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Aunque el edificio de ladrillos de doce pisos al que se trasladó la redacción de Screw había sido diseñado en 1907 como almacén y taller, arquitectónicamente era bastante elaborado; tenía columnas, cornisas y ventanales frontales curvos; en la fachada había una franja de metal con escudos, y grabadas en el pórtico, sobre una hilera ornamental de ventanas en el primer piso, estaban las iniciales del millonario que había sido su orgulloso propietario, E. W. B.: Edward West Browning, más conocido por los titulares de los viejos periódicos como Daddy Browning después de que en los años veinte hubiera mantenido una relación escandalosa con una niña coqueta, de marcadas curvas y atractivos ojos azules llamada Peaches Heenan, de catorce años de edad.

Browning había visto por primera vez a Peaches una noche en un baile del instituto que se celebraba en el hotel McAlpin, en Broadway. Aunque en aquel entonces era un hombre de cincuenta años y pelo cano, no era raro verlo en compañía de jóvenes, ya que era famoso en Nueva York por su ayuda social a los jóvenes; además, como filántropo, donaba generosas sumas de dinero a estudiantes sin medios y niños hospitalizados y huérfanos.

En 1919, sin hijos después de tres años de matrimonio, Browning y su mujer adoptaron una niña. Un año más tarde, después de adoptar a otra, Browning mandó construir para sus recreos sobre uno de sus inmensos edificios de apartamentos del Upper West Side una lujosa residencia rodeada por un jardín con farolillos japoneses, campanas de templos, fuentes, pájaros canoros y un lago lo bastante grande para remar en él con un bote. La famosa generosidad de Daddy Browning, que fue noticia en los periódicos de todo el país, posiblemente inspiró al dibujante que en 1924 creó los personajes cómicos de Daddy Warbucks y la pequeña huérfana Annie.

Sin embargo, en 1925, su mujer se había divorciado de él, llevándose a la hija mayor a París y dejándole con la menor, que se llamaba Sunshine. Aunque recibió una acogida favorable y miles de cartas tras poner un anuncio en la prensa solicitando «una niña de catorce años» para que fuera la compañera de Sunshine, de ocho, el altruismo de Browning empezó a levantar sospechas cuando conoció, y luego empezó a frecuentar, a la joven Peaches Heenan, a quien se la podía ver sonriente por la Quinta Avenida en el asiento trasero del Rolls-Royce azul de Browning, rodeada de cajas de regalos que contenían juguetes, ropas caras y joyas. En 1926, con el consentimiento de sus padres separados, que la habían criado en un bloque de pisos de Washington Heights, Peaches Heenan se transformó a los dieciséis años en la segunda señora de Browning.

En aquel tiempo, la fortuna de Edward Browning superaba los veinte millones de dólares. Nacido en Manhattan, de acaudalados padres victorianos que le habían exhortado a que leyera la Biblia y creyera en las virtudes del trabajo duro, Browning llegó a la madurez sin apenas conocer las frivolidades juveniles. Sin embargo, tras su boda con Peaches, juró que dedicaría menos tiempo a los negocios y más al placer. Rápidamente cambió su imagen pública por la de un bon vivant. De repente formaba parte del ambiente de la era del jazz y, cuando escoltaba a una Peaches envuelta en armiños a los restaurantes de moda, esperaba pacientemente en la acera a que los fotógrafos les sacasen fotos. Le regaló a Peaches una limusina con chófer y pagó sus salidas de compras por la Quinta Avenida con su madre, una enfermera que había apoyado desde el principio la relación entre su hija y Browning, y que había recibido dinero en efectivo durante el noviazgo.

En su despacho, Browning tenía un gran álbum de recortes periodísticos que mencionaban su nombre, y jamás desperdició una oportunidad de que le entrevistaran, incluso diez meses después de la boda, cuando se vio tristemente obligado a admitir ante un ruidoso grupo de periodistas que Peaches le había abandonado. Los criados le informaron de que había dejado la casa de Long Island en compañía de su madre y con un camión cargado con todo lo que él le había regalado. Aunque amargamente desilusionado, Browning anunció que aún la amaba y a través de la prensa le rogaba que regresase.

Pero la siguiente vez que Browning vio a su mujer fue en una atestada sala de un juzgado de Nueva York, donde ella había iniciado los trámites de divorcio demandando una gran suma de dinero, y donde Peaches prestó declaración para acusarle de crueldad mental e inmoralidad. Dijo que a él le gustaba verla desnuda durante el desayuno y que en una ocasión le había dado un libro de fotos de desnudos e insinuó que era un caballero de inclinaciones anormales.

