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Los vientos atacan el yo, lo dejan lloriqueando y
gritando, para acabar en un alma desnuda y aterrorizada.
Seguid al viento y conoced la bondad.
Cerrad las persianas del miedo y perded la eternidad
y la llama brillante y danzarina del ser…
Tratad entonces de meditar y abarcar el infinito.
Id a sus puertas y preguntad allí el significado.
El camino es largo, cubierto de vegetación que ansía
daros raíces como las suyas.
Dejadlos atrás porque morirán con el verano…
JOHN WILLIAMSON
Cuando en 1970 John Williamson empezó a reclutar nuevos adeptos para Sandstone, no era el único en creer que las comunidades que ofrecían un estilo alternativo de vida estaban alcanzando su madurez en Estados Unidos; de hecho, según un estudio publicado en The New York Times, se calculaba que en el país había aproximadamente unos dos mil grupos distintos de diversos tamaños y características afincados en villas rurales y edificios urbanos, mansiones en las montañas o casas de adobe en el desierto, cúpulas geodésicas y edificios suburbanos. Estaban constituidos por horticultores hippies, místicos de la meditación, swingers, fanáticos de Jesús, evangélicos ecológicos, músicos de rock retirados, militantes pacifistas agotados, ex ejecutivos de empresas y adeptos a Reich y Maslow, a B. F. Skinner, Robert Rimmer y Winnie the Pooh.
En Oregón, unos kilómetros al oeste de Eugene, había una colonia de 32 hectáreas fundada por personas sexualmente liberadas del Medio Oeste que tenían un negocio de carne de vacuno. En Berkeley, California, había parejas que vivían conyugalmente, aunque no siempre de forma compatible, en una gran casa llamada Harrad West, inspirada en una novela de Robert Rimmer sobre las utopías sexuales. En una residencia de los bosques de Lafayette, a las afueras de Oakland, vivía un propagandista de treinta y cuatro años del «hedonismo responsable», llamado Victor Baranco, que, después de haber hecho dinero en el negocio inmobiliario, tenía varias minicomunas en California y otros estados. La revista Rolling Stone llamaba a Baranco «el coronel Sanders de la vida comunal».
No lejos de San Cristóbal, en Nuevo México, estaba la comunidad Lama de 52 hectáreas, fundada por un artista de Nueva York y su esposa educada en Stanford. En las montañas de Colorado, cerca de Walsenburg, había un grupo de casas de campo que pertenecían a la comunidad Libre, cuyos miembros trabajaban como pintores, alfareros y artesanos del cuero. A quince kilómetros de Meadville, en Pensilvania, se encontraba la comuna hippy de Oz, afincada en las tierras que había heredado un comerciante naval. Y en Virginia central, cerca de la ciudad de Culpeper, se hallaba la comunidad Twin Oaks, de 48 hectáreas, que había sido fundada por jóvenes teóricos sociales que tenían una granja, fabricaban hamacas y llamaron a su principal residencia Oneida.
En la ciudad de Nueva York había comunas en casas antiguas ocupadas por habitantes dedicados al cultivo del espíritu que, cuando no se concentraban en el yoga o recitaban mantras, se empleaban como carpinteros, albañiles o pintores de casas. En Putney, Vermont, de donde el grupo de John Humphrey Noyes había sido expulsado hacía más de un siglo, ahora había cinco comunas contraculturales, la más anarquista de las cuales —la Red Clover— estaba financiada casi por completo por el privilegiado heredero de una poderosa familia de la industria de los cereales. Más al norte, había una comunidad agrícola llamada Bryn Athyn, que estaba habitada por numerosos lectores de Reich que creían que había una indudable correlación entre monogamia, sentimientos de posesión, celos y guerra; pero esta comunidad agrícola, como tantas otras habitadas por radicales formados en la universidad, fracasaría económicamente porque sus miembros pasaban demasiado tiempo leyendo libros de calidad y pontificando al lado del fuego en vez de estar en el establo ordeñando las vacas.
