20
A primera hora del atardecer, cuando el sol se ocultaba tras la montaña, decenas de automóviles ascendían por el camino rocoso hacia Sandstone: coches extranjeros y descapotables conducidos por aventureros de Beverly Hills con zapatos Gucci y trajes a medida; furgonetas y nuevos sedanes con atildadas parejas del valle y del distrito de Orange; furgonetas Volkswagen y Toyotas que trasladaban desde las playas de Topanga y Venice a jóvenes melenudos que, después de aparcar sus vehículos en el límite occidental de la propiedad, inhalaban la última bocanada de las fragantes hierbas que se consumían entre sus dedos.
Aun antes de entrar en la casa principal, los visitantes podían ver, a través de una inmensa ventana cerca de la puerta de entrada, que la fiesta ya había comenzado. Miembros de la «familia» e invitados que habían llegado temprano estaban hablando, con una copa en la mano, bajo los candelabros que colgaban del techo con vigas; había grandes llamas en la chimenea, y sentado en su sitial habitual, en medio de la sala, rodeado por su séquito, estaba desnudo el corpulento emperador rubio.
John Williamson saludaba con la cabeza, sonriente, a los recién llegados que él conocía, pero nadie se le acercaba hasta después de haber sido admitidos en la sala por Barbara, que estaba tras un mostrador, lápiz en mano, vestida únicamente con sus gafas, unas simples gafas de montura dorada que se ajustaban a su mirada de oficinista, pero acentuaban el contraste con el fabuloso cuerpo que florecía bajo su mentón pequeño pero decidido.
Barbara no estaba contenta con su papel de recepcionista; habría preferido un papel más elegante y acorde con su posición de primera dama de Sandstone, pero nadie podía igualar su eficacia en esa delicada tarea. Requería que ella, con todo tacto, negara la entrada a todos los que no eran miembros y a los intrusos curiosos, a los miembros que no estaban al día en el pago de sus cuotas o a quienes habían llegado a Sandstone sin una pareja del sexo opuesto, o a quienes se encontraban en una suspensión temporal por haber violado previamente alguna de las normas del club. Los individuos rechazados tal vez habrían reaccionado con vehemencia de haberles prohibido el paso un miembro masculino de la familia, o habrían intentado convencer a una Oralia menos formidable que Barbara, pero la rígida actitud de esta última en la puerta disminuía cualquier posibilidad de enfrentamiento. Aunque invariablemente amable, se trataba sin duda de una mujer a la que no impresionaban los falsos halagos, las manifestaciones de machismo, las amenazas veladas ni los actos manifiestos de agresión. Su naturaleza impertérrita quedaba de manifiesto en una anécdota que, si bien quizá era exagerada, circulaba para deleite de los miembros de Sandstone. En una ocasión, mientras conducía por el cañón, Barbara vio a una mujer que se defendía contra un hombre que la molestaba a un lado del camino. Era evidente que trataba de violarla. Barbara detuvo su coche en la cuneta, saltó de su vehículo y se dirigió intrépidamente al hombre gritando: «¡Déjela en paz! ¡Si quiere follar con alguien, puede follarme a mí!». El hombre, atónito, se sintió intimidado de inmediato y escapó.
Sin embargo, era verdad que podía ser encantadoramente femenina cuando quería, y si bien era una especie de inflexible centinela en la puerta, no carecía de flexibilidad ni de instinto para dar la bienvenida a gente que, aunque no estaba invitada, podía resultar potencialmene beneficiosa para Sandstone, o por lo menos de suficiente importancia para justificar que conociera a su marido. A medida que Sandstone prosperaba y que sus responsables se sentían más seguros de la operación, se llegó a admitir a un grupo de gente privilegiada y soltera y se les hizo miembros honorarios porque su presencia sugería un interés intelectual, si no un apoyo, por los métodos y objetivos de la investigación de Williamson.