Sin embargo, cuando la interrogaron los abogados de Browning, le sonsacaron la información de que antes de la boda Peaches había escrito un diario erótico en el que mencionaba los nombres de otros hombres con quienes había hecho el amor, un hecho que ella admitió con lágrimas en los ojos por encima de los suspiros y los gemidos que se oyeron en la sala al compás del mazo del juez pidiendo silencio. Aunque el arreglo económico final fue mucho menor del que había esperado Peaches Browning —recibió 170.000 dólares en efectivo y seis edificios del West Side—, capitalizó la publicidad convirtiéndose, con la ayuda de su madre, en un personaje de vodevil y aspirante a actriz. Pero no tuvo éxito como profesional, y durante las siguientes décadas las noticias sobre ella se limitaron principalmente a sus nuevas bodas. Se casaría y divorciaría tres veces más después de Browning. Y al final, en 1956, un titular anunció que Peaches Browning había sufrido una caída fatal en la bañera a los cuarenta y seis años.

Edward Browning, que murió en 1934, poco antes de cumplir sesenta años, pasó los últimos años de su vida concentrado en aquello que mejor conocía, el negocio inmobiliario; mucho antes que otros magnates de su tiempo previó la Depresión y vendió antes del crack de 1929, con notable beneficio, el grueso de sus propiedades en el West Side, entre ellas los edificios de la calle Diecisiete.

Décadas después de su fallecimiento, el edificio seguía casi en las mismas condiciones en que él lo había dejado, con el ornamentado portal y sus iniciales profundamente grabadas, pero el interior pronto mostró signos de deterioro y negligencia. Se había caído la pintura, se habían agrietado las paredes y la suciedad de la ciudad se había incrustado de tal forma en los vidrios de las ventanas que no dejaba pasar la luz del día. Los distintos talleres de confección y de modas que tradicionalmente habían alquilado el espacio del estrecho edificio de doce pisos, al sur del distrito textil, gradualmente habían caído en la bancarrota o ya no podían trabajar en los espacios obsoletos del edificio; además, el único, lento y pequeño ascensor a menudo quedaba fuera de servicio.

Entre 1930 y 1960 la propiedad fue vendida y revendida a diversas personas, ninguna de las cuales la encontró rentable. En 1970 los pisos superiores eran alquilados de forma indiscriminada a inquilinos que en otros tiempos hubieran sido calificados de indeseables. Aparte de Screw, que ocupaba la undécima planta, en la décima estaba el local del Partido Comunista estadounidense, y en la última había una comuna homosexual cuyos jóvenes habían convertido los antiguos despachos de Browning en su vivienda. En los pisos bajos, la mayoría de los inquilinos, si no eran marginados sociales o políticos, rozaban lo anticonvencional, lo misterioso o lo raro.

Uno de los inquilinos era un artesano del metal que fabricaba nudilleras de metal. Había un grupo de hombres de mediana edad que se reunían algunas tardes de la semana para jugar con trenes en miniatura por las vías que llenaban la habitación. Estaba la dirección de una revista de ciencia ficción y de terror llamada Monster Times, y otro piso lo ocupaba la oficina de una publicación sensacionalista y escandalosa, Peeping Tom. Una divorciada de la clase alta de Nueva York, descendiente de Cornelius Vanderbilt Whitney, usaba un piso como taller y lugar de retiro romántico. También vivía allí una dama solitaria y pelirroja, encuadernadora de libros, que de noche recibía las frecuentes visitas de su hermana gemela. Dos pisos más abajo había un mecánico israelí que trabajaba en un despacho rodeado de varias máquinas de escribir automáticas antiguas tras las que jamás se sentaba nadie. Poco antes de la Navidad de 1970, dos hombres que habían estado en el negocio de la comida rápida, alquilaron la novena planta y pusieron un salón de masajes.

Cubrieron las paredes agrietadas con paneles de formica e instalaron moqueta para tapar el suelo de parquet entre cuyas ranuras había miles de agujas y alfileres oxidados de la época en que allí había talleres de costura. Instalaron una sala de recepción cerca de la entrada del ascensor, la decoraron con un moderno escritorio danés, sillas giratorias mullidas y una gran mesa de centro con ejemplares de Playboy y Penthouse. En el fondo hicieron una sala de duchas, una sauna y cuatro pequeñas habitaciones para masajes. Cada habitación estaba equipada con una camilla de masaje y una mesa con alcohol, aceites, talco y cajas de kleenex.