Esa fue la impresión que tuvo el escritor Robert Houriet, que entre 1968 y 1971 —mientras buscaba material para su libro Getting Back Together—, visitó decenas de comunas en todas las regiones del país. Aunque admiró el idealismo y la eficiencia que encontró en lugares como Twin Oaks, en Virginia, no pudo ignorar el hecho de que muchos otros miembros de comunas carecían de disciplina y de dedicación para practicar lo que predicaban. Denunciaban la contaminación y la falsedad del mundo exterior y, sin embargo, creaban una cultura de basura en minúsculas cabañas psicodélicas con una población compuesta por vagabundos que tenían mucha droga pero muy poca energía. Dondequiera que iba Robert Houriet, oía decir a los jóvenes que ansiaban vivir en orgánica armonía con la tierra, habitar un lugar pacífico y remoto, lejos del egoísmo y la hostilidad; pero Houriet también se encontró con «reuniones maratonianas y ridículas que no podían resolver problemas como, por ejemplo, si se dejaba entrar o no a los perros en las casas. En todas partes había coches que no funcionaban y bombas de agua que no bombeaban porque todos sabían mucho de la historia ocultista del tarot, pero nadie tenía nociones de mecánica. En todas partes había gente que rechazaba el sistema capitalista, en nombre de la autosuficiencia y la libertad, pero que aceptaba las sobras gratuitas del sistema. Los fregaderos estaban llenos de platos, las vacas vagabundeaban con los cercados abiertos, sin nadie que se responsabilizara de ello. En todas partes había inestabilidad, y todo era transitorio. Siempre había alguien que recogía sus cosas, guardaba su guitarra y daba un beso de despedida a los demás, de nuevo a la búsqueda de una comuna verdaderamente libre y sin rémoras del pasado».
John Williamson era consciente de que las comunas tendían a atraer a esa clase de gente desarraigada, y le preocupaba llegar a tenerlos en Sandstone. Si bien quería que algunas parejas contraculturales participasen en la experiencia de Sandstone —llegó a publicar un anuncio de una suscripción de miembros en el periódico underground de Los Ángeles, Free Press—, no indicó la dirección deliberadamente, sino que puso el número de teléfono de un pequeño despacho en la ciudad que había alquilado y en el que sus seguidores podían entrevistar personalmente a los solicitantes y explicarles los requisitos básicos y el coste de hacerse miembro de Sandstone.
Debido a que Sandstone no tenía ni granja ni industria que le proveyera de ingresos económicos, Williamson decidió aceptar aproximadamente doscientos miembros que pagarían 240 dólares al año por usar Sandstone como una especie de club. Podían visitarlo durante el día para nadar en la piscina, tomar el sol desnudos en la terraza de la casa principal, hacer picnics en el jardín, y algunas noches podían reunirse con la «familia» en una cena-bufet donde el nudismo era lo habitual, pero no obligatorio. Después de la cena, podían bajar a una habitación amplia, apenas iluminada y con moqueta roja que tenía colchonetas y grandes almohadones, que podía usar quien deseara hacer el amor, o simplemente relajarse y escuchar la música estereofónica, o conversar con otra gente alrededor de la chimenea.
Para asegurarse de que todos los posibles miembros quedaban advertidos de las noches permisivas de Sandstone, cada solicitante recibía durante la entrevista un folleto que decía:
Las ideas en que se basa Sandstone incluyen la de que el cuerpo humano es bueno, que la expresión abierta del afecto y de la sexualidad es buena. Los miembros de Sandstone pueden hacer lo que quieran siempre que no sean ofensivos ni impongan sus deseos a los demás. No existe una actividad estructurada, ningún programa de estudio del comportamiento. Los miembros son libres de hacer lo que quieran, siempre que quieran, en espíritu de comunidad. […]
La fortaleza y el sentido último de la experiencia de Sandstone estriban en el contacto humano fuera del contexto de la fiesta convencional o los cócteles con todos sus juegos, regates y escondites. El contacto en Sandstone incluye el nivel básico de desnudos y de una literal, física y abierta sexualidad. En estos términos, la experiencia supera cualquier intento de intelectualizarla. Esta realidad en acción, con su efecto de aceptar y ser aceptado en términos básicos, sin reservas, sin máscaras, es la esencia de la experiencia de Sandstone. Trasciende la fantasía y crea un nuevo tipo de comunidad donde la mente, el cuerpo y el yo de una persona dejan de ser desconocidos entre sí. En esta comunidad, las diferencias entre la gente se convierten en fuente de deleite en vez de motivo de conflicto.