Algunas noches se reunían alrededor de la chimenea conversando, en ocasiones vestidos, otras desnudos, personas como el biólogo británico Alex Comfort, que luego escribiría El goce de amar; los psicólogos y autores Phyllis y Eberhard Kronhausen, que fundarían el Museo de Arte Erótico de San Francisco, mostrando su propia e importante colección; los consejeros matrimoniales William Hartman y Marilyn Fithian, a menudo llamados los «Master y Johnson de la Costa Oeste»; el columnista Max Lerner, del New York Post; la ex estrella del fútbol americano del equipo Los Ángeles Rams y luego poeta y actor, Bernie Casey; los ex funcionarios de la Rand Corporation Daniel Ellsberg y Anthony Russo, que habían hecho copias de los «papeles del Pentágono» y eran investigados secretamente por el FBI; la artista y feminista Betty Dodson, cuyas heroicas pinturas de pasión sexual habían azorado a los visitantes de su exposición en la galería Wickersham, de Nueva York; el editor de Grove Press, Kent Carroll, que pensaba producir y distribuir un documental sobre Sandstone; el escritor científico de estudios sexuales Edward M. Brecher, íntimo amigo de Masters y Johnson; el director editorial y ex editor de Free Press de Los Ángeles, Art Kunkin, cuya decisión de publicar en 1969 los nombres y direcciones de los agentes de narcóticos de Los Ángeles le llevó a un litigio y a una multa de 53.000 dólares, y apresuró la venta del periódico a Marvin Miller, un editor de literatura sexual cuya subsecuente penalización legal en un caso de pornografía llegaría al Tribunal Supremo de Estados Unidos y culminaría con la histórica decisión del caso Miller de 1973. Esa sentencia amenazó con liberalizar todas las formas de expresión sexual en el país, superando así la famosa sentencia Roth de 1957, que había contradicho el legado de Comstock.
Pero si bien el salón de Sandstone a veces parecía un salón literario, el piso de abajo seguía siendo un lugar para buscadores de placer, brindando visiones y sonidos que muchos visitantes, por versados que estuvieran en las artes y la literatura erótica, jamás habían imaginado que pudieran encontrar bajo un solo techo y en una sola noche.
Después de bajar por la escalera con alfombra roja, los visitantes entraban en la penumbra de un gran recinto donde, echados sobre el suelo alfombrado, bañados por el brillo naranja de la chimenea, veían rostros y miembros entrelazados en las sombras, pechos redondos y dedos acariciadores, nalgas en movimiento, espaldas brillantes, hombros, pezones, ombligos, largo cabello rubio encima de una almohada, gruesos brazos oscuros abrazando suaves caderas blancas, la cabeza de una mujer balanceándose sobre el pene de un hombre. Se podían oír suspiros, exclamaciones de éxtasis, palmadas y succiones de cuerpos copulando, risas, murmullos, música en estéreo, crujientes leños encendidos.
Cuando los ojos del visitante se adaptaban a la luz, había una vista más clara de los numerosos tamaños, formas, texturas y tonalidades: algunas parejas se sentaban con las piernas cruzadas, descansando, charlando, como en un picnic en la playa; otras se abrazaban en varias posturas: mujeres encima de hombres, parejas echadas uno junto a la otra, la pierna de una mujer sobre los hombros de su compañero, un hombre en la posición del misionero con los codos apoyados en cojines de Madrás, el sudor goteando de su mentón. A su lado, una mujer contenía la respiración mientras el hombre empezaba a correrse dentro de ella; entonces otra mujer, reaccionando al sonido, arqueaba el cuerpo y se movía con más rapidez corriéndose, con la piel enrojecida, muecas en la cara, los dedos de los pies doblados.
En un rincón de la estancia, moteados por la luz movediza que corría por la pared, se veían las siluetas de desnudos bailarines. En otro rincón, en posición supina sobre una mesa, había una mujer cubierta de aceite que era acariciada simultáneamente por cinco personas que estaban alrededor de la mesa, masajeando cada parte de su cuerpo mientras un hombre nervudo, al pie de la mesa, estiraba el cuerpo hacia los muslos abiertos de la mujer y le acariciaba los genitales con la lengua.
Había tríos, cuartetos, unos pocos bisexuales; cuerpos que podían pertenecer a modelos de alta costura, a jugadores de fútbol, a sopranos wagnerianas, a nadadores, a académicos flacos; había brazos tatuados, abalorios, brazaletes en los tobillos, finas cadenas doradas alrededor de las cinturas, recios penes, rizados pubis femeninos, frondosos peinados negros, rubios y pelirrojos. Era una estancia con una visión inigualable en Estados Unidos, un afrodisíaco para la vista, un tableau vivant hecho por Hieronymus Bosch.
