado en la costa oceánica a unos cuantos kilómetros de la base militar de Cabo Cañaveral. Esa no era la Florida sobre la que ella había leído tanto en las revistas de viajes; había dunas desoladas y palmeras raquíticas rodeadas de pantanos en un ambiente dominado por los mosquitos. Cabo Cañaveral, a más de 150 kilómetros de la costa de Daytona Beach, con un camino aún más largo al sur hasta Fort Lauderdale, todavía no estaba preparado para acomodar a las mujeres y los niños que seguían a los hombres a esa aislada zona dedicada a la ingeniería de los misiles. La tienda más próxima, en el pueblo de Cocoa Beach, quedaba a casi 5 kilómetros. El cine más cercano estaba a 20 kilómetros; el hospital donde nació Rolf, a 30. Y para encontrar un buen restaurante o ambiente nocturno era necesario conducir 80 kilómetros por el interior hasta Orlando.
Por más nostálgica que a veces se sintiese de las exóticas islas del Pacífico Sur, Lilo sabía que su marido parecía contento con su empleo, aunque el reglamento militar le prohibía hablar con ella de su trabajo. Cada mañana conducía su pequeño Ford descapotable hasta la base aérea y se reunía con los demás ingenieros y técnicos en los barracones donde estaban sus oficinas y laboratorios. Por la noche regresaba al motel a cenar en su apartamento de dos habitaciones. Casi todos los huéspedes del motel, así como la gente que vivía en las destartaladas casas al borde de la carretera, estaban de algún modo relacionadas con Cabo Cañaveral. A Lilo le parecía irónico que esos pioneros de la tecnología futurista vivieran y trabajaran en un medio tan anticuado y en tan malas condiciones.
Pero la situación empezó a cambiar en 1956, cuando se construyeron nuevas casas y hoteles alejados de la playa y a la orilla de los lagos. En 1957 —después de que el satélite Sputnik soviético dejara atónito a Estados Unidos—, de repente pareció haber una cantidad ilimitada de fondos gubernamentales para la carrera espacial contra los rusos. Cada día había aviones militares que aterrizaban en Cabo Cañaveral transportando militares de alto rango y científicos de Washington. Von Braun y su equipo viajaban regularmente desde Huntsville. Se construyeron torres más altas, plataformas de lanzamiento y hangares a lo largo de la costa, y se dobló o triplicó el número de trabajadores. Los especuladores y agentes inmobiliarios explotaron los pantanos alrededor de Cocoa Beach; se abrieron tiendas, bares, restaurantes de comida rápida, a los que se sumaron los operadores de maquinarias, las gasolineras, lavanderías y farmacias, así como agentes de seguros, médicos, sacerdotes y chicas para los bares.
Poco antes de la invasión inmobiliaria, Lilo y John Williamson mandaron construir una pequeña casa en casi una hectárea cerca de Cocoa Beach por menos de 10.000 dólares, un precio que muy pronto se cuadriplicó. Williamson dejó su trabajo en Boeing por otro mejor pagado en Lockheed. Ahora estaba entre los ingenieros que trabajaban en el X-17, los Polaris, y otros cohetes. También le enviaban en viajes secretos. Cuando estaba en Cabo Cañaveral, a veces trabajaba día y noche. Los frecuentes fallos y desperfectos de los primeros cohetes sumían a Williamson y sus colegas en un constante estado de agotamiento y depresión. Todos sentían la urgencia de alcanzar a los rusos, cuyos cohetes, más grandes, ya estaban equipados para poner en órbita a un perro e incluso a un hombre. La creciente presencia de la prensa en Cabo Cañaveral significaba que ningún fallo estadounidense podía mantenerse en secreto.
En casa con Lilo y su hijo, Williamson estaba tenso y distante. Dormía de forma irregular y pasaba muchas horas de la noche leyendo manuales técnicos o novelas de ciencia ficción, o preocupándose por el diseño o el mantenimiento de algún artefacto mecánico. Demostró poco interés por su hijo, que ya tenía casi tres años de edad. Una mañana de domingo, en agosto de 1958, mientras Williamson estaba en el jardín delantero ajustando el propulsor a un buggy de cuatro ruedas, el pequeño cayó al lago desde el muro. No se oyó el ruido debido al estruendo del propulsor. El niño quedó atrapado bajo una barca amarrada y no pudo salir a la superficie.