Entre las pocas normas rígidamente implantadas en Sandstone estaba la de que no podía haber ningún miembro menor de dieciocho años, que no se consumiría ningún tipo de droga en la comunidad, y, a fin de mantener un equilibrio entre los sexos, solo se permitía que asistieran parejas a las actividades nocturnas. Aunque se servía vino en la cena, no se fomentaba el consumo de licores o bebidas alcohólicas. En las entrevistas preliminares se hacían esfuerzos, apoyados después por Barbara y John Williamson en las entrevistas definitivas en la casa principal, por enterarse de si los solicitantes tenían una historia clínica de alcoholismo, de adicción a las drogas, enfermedad mental u otros problemas que pudieran salir a la luz o agravarse en el ambiente sexualmente manifiesto de Sandstone, donde algunas parejas formales podían tomar conciencia y hasta presenciar, por primera vez, la infidelidad de su cónyuge.
Hasta donde fuera posible, John Williamson quería reunir una gran cantidad de parejas estables, jóvenes sensuales de clase media que creyeran que sus relaciones personales podían salir reforzadas, no destruidas, por medio de la eliminación del sentimiento de posesión sexual. Asimismo, Williamson tenía la esperanza de que los miembros incluirían un alto porcentaje de representantes del periodismo y la universidad, hombres de negocios, abogados, médicos, escritores y científicos sociales, individuos de éxito que pudieran difundir la filosofía de Sandstone entre sus amigos, colegas y el público consumidor que era cada vez más receptivo a nuevas ideas y valores.
A fin de conocer y posiblemente reclutar a personas influyentes, Williamson envió cartas a distinguidos antropólogos y psicólogos adscritos a la universidad, invitándoles a pasar un día en Sandstone; contrató a un especialista en relaciones públicas y concedió entrevistas a la prensa. Con su mujer, Barbara, hizo largos viajes para asistir y hablar en seminarios sobre formas de vida alternativas y cambios en las costumbres matrimoniales. En uno de esos simposios celebrado en Kirkridge Retreat, en las montañas Pocono de Pensilvania, Williamson pronunció una conferencia explicando los objetivos de Sandstone ante una audiencia entre la que se incluía Robert Francoeur, un hombre que había dejado el sacerdocio católico para convertirse en marido, escritor y profesor de embriología en la Universidad Fairleigh Dickinson; Rustrum y Della Roy, dos químicos de la Universidad de Pensilvania, que eran experimentados consejeros matrimoniales; Stephen Beltz, un psicólogo y director ejecutivo del Centro para la Modificación del Comportamiento de Filadelfia; el novelista Robert Rimmer, entre otros, que, después de haber oído a Williamson, quedaron fascinados con su experimento californiano y expresaron su deseo de visitar Sandstone y observar lo que allí sucedía.
Mientras Williamson provocaba el entusiasmo en distintos lugares, su familia no coexistía idealmente durante su ausencia. Incluso cuando estaba presente en Sandstone, parecía prestar más atención a lo de fuera, alejarse del grupo de íntimos mientras se concentraba en planes para el futuro, dedicaba su tiempo a visitas importantes y dirigía su encanto y sus energías sexuales a cortejar y satisfacer a nuevas y diferentes mujeres.