Publicaron anuncios en el Village Voice y otros periódicos buscando empleadas que trabajasen como «modelos» y «masajistas». Esperaban emplear por lo menos ocho o diez mujeres que coordinaran sus horarios diarios, de modo que siempre hubiera cuatro de ellas de servicio para mantener en funcionamiento las cuatro salas de masaje durante las horas punta del mediodía, las cinco de la tarde y las once de la noche. Debido a que los salones de masaje eran relativamente nuevos en Nueva York y aún no estaban identificados por la policía como centros de prostitución, decenas de mujeres inocentes solicitaron el empleo, pensando que el trabajo era en el estudio de un fotógrafo o quizá en un gimnasio. Cuando se enteraron de que frotarían los cuerpos desnudos de hombres, se enfrentarían a erecciones y recibirían proposiciones sexuales, buscaron trabajo en otra parte.

Pero otras mujeres, producto de la liberación de los años sesenta, no se amedrentaron ante ese trabajo. No les molestaba la desnudez de desconocidos ni las cohibían las limitaciones morales que habían inhibido a sus madres en los años cincuenta. Entre las empleadas había estudiantes que se pagaban los estudios en universidades de Nueva York, así como marginadas y envejecidas mujeres de la generación de las flores. También había féminas menos cultas que consideraban el masaje un trabajo preferible al de camarera o secretaria, y mucho más lucrativo. Una solicitante, una secretaria que había sido despedida por el director del Monster Times, subió las dos plantas y consiguió empleo como masajista; no tardó en duplicar su salario a 350 dólares por semana.

El éxito inmediato del salón de masajes atrajo al edificio a un nuevo elemento social: nerviosos hombres de negocios de mediana edad cuyas furtivas entradas en el edificio y veloces partidas intensificaron el ambiente ya enrarecido del edificio. Los comunistas del décimo piso, la mayoría de ellos viejos izquierdistas radicales de cabello cano cuyo fervor revolucionario había alcanzado su cenit en los grandes disturbios y manifestaciones de Union Square durante la Depresión, se sintieron especialmente nerviosos por la presencia del salón de masajes, no solo porque eran puritanos sexuales, sino porque sabían que tener un semiburdel en la planta de abajo inevitablemente haría más conocido el edificio y pronto recibirían frecuentes y molestas visitas de la policía, así como de funcionarios de la ciudad especialistas en investigaciones. Después de haber oído rumores de que el FBI había considerado la posibilidad de alquilar algo en la novena planta, y de recibir amenazas de bomba por parte de anticomunistas y grupos de manifestantes hostiles en la calle, los ancianos miembros del partido eran sin duda los inquilinos más paranoicos del edificio; nunca podían estar seguros de que los silenciosos y bien vestidos personajes que veían en el ascensor no fueran en realidad agentes federales.

Los únicos inquilinos que recibieron con alborozo el salón de masajes fueron los empleados varones de Screw, a quienes se les permitió usar la sauna siempre que quisieran y, por un precio razonable, ser embadurnados con aceites y acariciados hasta el orgasmo por una chica de su elección. A su vez, Screw publicó artículos favorables sobre el local (titulado «Experience One»). Screw también empezó a publicar anuncios de pago con el número de teléfono del salón y los horarios de servicio, en los que se ufanaba de los dedos mágicos y los placeres extáticos que garantizaban sus masajistas.

Tales descripciones fueron muy pronto igualadas en las columnas publicitarias de Screw por otros salones de masajes de Nueva York, algunos de los cuales exhibían fotos de mujeres con los pechos al aire, junto a un texto que sugería que chicas universitarias y hippies estaban disponibles por el precio de un masaje. Pero al cabo de poco tiempo, Screw empezó a recibir quejas de sus lectores en el sentido de que sus anuncios eran a menudo fraudulentos y que ciertas masajistas, después de haber excitado sexualmente a un cliente que ya había pagado entre 25 y 30 dólares por un masaje, se negaban a hacerle una felación o a masturbarle si este no les prometía una propina de 15 dólares por lo menos. También había quejas de que algunas se negaban tercamente a tocar los genitales de un hombre, por más dinero que le ofrecieran, basándose en el hecho de que era un acto ilegal.

La ley se interpretaba de mil maneras distintas en la ciudad y a lo largo y ancho del país con respecto a lo que era permitido moralmente en la intimidad de un salón de masajes. Si bien en un tiempo habían existido ordenanzas municipales específicas prohibiendo que un o una masajista trabajasen con el cuerpo de un cliente del sexo opuesto, esas restricciones victorianas disminuyeron durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las enfermeras y auxiliares clínicas llevaron a cabo sesiones de terapia física con soldados heridos y cuando la profesión de masajista impuso su derecho a tratar pacientes y clientes sin considerar su sexo. No había ninguna razón para que un masajista con licencia, en cuya formación se incluía neurología y patología, así como un conocimiento exhaustivo de la musculatura, no pudiera tratar a un miembro del sexo opuesto con tanta ética como, por ejemplo, un podólogo o un psiquiatra. En ciudades como Nueva York, los miembros de la profesión hacía años que se sentían molestos por el hecho de que los masajistas —muchos de ellos miembros de la respetada Asociación Americana de Masaje y Terapia, o de la Sociedad de Masajistas Médicos del Estado de Nueva York— recibieran su licencia de manos del Comité Sanitario municipal, que también acreditaba a los peluqueros y maquilladores, y no del Departamento de Educación de Nueva York, que otorgaba las licencias a todas las categorías de enfermeras y médicos.