Cuando Lilo, que estaba en la cocina, salió a ver al niño y no lo encontró, corrió a la playa. Williamson buscó por el lago, se metió en el agua, pero no vio el cuerpo atrapado. Más tarde, cuando llegó la policía, encontraron al niño muerto. Lilo sufrió una crisis de ansiedad y necesitó sedantes los dos meses siguientes. John Williamson asumió su parte de culpa por la negligencia, y después del funeral se fue a Alemania con ella, donde permanecieron con la hermana y el cuñado de Lilo.
Al volver a casa seis semanas después, en octubre de 1958, Williamson aceptó gustosamente una excedencia de un año de Lockheed, de modo que pudo trabajar como consultor militar en California y más tarde en la base aérea Wright en Dayton. Lilo le acompañó, vivió con él en moteles y apartamentos amueblados, se mantuvo ocupada con varios trabajos y, a finales de 1959, se alegró al saber que volvía a estar embarazada.
Sin embargo, una vez de regreso en Florida, Lilo estaba sola con frecuencia cuando John hacía viajes imprevistos a estaciones de recuperación de cohetes en el Caribe. Una tarde la conminó a que volviera a visitar a su hermana en Alemania. Le dijo que estaba ocupado en una importante misión confidencial y añadió que pronto se reuniría con ella en Europa, y que muy probablemente irían a vivir a Pakistán. Parecía entusiasmado con esas novedades y ella se alegró de dejar definitivamente aquel lugar donde siempre se había sentido sola y desesperada.
Pero una vez en Alemania, Lilo recibió un mensaje de él diciendo que sus planes se habían cancelado abruptamente. No se encontrarían en Europa, no irían a vivir a Pakistán; ella debía regresar a Florida. Cuando Lilo se reunió con su marido en Cocoa Beach, quedó tan atónita ante su mal aspecto y desánimo que no le pidió una explicación sobre el asunto de Pakistán. Tenía profundas ojeras, estaba más gordo, fumaba un cigarrillo detrás de otro, bebía en exceso y parecía aturdido o bajo la influencia de alguna droga. Pasarían meses antes de que ella pudiera adivinar por qué no se había reunido con ella en Europa antes de partir para Pakistán.
Por lo poco que él reveló y por los rumores que ella oyó por Cabo Cañaveral, comprendió que su marido había estado trabajando como ingeniero de los aviones espías U-2 (uno de los cuales había sido derribado en 1960 por los soviéticos, a consecuencia de lo cual fue capturado el piloto estadounidense Gary Powers, quien reveló la misión de espionaje de su país). Los indignados rusos también anunciaron que los vuelos del U-2 se habían hecho desde una base en Pakistán.
Si bien ese incidente se publicó en los periódicos de todo el mundo durante semanas y perjudicó bastante al presidente Eisenhower y a los altos mandos militares estadounidenses —y supuso la suspensión del proyecto U-2—, la repercusión política disminuyó con el tiempo. Pero Williamson siguió muy deprimido, y a veces expresaba una profunda amargura y resentimiento contra ciertos funcionarios militares y gubernamentales. Lilo solo podía suponer que se había visto envuelto en alguna disputa interna sobre el equipo de comunicaciones o la capacidad operativa del U-2, del que se creía que podía volar a una altura tal que ningún misil soviético de tierra lo alcanzaría. De cualquier modo, los soviéticos habían vuelto a demostrar su capacidad tecnológica y, si el estado depresivo de su marido era indicativo de algo, entonces había un gran malestar entre los pilotos espías estadounidenses y sus colaboradores civiles.
John Williamson seguía yendo a su despacho de Lockheed cada mañana, pero Lilo dudaba que pudiera superar su depresión y aburrimiento para actuar eficientemente como ingeniero de instrumentación. Cuando ella sugirió que quizá un psiquiatra podría ayudarle, él reaccionó con frialdad. Solo expresó cierta alegría después del vuelo suborbital del astronauta Alan Shepard en 1961 y del lanzamiento espacial de John Glenn en 1962, dos acontecimientos que provocaron estallidos de alegría entre los miles de espectadores que se alineaban en la playa y entre los cientos de funcionarios y científicos de Cabo Cañaveral. Aunque escoltó a su esposa a las fiestas de celebración del posterior aterrizaje a las que asistían los demás ingenieros, políticos y astronautas, no parecía pasarlo bien. Bebía mucho y hablaba muy poco. Al menos para Lilo, se había vuelto casi inabordable, muy diferente de la figura romántica que ella había visto sobre aquella torre, golpeado por el viento y la lluvia, hacía tantos años, durante el huracán del Pacífico. Ella aceptó la posibilidad de que tuviese aventuras con otras mujeres. Ahora vivían en Cabo Cañaveral algunas mujeres bastante atractivas que trabajaban en las oficinas de la administración espacial, en las tiendas de Cocoa Beach o en los restaurantes y bares de los nuevos moteles. Si no hacía el amor con alguna de aquellas mujeres, significaba que prescindía de su vida sexual; de hecho, el sexo con ella era casi inexistente.