Todo cuanto había tratado de declarar ilegal el Estados Unidos puritano, de censurar, de esconder tras las puertas cerradas, quedaba a la vista en ese lugar para juegos adultos, donde había muchos hombres que veían por primera vez la erección de otro hombre, y donde muchas parejas estaban alternativamente estimuladas, escandalizadas, satisfechas o entristecidas por la visión del cónyuge en brazos de un amante. Fue aquí donde una noche John Williamson vio a Barbara gozando con un hombre de color apuesto y musculoso. Y por unos segundos Williamson sintió las emociones infantiles del sureño rural que había sido en otro tiempo.
A menudo el desnudo biólogo Alex Comfort, con un puro en la mano, andaba por el salón entre los cuerpos postrados con la actitud profesional de un coleccionista buscando entre el oleaje algún espécimen raro de golondrina de mar. Con aspecto de búho, canoso y con un cuerpo bien conservado, el doctor Comfort se sentía descaradamente atraído por el espectáculo de parejas copulando entre arrullos, y consideraba que todo ello eran actividades encantadoras e incesantemente instructivas. Y ante la menor señal de aliento —después de haber depositado su puro en un lugar a salvo— se sumaba a un amistoso grupo de cuerpos y contribuía a la alegría general.
Con un apellido idóneo, Comfort se sentía confortablemente bien en medio de una multitud y reconfortaba a los individuos que, como novicios en la desnudez grupal, se sentían nerviosos o torpes. Era una rareza en la profesión médica; era alguien capaz de imponer un ambiente de comodidad en una orgía. Tranquilizador, con un gran sentido del humor, erudito pero jamás pomposo, una prueba de la habilidad del doctor Comfort y de lo que conseguía entretener a la gente era que apenas nadie parecía darse cuenta de que la mano izquierda que él había usado tan hábilmente en las sesiones de masaje colectivo solo tenía su grueso pulgar. Los otros cuatro dedos habían sido arrancados en los años treinta, cuando, con trece años, en el laboratorio que él mismo había construido en su casa de Inglaterra, había experimentado descuidadamente con pólvora. Si bien al principio la pérdida de los dedos le había deprimido y le atormentaba con «ideas de pecado», y con su virtuosismo pianístico seriamente limitado, instrumento que de cualquier manera continuó practicando, la pérdida tuvo poco efecto en su futura carrera de obstetra, poeta, novelista, marido, padre, filósofo anarcopacifista de la BBC durante la guerra, gerontólogo e investigador sexual practicante de su arte.
En los diez años siguientes al accidente, publicó diez libros. El primero, que comenzó cuando tenía quince años, fue un libro de viajes en el que describía su visita a Sudamérica en un barco griego; el décimo, escrito cuando tenía veinticuatro y ya figuraba en el Quién es quién, era una novela sobre la caída de Francia en la Segunda Guerra Mundial. En esa época, ya había avanzado en su carrera médica en Cambridge. Años más tarde, como obstetra, descubrió que su mano mutilada con el pulgar móvil era ventajosa hasta cierto punto al practicar exploraciones uterinas.
La actitud liberal de Comfort con respecto a la educación sexual de los jóvenes le convirtió en una figura polémica en Inglaterra mucho antes de que escribiera El goce de amar. En 1963, el año en que el escándalo Profumo con una call girl sacudiera al gobierno conservador y sirviera de plataforma de lanzamiento a varios reformistas morales, Comfort fue ampliamente criticado por haberse mostrado públicamente a favor del uso de anticonceptivos entre los adolescentes. Tiempo después, una directora de escuela afirmó que un estudiante, después de haber leído un libro del doctor Comfort, contrajo una enfermedad venérea, un caso de contagio que, como se alegró de descubrir el mismo Comfort, no avanzó demasiado en los tribunales.