Sin embargo, en 1968, después de que las asociaciones profesionales de masajistas ejercieran una gran presión, se cambió esta norma y los masajistas profesionales fueron reclasificados como personal médico. Sus licencias las otorgaba el Departamento de Educación en Albany. Cada estudiante de masaje, antes de recibir su título, tenía que someterse a un programa de quinientas horas de estudio en escuelas especiales y luego aprobar un examen general estatal que supervisaba su técnica de masaje y evaluaba su conocimiento práctico de los sistemas nervioso y muscular del cuerpo humano.

Los examinadores también se aseguraban de que el estudiante conociera la moral de su profesión, que incluía la práctica de cubrir los genitales de la persona que estuviera sobre la mesa de masajes con una sábana o toalla, y también evitar el contacto físico directo con los pechos femeninos. Tales admoniciones no eran subrayadas en exceso por los examinadores, ya que los casos conocidos de mala conducta de un o una masajista habían sido extraordinariamente raros en los años de posguerra en que se había considerado aceptable en Estados Unidos el masaje entre personas de sexo opuesto.

Sin embargo, esto no significa que no se hubieran dado casos conocidos de conducta irregular de vez en cuando. De hecho, hacía mucho tiempo que dentro de la profesión se sabía que ciertos profesionales con licencia, entre ellas algunas masajistas corpulentas de cuyos gruesos dedos no se hubiera podido esperar que inspirasen ilusiones románticas, habían aceptado regularmente peticiones de intimidad sexual con clientes y pacientes varones a los que se consideraba prudentes y dignos de confianza. Debido a que por lo general esto no pasaba de la masturbación —lo que algunas masajistas veteranas de origen escandinavo consideraban como la saludable culminación de un masaje de relajación—, y a que siempre se hacía en privado y a petición del cliente, las asociaciones de masajistas, si bien jamás justificaron oficialmente la gratificación sexual, no estaban más dispuestas a exponer la mala conducta de algunos de sus miembros que las asociaciones de médicos y enfermeras cuando se trataba de transgresiones ocasionales realizadas dentro de su círculo. Además, no era ningún secreto para las asociaciones médicas que, durante décadas, ciertos médicos distinguidos habían practicado abortos ilegales a pacientes privilegiadas, o que a veces los psiquiatras se permitían ciertas libertades con las damas en sus divanes, o que enfermeras y terapeutas femeninas a menudo brindaban alivio manual a las frustraciones sexuales de algunos pacientes hospitalizados, recluidos hacía mucho tiempo en un confinamiento enervante.

De hecho, esos misericordiosos actos de masturbación a menudo eran recordados por hombres agradecidos como el punto de inflexión para su recuperación. Tal vez no resulte sorprendente que algunas de esas damas masajistas estuvieran entre las pioneras de los primeros salones de masajes que empezaron a florecer sin llamar la atención en pequeñas ciudades y pueblos de la Costa Oeste a finales de la década de 1950 y principios de la de 1960. En realidad, se trataba de oficinas o consultorios de masajes, por lo general situados en edificios comerciales que alquilaban despachos a médicos, dentistas, podólogos, dermatólogos y otros miembros de la profesión médica. Por su aspecto, el salón de masajes se parecía mucho a un consultorio médico. Tenía una puerta blanca con la parte superior de vidrio opaco sobre el que estaba pintado con pequeñas letras negras el rótulo «Terapia física» o «Masajes» y el nombre del masajista. El interior era higiénico, si no aséptico, y estaba sobriamente amueblado. En las paredes había títulos enmarcados y diplomas, a veces de dudosa autenticidad, bordeados por serafines y arabescos en tinta china. En las habitaciones del fondo, además de las camillas de masaje y las duchas, las pilas de toallas blancas y emulsiones embotelladas típicas del oficio, a menudo había un baño finlandés, una sauna y aparatos de ejercicios para reducir peso.

Solamente se admitía a los clientes previa cita. Las masajistas, invariablemente mujeres de aspecto refinado, a menudo usaban uniformes almidonados de enfermera que cubrían con un delantal blanco mientras masajeaban a un hombre desnudo sobre la mesa. Ser masajeado por completo y por último masturbado por una de esas profesionales vestidas de blanco era, para muchos hombres, una experiencia muy erótica, al practicar un acto tradicionalmente cargado de culpa en un medio inmaculado que también satisfacía ciertas fantasías masculinas de adolescente con criadas de la infancia, enfermeras, monjas u otras mujeres que nadie se imaginaría jamás trabajando en un salón de masajes con dedos aceitosos y acariciando expertamente un pene erecto hasta que eyaculaba en una pequeña toalla o en un kleenex.