La primera persona que percibió el cambio en el carácter de Williamson, y se sintió herida, fue Judith Bullaro, que, después de haber sido perseguida ardientemente por él en el pasado y después de haberse acostumbrado a su especial atención, y hasta a depender de él, ahora se sentía ignorada y utilizada. Por él, ella había roto su vida familiar, había dejado su cómoda casa en una urbanización para trasladarse con sus hijos y su insatisfecho esposo a una casa alquilada en Topanga Canyon a fin de poder estar más cerca de Sandstone y convenientemente disponible para ayudar a Williamson y a los demás en la limpieza, la pintura, la remodelación y la restauración general de la propiedad que ahora, espléndidamente acabada, serviría como escaparate del ego y las crecientes ambiciones de Williamson.
En vez del gurú romántico que había sido, ahora daba la impresión de ser cada vez más el ingeniero calculador que era su verdadera profesión. Según Judith, estaba convirtiendo Sandstone en un laboratorio doméstico donde exhibía a su familia desnuda como modelos para atraer a nuevos miembros, más dinero y el interés del mundo académico con el que quería relacionarse. Como carecía de una educación superior, su único medio de lograr un estatus académico para Sandstone era mediante el establecimiento de un comité de consejeros compuesto por acreditados científicos universitarios y sociólogos que, a cambio de la revitalización de sus propias energías físicas, podrían ser motivados para apoyar los futuros esfuerzos de Williamson para obtener ayuda económica de fundaciones privadas, o incluso fondos gubernamentales, para proseguir la investigación sobre las causas de los celos y del sentimiento de posesión sexual, problemas para los que Judith pensaba que no había cura, excepto si la gente dejaba de sentirse profundamente ligada entre sí.
De hecho, Judith creía que hasta John Williamson —aun cuando no restringiera el acceso a su mujer— tenía sentimientos de posesión sexual; parecía disgustarle el hecho de que su adorada Oralia Leal ahora pasara mucho tiempo en privado con David Schwind. La misma Judith provocó una reacción negativa en Williamson cuando le confesó que se sentía físicamente atraída por Schwind.
Sin tener en cuenta la reacción de Williamson, un día Judith invitó a David a que la visitara cuando sus hijos estaban en la escuela y su marido en la compañía de seguros, pero no le habló a nadie de ese encuentro ni del siguiente. De cualquier modo, esos encuentros clandestinos la inquietaron. Se sintió molesta al darse cuenta de que, debido a que presentía que Williamson desaprobaría su intimidad con David, ella le ocultaba lo que de ninguna manera era asunto de él. Así se dio cuenta de la perdurable influencia que él ejercía en su vida privada. La situación tenía numerosas contradicciones: Williamson, el promotor público de la sexualidad libre y de la falta de sentimiento de posesión, resultaba un hipócrita en su actitud con Oralia y con ella misma. Judith, resentida con las «infidelidades» de Williamson con mujeres que él había conocido recientemente, y quizá vengándose en secreto mediante sus relaciones con Schwind, estaba haciendo una caricatura de la condición de liberada que pensaba que había alcanzado desde que se sumara al grupo de Williamson. Era posible, pese a su experiencia en el adulterio consentido con su marido, que en el fondo fuera una mujer convencional, posesiva y dominada por la culpa en lo que se refería al sexo. Fue durante ese período de dudas, inquieta y perturbada por la esquiva presencia de Williamson en su vida, cuando llegó a la conclusión de que debía alejarse de algún modo de Williamson y de su desilusionante utopía.
Sin embargo, lo que se demostró fundamental en su decisión fue un incidente más bien trivial que poco tenía que ver con su relación con Williamson, su vida sexual, su matrimonio, sus hijos, o cualquier otro aspecto profundamente personal. La fuente de provocación en ese caso fue ni más ni menos que su gata.