Después de trasladarse a Santa Bárbara, en California, en 1970, donde trabajó para el Centro de Estudios de Instituciones Democráticas, Comfort oyó hablar de Sandstone y luego hizo la primera de sus numerosas visitas. Aunque aún era un nudista miembro del Club Naturista Diógenes en Inglaterra y asiduo visitante de organizaciones como Mont Alivet en la costa norte de Burdeos, quedó impresionado de inmediato por la sexualidad abierta de Sandstone, que le brindó una oportunidad de observar, en una situación que no era de laboratorio, el comportamiento sexual de los seres humanos.
Allí pudo ver lo multiforme de las anatomías, la diversidad en los preliminares, los ilegales actos de ternura intercambiados entre prácticamente desconocidos. Una mujer al parecer tímida que Comfort había conocido cuando llegó a la sala de la primera planta con su marido, una hora después estaba en la planta baja, desnuda, con otro hombre, montada sobre su pelvis como un osado jinete. Cerca se podían distinguir las nalgas blancas, la espalda morena y el cabello canoso de un productor de Hollywood, arrodillado como suplicando entre los muslos abiertos de un ama de casa dominante que estaba sentada sobre una pila de cojines, dándole instrucciones.
En la habitación había penes fláccidos de hombres ansiosos que, quizá por primera vez presentes en Sandstone, aún eran incapaces de tener erecciones en presencia de una multitud. Y, asimismo, estaban los exhibicionistas, máquinas humanas del coito, lanceros comprometidos en un duelo medieval de resistencia. También había gente que parecía sorprendentemente indiferente acerca del sexo, como dos hombres de mediana edad que estaban sentados con las espaldas apoyadas en la pared, que, mientras dos mujeres les hacían una felación, mantenían una conversación tan natural como la que podrían tener dos taxistas un día soleado a través de las ventanillas abiertas de sus vehículos esperando que cambie la luz del semáforo.
Había numerosas parejas que simplemente observaban maravillados lo que sucedía en la sala. Para ellos, la visita a Sandstone era una experiencia educativa, una clase de biología, una oportunidad de saber más sobre el sexo de la misma manera que tradicionalmente todo el mundo aprendía cualquier cosa, menos sobre sexo, es decir, mediante la observación e imitación de los demás. Comfort creía que los visitantes podían aprender más sobre sus vidas sexuales pasando una noche en Sandstone que leyendo manuales de sexo o asistiendo a seminarios dirigidos por sexólogos.
Allí podían observar las numerosas técnicas de los demás, oír las distintas reacciones, ver las expresiones de los rostros, el movimiento de los músculos, el enrojecimiento de la piel, las diferentes maneras en que a la gente le gustaba que la abrazaran, tocaran, besaran, acariciaran, pincharan, excitaran chupando los genitales, estimulando el ano, tocando los testículos. Actos de excitación que algunos visitantes habían imaginado en privado, pero que jamás habían sugerido a sus amantes para que no pensaran que eran «perversos», se veían a menudo en la sala de la planta baja. De ese modo, Sandstone servía a sus visitantes como una fuente que daba validez y seguridad a deseos que anteriormente solo habían soñado. Mujeres que requerían largo tiempo y muchos estímulos para alcanzar el orgasmo y que se habían preguntado si eso era normal, descubrían en Sandstone que había muchas mujeres como ellas. Mujeres que se habían sentido atraídas por otras mujeres, pero que les habían repugnado las visiones de lesbianismo, allí podían contemplar a mujeres heterosexuales y liberadas que en tríos y cuartetos se acariciaban los pechos, los clítoris, contentas de identificarse con el placer femenino. Y también los hombres, aunque mucho más preocupados por el fantasma de la homosexualidad, podían en ese ambiente de afirmación de lo sexual acariciar a otros hombres, besar a un hombre en la boca del mismo modo que, hacía muchas décadas durante el último estadio de la adolescencia varonil en la sociedad puritana, habían besado a sus padres.