Decenas de hombres se convirtieron en clientes semanales de esas amorettas masajistas. Durante años, estas prácticas prosperaron sin interferencias legales, en parte debido a que los políticos y los agentes de la ley estaban entre sus clientes habituales y también porque las masajistas llevaban a cabo sus prácticas de forma honesta y discreta. Por un masaje completo rara vez cobraban más de 15 dólares por media hora, y a menudo rechazaban las propinas. Limitaban su publicidad en la prensa local a unas pocas líneas bajo el título de «Masajes» en las columnas de anuncios clasificados, poniendo solo las horas y el número de teléfono. También sus clientes intentaban no hacer comentarios sobre esas actividades. Por cierto, más de un cliente creía que solo él era el receptor de la spécialité de una masajista. E incluso aquellos clientes que no eran tan inocentes no fanfarroneaban en público ni chismorreaban en el barrio sobre sus visitas a las masajistas. Si bien algunos podían ser presa del júbilo después de una excitante velada en un burdel de lujo, o podían discutir con sus amigos sobre sus actividades extramatrimoniales, una cita al mediodía con una enfermera-manqué con el propósito básico de ser masturbado era un asunto muy diferente. Tal admisión corría el riesgo de ser interpretada como algo patéticamente desesperado o morboso. Y, por cierto, no tenía nada de excitante. Incluso podía considerarse una tontería pagar a una mujer por un servicio que un hombre podía hacer solo, aunque el asiduo a las masajistas no estaría de acuerdo con ese razonamiento. A diferencia de millones de hombres que se masturbaban en soledad mientras contemplaban fotos de chicas en Playboy y revistas similares, el hombre del masaje prefería una cómplice, una mujer de aspecto respetable que le ayudara a sofocar el sentimiento de culpa y la soledad inherente al acto de amor más solitario.

El hombre que acudía al salón de masajes era el típico superviviente secreto en el mundo duradero de la monotonía marital: competente en su trabajo, razonablemente contento con su esposa y familia. A medida que se acercaba a la mediana edad, buscaba la variedad sexual sin desear verse comprometido en relaciones románticas o complicaciones emocionales que no podría mantener ni financiera ni emocionalmente. Demasiado viejo para los ambientes de solteros, demasiado lento para la acción rápida que a menudo se daba en los bares del barrio frecuentados por las mujeres insatisfechas de otros hombres, también evitaban las pensiones escabrosas, posiblemente infestadas de enfermedades, las prostitutas o los boudoirs más refinados de las call girls y otras mujeres que capitalizaban cada noche lo que Balzac denominaba la fortuna entre las piernas.

Para un hombre de esas características, distraído casi a diario por las conflictivas fuerzas de la lujuria y la culpa, la inquietud y la precaución, un relajante masaje sexual representaba una panacea casi perfecta; y a mediados de la década de 1960, prácticamente no había una ciudad importante en Estados Unidos que no tuviera por lo menos uno de esos falsos consultorios médicos en el que se encontraba a una terapeuta manual de uniforme blanco que satisfaría el deseo de ser tocado de una manera que no conseguía, o no quería, que le tocase su mujer en su casa.

Sin embargo, en 1970 las cosas empezaron a cambiar en el mundo de los masajes cuando se hizo público este servicio privado. Jóvenes emprendedores procedentes de la contracultura comenzaron a abrir —junto a head shops que vendían pipas, libros de yoga y otros nirvanas mercantiles— salones de masajes y estudios de fotografía de desnudo que funcionaban conspicuamente en las calles de la ciudad. Sobre las puertas de entrada de esos salones de masaje, o en las ventanas, se exhibían descaradamente carteles que decían «Chicas a elección», «Modelos desnudas en vivo» y ofertas adicionales que a menudo cantaban en la acera hombres melenudos que entregaban impresos a los transeúntes.