Un día, después de enterarse de que su gata acababa de parir, Judith se sintió fascinada por esa maternidad y se complació en observar el cuidado que la gata ronroneante prestaba a sus crías, lamiéndoles la piel y amamantándolas. Por la tarde, vio que la madre las llevaba en la boca de un rincón a otro de la habitación, como si buscase un lugar más cómodo y acogedor. Pero la gata parecía insatisfecha. Después de reunir los gatitos en un rincón, los cogía y llevaba a otro sitio, y luego a otro. Mientras Judith la observaba con curiosidad, empezó a identificarse con la naturaleza inquieta y minuciosa del animal.
Ya entrada la noche, después de que Judith y su marido hubieran cenado y los niños estuvieran en la cama, oyó que un coche llegaba a la casa. Por la ventana, vio que habían llegado John y Barbara Williamson. Era típico de casi todos los que ella conocía en California visitar sin llamar antes por teléfono, y normalmente a ella no le importaba; pero en esa ocasión, aún bajo la influencia de la tranquila tarde pasada con los gatos y después de haber pensado mucho durante el día sobre la necesidad de estar más cerca de su propia familia, consideró la presencia de los Williamson como una intrusión.
Con una sonrisa forzada, les dio la bienvenida en la puerta y, después de calentar el café, ella y su marido se sentaron en la sala escuchando a Barbara y John, que les explicaron que habían estado en la ciudad por asuntos de negocios y habían pensado hacerles una visita de paso a Sandstone. Mientras continuaban charlando, comentando que no habían visto mucho a Judith o John en las últimas semanas, Judith vio que su gata iba de un lado para otro llevando lo que parecía una cría. Pero al volver a mirarla, Judith vio un largo rabo moviéndose en la boca de la gata. De pronto, se dio cuenta de que lo que la gata tenía entre los dientes era una gran rata ensangrentada.
Dando un grito de sorpresa, Judith se levantó de un salto y dirigió la atención de todos a la gata, que estaba cerca de la chimenea. Con minuciosidad, explicó cómo la gata, que sin duda sabía durante toda la tarde que había una rata, y que había intentado proteger a sus crías llevándolas frecuentemente de un sitio a otro lejos del alcance de la rata, por último había decidido enfrentarse con la peligrosa amenaza y la había eliminado. Ese pequeño episodio tuvo un significado simbólico para Judith. Tan orgullosa estaba con su gata, que tardó unos momentos en darse cuenta de que los Williamson no compartían en absoluto su entusiasmo.
En todo caso, lo único que denotaban era aburrimiento y molestia ante el hecho de que ella, una mujer presumiblemente liberada, pudiera identificarse tanto con los instintos maternales de una gata doméstica. Mientras su marido guardaba silencio, Judith se encontró discutiendo con sus huéspedes, furiosamente a la defensiva (una actitud que, más tarde, al reflexionar, consideró producto de las ansiedades y dudas que hacía tiempo sentía acerca de su propia dedicación maternal desde que se vio involucrada en el grupo de los Williamson).
Pero por más reflexiones que hiciera sobre el episodio, nada pudo hacer disminuir la indignación que ahora sentía con respecto a los Williamson, a quienes, como pareja sin hijos, ella consideraba que no sabían nada del sentimiento de la maternidad. Cuando los Williamson se fueron, Judith le dijo a su marido que había terminado con John Williamson y estaba lista para cortar toda relación con Sandstone.
En otro momento y en otras circunstancias, John Bullaro habría saltado de alegría ante esa decisión, se habría alegrado de abandonar a los Williamson y recuperar cierto control sobre su propia vida doméstica, pero en cambio ahora vaciló y luego admitió que no estaba dispuesto a dejarlos por el momento. Le explicó que al final se había integrado en el grupo, disfrutaba de la compañía de varias de esas personas, incluso estaba cimentando una buena amistad con John Williamson. Bullaro veía ahora a Williamson como un hombre de quien podía aprender muchas cosas, y no dudaba de que había tomado conciencia de sí mismo desde que inició su amistad con él; se sentía más independiente de espíritu y más capaz de estar solo desde que Williamson le había retado a que se fuera a la soledad del desierto, una aventura terapéutica que Bullaro luego había repetido por iniciativa propia.