Cuando regresaba a casa de la oficina, por lo general a última hora de la tarde y oliendo a alcohol, parecía sumido en sus pensamientos, distante de todo lo que le rodeaba. No se mostraba más interesado por su hija de lo que lo había estado por su hijo. Después de la cena, se quedaba despierto hasta tarde leyendo libros de filosofía, religión, psicología y novelas de ciencia ficción que devoraba por decenas.
Poco antes de las Navidades de 1962, se concentró por completo en la lectura de una extensa novela que de repente e inexplicablemente pareció reanimar su espíritu. Se trataba de La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, y después de haberla terminado y de que Lilo expresara su curiosidad, le explicó algunos aspectos de la obra. Los personajes principales son industriales e idealistas estadounidenses de gran voluntad que se oponen a un grupo de políticos y burócratas de Washington deseosos de reducirles a las normas de mediocridad y conformismo aprobadas por el gobierno a fin de poder dominarles. Los individualistas no solo se rebelan contra esa presión, sino que al final se retiran de la vida nacional y fundan su propia comunidad ideal en un lugar que solo ellos conocen. El protagonista de este libro es un intelectual extraño, elusivo y disconforme llamado John Galt; la heroína es una dinámica heredera de una familia con intereses en los ferrocarriles llamada Dagny Taggart; la apreciación cínica del libro sobre la burocracia federal estaba en consonancia con lo que había sentido Williamson los últimos dos años.
Al igual que el héroe de la novela, Williamson consideraba que una forma de cambiar la sociedad para bien era retirarse momentáneamente de la misma, crear con sumo cuidado un modelo más ideal de vida en un lugar privado, y por último, ampliar poco a poco ese lugar y su objetivo haciéndolo accesible a gente no solo dispuesta a cambiar, sino también merecedora de ese cambio. Hacía tiempo que Williamson se sentía ansioso de cambiar y ser cambiado, pero hasta entonces se veía como un simple personaje itinerante que había salido de los bosques de Alabama rumbo a las islas del Pacífico y a los equipos técnicos de Cabo Cañaveral en busca de un lugar que aún no había encontrado. Tal vez, como el protagonista de la novela, llegaría a descubrir que ese lugar no se podía encontrar: había que crearlo. Aunque no tenía idea de cómo empezar, decidió que no podía seguir trabajando para el gobierno.
Dimitió de su cargo en Cabo Cañaveral y pensó en irse al cabo de una semana a Los Ángeles, donde de momento aceptaría un trabajo bien pagado que ya le habían ofrecido como ingeniero en una empresa que fabricaba material magnético de grabación. Le dijo a Lilo que esperaba que ella le siguiera al cabo de un mes, viajando placenteramente en coche con la niña, y que tendría una casa esperándola en cuanto llegara. Ella se preguntó qué debía hacer, poniendo en duda la estabilidad de su matrimonio, pero como no tenía ninguna razón para permanecer en Florida ni quería buscar otro sitio, convino en que se reuniría con él.
Lilo llegó con su hija de dos años en febrero de 1963; pasó un año tranquilo viviendo con Williamson en una zona residencial de Los Ángeles y se sintió más aliviada que sorprendida cuando por último él insinuó que se divorciaran. No había ninguna pasión, pero tampoco hostilidad. Convino serenamente que debían seguir cada cual su propio camino y no objetó los términos del divorcio que él sugirió. Ella seguiría viviendo en la casa de Los Ángeles y adquiriría una propiedad que diera beneficios en Florida; asimismo, recibiría 650 dólares mensuales para la manutención de la niña. Williamson también dijo que quería hacerle una póliza de seguro más sustanciosa. Un día antes de que se acordara el divorcio, él llegó a casa con una agente de seguros para que le explicara los términos del contrato. La agente era Barbara Cramer.