Si bien esos folletos no prometían una satisfacción orgásmica, garantizaban un «masaje sensual» por una «masajista en topless». Al principio, esas ofertas no provocaron una reacción negativa de las autoridades policiales porque el masaje sensual y la exhibición de fotos de desnudos habían obtenido una aceptación y legalidad condicionales en gran parte del país hacia 1970. Se había permitido la desnudez total en la escenificación en Broadway de Oh, Calcuta!; y bares de camareras en topless y desnudas tenían permiso de apertura en varias ciudades, al menos de la época. El famoso masaje Esalen, que practicaban desnudas y atractivas masajistas morenas por el sol a los clientes petroleros de los balnearios de California, era descrito y ensalzado en libros y manuales ilustrados que se vendían en todo el país. En programas de televisión, autores y terapeutas influenciados por Reich recomendaban el masaje erótico para conseguir una relación más relajada en las parejas. En las clínicas sexuales, masajeaban y masturbaban hasta el orgasmo a hombres «disfuncionales», mientras que pacientes femeninas sexualmente insatisfechas eran formadas para estimular a sus amantes con expertas caricias genitales y masturbación mutua, así como a masturbarse a menudo cuando estaban a solas, a veces con la ayuda de vibradores o consoladores. En clases de educación sexual en la mayoría de las escuelas estadounidenses, quizá por primera vez en la historia, la masturbación no se presentaba como un acto triste o vergonzante.

Aunque las asociaciones de masajes profesionales estaban descontentas con las luces de neón y las señales psicodélicas que identificaban los nuevos centros, tardaron en condenarlos porque sabían muy bien en qué había consistido la práctica privada de ciertas profesionales. Asimismo, la policía tenía sus razones para ignorarlos; después de años de confrontaciones violentas con los jóvenes, seguidas por juicios con acusaciones de brutalidad policial y notoria publicidad en la prensa, la policía no tenía muchas ganas de mostrar un comportamiento impulsivo o de registrar los centros mientras las leyes sobre el masaje siguieran siendo tan imprecisas como parecían ser en los años setenta.

De ese modo, el momento fue propicio para los jóvenes empresarios, ya que aparte de la confusión legal y del creciente mercado de placer, había abundancia de mujeres sexualmente liberadas, espíritus libres sin trabajo que venían de la revolución de la década anterior, que no tenían remilgos en ganar dinero masturbando a hombres. Y para el joven propietario, la inversión inicial era pequeña, simplemente el coste mensual de alquilar una primera o segunda planta sobre una tienda en el distrito comercial, y emplear carpinteros aficionados para poner tabiques que dividieran el espacio en una sala de recepción y pequeñas habitaciones privadas para masajes y, de vez en cuando, fotografías de desnudos. Se podía amueblar todo el lugar con sofás, sillas y un viejo escritorio de recepción, todo comprado de segunda mano; camillas de masaje usadas y camastros militares cubiertos con colchas con estampados indios. Se podían adornar las paredes con carteles psicodélicos o pinturas al óleo hechas tal vez por una masajista hippy que acababa de volver a la vida urbana después de una prolongada temporada de saludable estancamiento en una comuna rural. Si bien algunos de los jóvenes que abrieron los primeros estudios en los años setenta habían vivido por poco tiempo en comunas o se habían identificado con el movimiento pacifista, sus modales melosos y camisas de seda bordada revelaban su celo mercenario: eran los Easy Riders que durante sus días universitarios habían traficado regularmente con drogas con la misma naturalidad con que ahora traficarían con el sexo.

Uno de los primeros salones de masajes que florecieron abiertamente en Nueva York se llamaba Pink Orchid; estaba en la calle Catorce, cerca de la Tercera Avenida, y lo fundaron dos ex estudiantes del City College, Alex Schub y Dan Russell. Schub, un aspirante a músico de rock, era reflexivo y tímido y un buen carpintero que empleó su habilidad manual para acondicionar el local, mientras que Russell, más extrovertido, hijo de un abogado y sobrino de un editor de libros raros, era el promotor y director de la empresa.

Con el éxito inmediato de Pink Orchid, que tuvo una media de cuarenta clientes diarios durante el verano de 1970, los dos socios contrataron más personal y abrieron otros salones —el Perfumed Garden en la calle Veintiuno, y el Lexington Avenue Models, cerca de la calle Cincuenta y uno—. Alex Schub también ofreció sus servicios para la creación de otros salones.

Para uno de sus amigos, un ex estudiante de literatura del Fairleigh Dickinson College, Schub diseñó los cuatro cuartos malvas y apenas iluminados del Secret Life Studio en la calle Veintiséis con Lexington Avenue. Para otro conocido, un ex estudiante de Columbia que tenía dos salones, Casbah East y Casbah West, Schub recubrió las salas de masajes con paredes redondeadas de plástico blanco con bordes rugosos, que evocaban el ambiente de una cueva ultramoderna, o sugerían las partes rotas de una cápsula espacial destruida. En la Tercera Avenida, cerca de la calle Cincuenta y uno, Schub diseñó el Middle Earth Studio, propiedad de un ex estudiante aficionado a las obras de Tolkien, que producía la sensación de encontrarse en una comuna hippy al tener cortinas de abalorios, almohadas de Madrás e incienso en las habitaciones.