Sin embargo, lo que no admitió claramente ante su mujer fue que de algún modo se había sentido satisfecho al ver que la retirada romántica de Williamson había herido recientemente el orgullo de ella. Bullaro no se oponía a que ella permaneciera un tiempo más con el grupo para que asimilase mejor el golpe de la pasión agonizante de Williamson. Ahora le tocaba a ella, pensaba Bullaro, sufrir como él había sufrido cuando ella se había apasionado con Williamson, había hecho el amor con él aquella memorable noche frente a la chimenea de la cabaña y de ese modo había alterado tan profundamente el curso de sus vidas.
No obstante, Bullaro reconoció que tenía una obligación con su mujer y no podía ignorar el dolor que ella sentía; tampoco podía pasar por alto el hecho de que había sido él quien la había introducido inicialmente en el mundo de los Williamson. También era consciente de que la continua infelicidad de ella solo podía erosionar más aún su matrimonio, algo que él no quería destruir, y que únicamente supondría problemas para los hijos que ambos compartían y amaban.
Los días que siguieron a la visita de los Williamson, Bullaro se percató de crecientes señales de depresión en Judith. Al regresar de su despacho, se daba cuenta de que había estado bebiendo por la tarde. De noche, en la cama, estaba distante y sin ganas de hacer el amor. Una noche, cuando él la acarició, ella se puso histérica de repente, despertando a los niños. A la mañana siguiente, arrepentida, le prometió que consultaría a un médico. Volvió a hablar de dejar Topanga Canyon y Bullaro estuvo de acuerdo en que eso sería lo mejor. De modo que después del trabajo, durante los siguientes días él la ayudó a embalar las cosas. Pronto estuvieron listos para volver a la urbanización de Woodland Hills.
Debido a que su casa todavía estaba ocupada por inquilinos cuyo contrato aún no había vencido, los Bullaro se vieron obligados a buscar otra casa con un contrato de corta duración, lo que hicieron con sorprendente facilidad. Aunque más pequeña que la que poseían, parecía adecuada para su estancia provisional y se encontraba en un barrio limpio y arbolado con setos bien cortados y valles suaves, lo que era un agradable contraste con el ambiente montañoso, de calles sinuosas y precipicios que reinaba en el cañón. Desde allí a Bullaro le resultaba muy cómodo trasladarse cada día a su despacho. Judith, deseosa de estar activa mientras los niños asistían a la escuela, encontró un trabajo como enfermera de día en un hospital cercano. De noche, cenaban juntos con los niños y salían en contadas ocasiones. En cambio, escuchaban música en la sala de estar, leían libros o veían la televisión y se retiraban temprano a la cama, donde, por deferencia a los deseos de Judith, no hacían el amor.
Tratando de comprenderlo, John lo interpretaba no tanto como un rechazo personal a él, sino como una reacción negativa a todos los hombres en general, después de su ruptura con Williamson. Creía que todo mejoraría cuando volvieran a instalarse en su casa y a integrarse en la vida suburbana y recuperasen su propio ritmo como pareja. Pero justo cuando estaban a punto de volver a su casa, Judith le sorprendió rogándole que él no se trasladara con ella, que le permitiera más tiempo y «espacio» para enfrentarse con sus inciertas emociones.
Aunque molesto por la petición, aceptó alquilar un apartamento pequeño por un período de tiempo que supuso corto. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de recuperar la armonía en sus relaciones. Confiaba en que ella también tuviera ese propósito. Judith ya no bebía, iba a terapia y parecía diligente y puntual en su trabajo. Desde su apartamento en la cercana localidad de Encino, estaba a corta distancia en coche de sus hijos. Dos noches por semana, les llevaba a cenar o a visitar su apartamento. Hablaba a diario con Judith por teléfono y, durante las primeras semanas de su separación, ella le aseguró que se sentía mejor, aunque aún no estaba preparada para su regreso.