Parejas que querían superar el aburrimiento de sus dormitorios conyugales, y al mismo tiempo conservar sus matrimonios, podían erotizarse con el contacto con otra gente. Más tarde, podían volver a dirigir esa energía sexual a sus propias relaciones. Hombres que notaban que sus esposas excitaban a otros hombres, se excitaban a su vez y trataban de volver a poseerlas. Mientras que había mujeres, en especial las que habían sido monógamas en matrimonios de larga duración, que podían experimentar con un nuevo hombre antiguas sensaciones como ser deseadas, sentirse libres sexualmente y no tener que dar explicaciones a nadie. Ciertamente, numerosas parejas podían recuperar el élan de la atracción juvenil en una sola velada en Sandstone, de formas que algunas veces no armonizaban con sus matrimonios, pero que individualmente eran regeneradoras.
Unas pocas mujeres que recientemente habían pasado por divorcios conflictivos y aún no estaban preparadas para otro affaire de coeur, adoptaban de manera temporal Sandstone como su segundo hogar, una casa en la que podían tener citas con hombres y al mismo tiempo mantener su independencia disfrutando del sexo y de la compañía de otras personas. Para mujeres que eran sexualmente muy activas, y cuando menos moderadamente agresivas, Sandstone era quizá el único lugar donde podían perseguir a los hombres como objetos de placer; podían acercarse a cualquier desconocido en el grupo de la primera planta y preguntarle, después de un mínimo de conversación, «¿Te gustaría acompañarme abajo?».
En Sandstone no había necesidad de coquetería ni de la tradicional timidez femenina, no había preocupación alguna por la «reputación» personal ni tampoco los legítimos temores que la mayoría de las mujeres sentían respecto a su seguridad física cuando empezaban a charlar con desconocidos en bares u otros lugares públicos. Una escena como la de la película Bienvenido, Mr. Goodbar era imposible en Sandstone, donde las mujeres eran protegidas por todos los que las rodeaban y no podían ser víctimas de la hostilidad de ningún hombre. En Sandstone, una mujer sexualmente osada podía experimentar, si estaba mentalmente dispuesta, toda la capacidad de su cuerpo para agotar en una sola velada los mejores esfuerzos de una sucesión completa de lascivos Lotarios.
Cualquiera que dudase del mayor vigor sexual de las mujeres —un hombre en perfecto estado de erección, según Kinsey, solo podía aguantar dos minutos y medio de movimientos después de la penetración—, solo tenía que visitar el salón de la planta baja de Sandstone durante una fiesta nocturna y observar en acción a mujeres como Sally Binford, una elegante divorciada cuarentona y de cabello canoso cuyo cuerpo hermosamente proporcionado provocaba invariablemente la pasión de un amante tras otro, aunque sus ojos oscuros y brillantes no buscaban en ningún hombre una confirmación de la atracción que ejercía. Era segura emocionalmente así como atractiva físicamente. Asimismo, era una mujer osada y una feminista dedicada al establecimiento de una sociedad más igualitaria entre los sexos, un mundo en el que las mujeres pudieran obtener los mismos beneficios que los hombres, y ser apreciadas y juzgadas del mismo modo.
Después de haber pasado las dos primeras décadas de su vida en la ciudad de Nueva York, donde nació y fue criada, y las dos décadas siguientes en Chicago, donde obtuvo cuatro títulos universitarios y se casó tres veces, se trasladó a California, donde a mediados de los años sesenta participó en la radicalización la Costa Oeste, movimiento al que prestó su contribución.
A principios del verano de 1970, después de enterarse de la existencia de una comuna inusual en Topanga Canyon, condujo sola una tarde por los caminos montañosos rumbo al bucólico esplendor de Sandstone. Tras estacionar su coche y mirar por el gran ventanal de la casa principal, vio en un rincón de la sala a un hombre rubio y desnudo sentado tras un escritorio escribiendo a máquina.
John Williamson dejó de escribir en cuanto oyó su llamada a la puerta. Después de que Barbara la hiciera pasar y Sally le mostrara sus credenciales, recibió la bienvenida. Williamson, impresionado por lo que vio, la invitó a nadar en la piscina y la presentó a los demás miembros de la familia, incluyendo a una pequeña morena vivaracha llamada Meg Discoe, que había sido estudiante en el Departamento de Antropología de Sally Binford en la Universidad de Los Ángeles.
A partir de entonces, Sally Binford se convirtió en una visitante habitual de Sandstone, en la compañera sexual de John Williamson y de muchos otros hombres.