Compitiendo con esos centros, había lugares como el Stage Studio de la calle Dieciocho Este, que anunciaba sesiones privadas con «jóvenes modelos actrices», y Studio 34, en la calle Treinta y cuatro, que prometía «Cinco hermosas estudiantes, de la clase que a usted le gusta».

Como salario, las masajistas de todos los salones recibían cerca de un tercio del coste de cada sesión, además de las propinas, y podían ganar entre 300 y 500 dólares por semana, dependiendo de la cantidad de días y horas semanales que trabajasen. Cada salón tenía un turno de tarde y otro de noche, y los horarios de las mujeres eran flexibles. A menudo, las aspirantes a actrices o bailarinas cambiaban sus horas con otras masajistas o decían que estaban enfermas los días que tenían alguna prueba. Asimismo, mantenían un contacto regular con sus agentes a través de un teléfono público instalado en la parte trasera del salón, junto al vestuario privado de las masajistas.

Las que aún asistían a la universidad —en centros como la Universidad de Nueva York, el City College o Hunter— a menudo estudiaban en la sala de recepción cuando no estaban ocupadas con un cliente, mientras que las otras masajistas —jóvenes divorciadas con espíritu aventurero, las marginadas, las grisettes con aversión por el trabajo «burgués» de oficina, las esposas alocadas, las amigas de los propietarios, las bonitas lesbianas y bisexuales para las que el salón proporcionaba ciertas masajistas afines— pasaban ociosamente las horas de espera en la sala de recepción, charlando, leyendo revistas o practicando yoga en el suelo, o meditando en un rincón pese al sonido incesante de la música de la radio y de los teléfonos del escritorio del jefe.

Si el jefe no estaba en la sala de recepción y una masajista cogía el teléfono, a veces se encontraba con la respiración agitada y las vulgares obscenidades que le decía algún hombre; por esa razón, en la mayoría de los salones únicamente el gerente masculino contestaba las llamadas comerciales. Además de cobrar el dinero de los clientes, de asignar un cuarto a cada uno de ellos y de llamar a esa habitación veinticinco minutos después para avisar a la masajista de que la sesión de media hora estaba a punto de terminar, el gerente también podía servir como guardaespaldas ocasional, pero no había demasiada necesidad de ello porque rara vez un cliente era agresivo. Casi todos los hombres que acudían a los salones de masajes eran amables y de buenos modales. Un gran porcentaje llegaba con traje y corbata. Cuando entraban, a veces con los folletos en la mano que les acababan de dar en la acera, eran recibidos por el gerente, sentado tras el escritorio, y las sonrisas del elenco de masajistas. Después de haber pagado la tarifa y elegido a la masajista de su predilección, ella le escoltaba a través de la sala a uno de los cuartos privados, llevando en el brazo una sábana almidonada que había retirado de un armario.

Luego cerraba la puerta y tendía la sábana sobre la camilla de masajes. Esperaba a que el hombre se desnudara por completo antes de quitarse la ropa. La mayoría de los gerentes de salones de masajes creían que si el cliente era un detective policial de paisano, la masajista no podía ser enjuiciada por inmoralidad si el policía se había desnudado antes que ella; si bien esa suposición aún debía confirmarse en una sala de tribunal, la mayoría de los salones la tenían en cuenta.

Aunque la mayoría de los clientes tenían edad suficiente para ser el padre de la masajista, se producía un curioso cambio de papeles una vez iniciado el masaje sexual. Eran las jóvenes las que tenían la autoridad, el poder de dar o negar placer, mientras que los hombres yacían, dependientes, de espaldas, gimiendo en voz baja y con los ojos cerrados, mientras les masajeaban el cuerpo con aceite o talco. Era posible que para muchos de esos hombres ese fuera el primer contacto íntimo con el movimiento juvenil sexualmente emancipado sobre el que habían leído y oído tanto, el mundo de Woodstock y la píldora. Y a medida que conocían más a algunas masajistas en sus frecuentes visitas al salón, tenían una perspectiva más amplia acerca de la generación de alienados que ellos habían ayudado a engendrar.

A su vez, las masajistas aprendían mucho sobre las frustraciones de los hombres de mediana edad, sus conflictos matrimoniales, sus problemas laborales, sus fantasías e inseguridades. Algunos hombres se ponían tan nerviosos sobre las camillas que les temblaba el cuerpo y sudaban en exceso. Otros no podían eyacular a menos que la masajista le expresara un interés personal, le halagara sobre su estado físico y le asegurara que su pene era tan grande, o más grande, que el de los demás hombres. Había hombres que sufrían tal culpabilidad que no podían experimentar el máximo placer a menos que la masajista, satisfaciendo sus deseos, les regañara mientras les masturbaba, les reprendiera y amonestara como si fueran colegiales pillados en el momento de masturbarse.