Cuando conducía hacia su oficina y de regreso, a menudo hacía más kilómetros para poder pasar frente a su casa, un acto de precaución motivado por el bienestar de su familia, o por lo menos eso era lo que se decía, pero a medida que hacía esos viajes con mayor frecuencia, pasando por Aetna Street a todas horas del día y de la noche, supo que estaba reaccionando a sentimientos instintivos acerca de su mujer, ciertas dudas sobre su sinceridad, un temor de que quizá ella quería alejarle de la casa para poder estar más libre y ver a otros hombres.
Poco tiempo después, Bullaro empezó a darse cuenta de la presencia de un Pontiac azul aparcado delante de la casa, un coche que no pertenecía a Williamson ni a nadie que él conociera. A veces lo veía en la curva por la mañana. Por la tarde no estaba, pero de nuevo aparecía por la noche, cuando presumiblemente los niños estaban en la cama. Después de varios días viéndolo, acusó a Judith de tener relaciones con otros hombres, y ella confirmó sus sospechas tranquilamente.
La furia de Bullaro fue súbita e incontrolable. Se sintió traicionado, humillado y perplejo. Exigió saber quién era el hombre, pero ella solo le dijo que se trataba de alguien que había conocido recientemente. Cuando Bullaro insistió en que dejara de verle, Judith, aparentemente más distraída que desafiante, replicó que no podía hacer esa clase de promesas. Aún más enfurecido, Bullaro la acusó de dar un pésimo ejemplo moral a sus hijos y le comunicó que quería que fueran a vivir con él. Pero Judith le contestó que no podía separarse de ellos. Cuando Bullaro la amenazó con una acción legal, ella no le contestó.
La tarde siguiente, Bullaro volvió a ver el Pontiac aparcado en la esquina y estuvo tentado de apearse de su coche, llamar a la puerta y enfrentarse con su rival, pero como no quería provocar una escena violenta delante de sus hijos, resistió el impulso. Sin embargo, tomó nota del número de la placa del Pontiac. Con la ayuda de los contactos que había hecho en su profesión, se enteró no solo de quién era el propietario del coche, sino también de algunos detalles de la vida personal del individuo. Entre otras cosas, le dijeron que era miembro de Alcohólicos Anónimos, que tenía un largo historial de desempleo y de cambios de residencia y que en una ocasión había sido arrestado por violencia.
Cuando Bullaro le contó a Judith lo que acababa de investigar, ella se mostró hostil, reprochándole que violase la intimidad de un tercero; y añadió que ya lo sabía todo de su vida porque el mismo hombre la había informado de los detalles. Además, le dijo a su marido, el malicioso espionaje en que se había metido solo servía para confirmar que había tenido muchísima razón en apartarse de él. Ninguna explicación de Bullaro en ese momento o en charlas posteriores pudo reducir la distancia que ahora existía entre ellos. Ella necesitaba unas vacaciones matrimoniales, le explicó, quería estar libre, sin tener que rendir cuentas a un marido. De no ser por la obligación que tenía con sus hijos y su trabajo, continuó diciendo, probablemente se hubiera ido de la ciudad con su amante y empezado una nueva vida en una ciudad diferente.
Aunque a Bullaro le resultaba difícil creer que decía aquello en serio, que pudiera haberse comprometido con tanta rapidez con otro hombre, al final abandonó toda esperanza de reconciliación y amargamente colaboró con ella para obtener la separación legal. Estuvo de acuerdo en darle dinero para la manutención de los niños y ella eligió unos días a la semana para que él estuviera con ellos; también le prometió que no permitiría que ninguno de sus amigos pasase la noche en su casa.
Los meses siguientes, John y Judith Bullaro continuaron viéndose regularmente, aunque siempre por un corto espacio de tiempo, cuando él iba a buscar a sus hijos. Ella parecía estar acostumbrándose rápidamente a la separación; tenía buen aspecto y aparentaba controlar sus emociones. Si bien ahora veía menos a su amante, no mostró señal de arrepentimiento cuando se lo anunció. De hecho, ahora salía más con otro hombre y tenía un nuevo amigo que había conocido en el hospital. Si no era enteramente feliz con su nueva vida, no dejó la menor duda a su ex marido de que por lo menos estaba contenta, lo que era más de lo que él podía decir de sí mismo.
Para él, los meses recientes habían sido frenéticos y frustrantes. Había salido con varias mujeres, pero había evitado cuidadosamente la menor posibilidad de relación emocional. Aunque había aceptado en dos ocasiones invitaciones de los Williamson para asistir a fiestas en Sandstone, y en una les había acompañado en un viaje de fin de semana para el cual le habían proporcionado una atractiva compañera, aún se sentía básicamente descentrado y desconsolado. La inaccesible Judith le parecía, ahora más que nunca, deseable e insustituible.
Su trabajo le aburría mucho. Después de una década con la New York Life y muchos meses de atención dividida entre su trabajo y su situación matrimonial, Bullaro pensó que haría bien en dimitir antes de que le echaran. Con el dinero que había ahorrado, calculó que podría vivir un año sin depender de un empleo regular. De modo que hizo el esfuerzo necesario para renunciar.
Quería hacer cortos viajes en coche, pasar más tiempo en el desierto y, animándose a reconocer una vieja ambición, quería escribir una novela. Sería descaradamente autobiográfica: la historia de su matrimonio. En el pasado, mientras él se veía a sí mismo yendo y viniendo del despacho mientras su mujer era alejada de él, había tomado muchas notas, una especie de diario escrito en papeles oficiales de la empresa y en bloques de papel amarillo, que describían sus impresiones y sus reacciones ante todo lo que ocurría a su alrededor y en su interior.
El diario lo había escrito conscientemente, como una experiencia catártica, pero mientras revisaba esas notas, le pudo la vergüenza: en vez de aliviar su desesperación, la lectura de su vida anterior redundaba en ella. Su primer encuentro sexual con Barbara en la convención de seguros de Palm Springs, la aparición de John Williamson como solución al problema, las noches nudistas en casa de los Williamson en Mulholland Drive, los meses que habían parecido tan alborotados y liberadores, ahora todo se le aparecía como el preámbulo de la destrucción y el caos. Vio que había sacrificado todo el amor y el orden que había representado la estabilidad de su vida en aras del capricho de la experimentación y el cambio. Trató de imaginar lo que podría haber llegado a ser su matrimonio de no haber llevado a Judith a participar en aquellas veladas en las que Oralia, Gail y Arlene Gough le habían parecido tan tentadoras y disponibles, pero sospechó que los resultados habrían sido los mismos aun cuando él hubiese resistido la promesa de Williamson de liberarle de los vínculos sofocantes del matrimonio tradicional. Y si bien le había resultado doloroso ver que Judith se mostraba receptiva a otros hombres, Bullaro no ignoraba las muchas compensaciones que él había tenido, aun cuando ahora, mientras leía sus propias reminiscencias, todo parecía reducido a fragmentos de emoción desparramados absurdamente. Él estaba solo, sin empleo y sin la menor esperanza.
Pasaron los meses y, si bien seguía viendo a sus hijos, se sentía sin rumbo. Mientras estaba sumido en la depresión, se enteró de lo que le había sucedido a Arlene Gough, con quien había disfrutado de una breve relación, y que había abandonado el grupo de Williamson y desaparecido en el valle (igual que había hecho Judith recientemente). El nombre de Arlene estaba en los periódicos: la habían encontrado muerta en la cama con una bala en el cuerpo. La policía también había descubierto muerto a su lado a su amante, un joven periodista de Los Angeles Times. Sobre la mesa de la planta baja había un revólver del calibre 38. Al cabo de pocas horas la policía arrestó y acusó de asesinato al hijo de dieciséis años de Arlene Gough.