Había clientes que acababan de abandonar el sacerdocio y trataban de adaptarse por primera vez a las caricias de una mujer; había rabinos ortodoxos que se cubrían el pene con un condón o una bolsita de plástico de modo que pudieran ser masturbados sin contacto carnal; había distinguidos corredores de seguros y banqueros que negociaban con las masajistas cómo conseguir una felación, explicando que eso era algo que sus esposas se negaban a hacer; había empleados de oficina que eran satisfechos del mismo modo por las masajistas, pero admitían que era algo que jamás osarían pedir a sus esposas.

Ancianos con bastón, viudos y divorciados, y Daddys Brownings de la época tenían citas regulares en ciertos salones y a veces guardaban botellas de su whisky favorito en el armario de la ropa blanca. También había jóvenes vigorosos, emanando energía, que pagaban el doble por dos masajistas al mismo tiempo y tenían tres orgasmos en la media hora de sesión. Un individuo extremadamente tímido llamado Arthur Bremer, vestido con traje y chaleco, llegó un día al Victorian Studio de la calle Cuarenta y seis con Lexington Avenue, pero estuvo demasiado tenso durante la sesión para alcanzar el orgasmo. Un mes más tarde, en un acto político en Maryland, Arthur Bremer disparó contra el gobernador de Alabama, George Wallace, dejándole paralítico.

Había muchos románticos que frecuentaban los salones de masajes y de vez en cuando se enamoraban de una masajista. Se enfadaban cuando algún día llegaban más temprano a la cita y encontraban que la chica estaba con otro hombre. En el Secret Life Studio, en la calle Veintiséis con Lexington Avenue, un cliente habitual era un licenciado de Harvard y recientemente divorciado que ejercía de psiquiatra en Manhattan. Su masajista favorita era una atractiva rubia que se había licenciado en la Universidad de Luisiana y trabajado para la revista Look. Después de numerosas sesiones sexuales en el salón, la pareja empezó a verse y al cabo de un año se casaron y fueron a vivir a Florida.

Con el tiempo, algunos hombres de negocios que habían frecuentado los salones de masajes, pero estaban insatisfechos por el hecho de que muy pocos de esos establecimientos tuvieran instalaciones tan básicas como una ducha, empezaron a montar salones propios, lugares más amplios con sillas de plástico, aire acondicionado, nuevas camillas de masaje, cuartos de vapor, saunas, lámparas solares, música ambiental y cobro mediante tarjetas de crédito. El primero de esos modernos salones fue Experience One, en la novena planta del viejo edificio de Daddy Browning, propiedad de personas que se dedicaban al negocio de la comida rápida; pero al cabo de un año ese salón sería superado en servicio y lujo por otros, todos los cuales serían visitados por el director de Screw, Al Goldstein, que empezó a publicar en su revista una columna semanal como especialista en el floreciente negocio de los salones de masajes. De ese modo, pudo alardear de que cada uno de sus gozosos orgasmos era deducible de sus impuestos.

La intención de Goldstein era visitar de improviso cada salón de la ciudad, los nuevos y los antiguos, pagando el mismo precio que cualquier cliente. Después de experimentar las habilidades de varias masajistas y de tomar notas sobre la limpieza de cada establecimiento, así como de la cortesía de la dirección, escribía una breve descripción de cada salón en Screw y asignaba a cada uno una puntuación de una a cuatro estrellas.

Cuando Goldstein inició esta tarea en 1971, no había más de una decena de salones, pero a finales de 1972 solo en Nueva York superaban los cuarenta. Goldstein comprobó que los servicios y los precios cambiaban de un lugar a otro, y a veces de día en día, dependiendo en gran parte del humor de la masajista y su compatibilidad con el cliente. En el Pink Orchid de la calle Catorce, donde hacía calor y estaba lleno de clientes cuando él llegó y aún no tenía duchas ni aire acondicionado, Goldstein pagó 14 dólares para ser masajeado por una morena con cara larga vestida con hot pants. Por una promesa de 15 dólares de propina, le masturbó e hizo una felación sin ganas, mirando continuamente el reloj. Goldstein otorgó al Pink Orchid una estrella en el número siguiente de Screw, describiéndolo como «no recomendable».

En el Mademoiselle Studio de la calle Cincuenta y cinco con Lexington Avenue, propiedad de tres israelíes que equiparon su piso de siete habitaciones con aire acondicionado, bar y un proyector que pasaba diapositivas eróticas en colores sobre las paredes de la sala de recepción, Goldstein pagó un masaje de 20 dólares; con una propina de 20 dólares, hizo el amor con una atractiva divorciada de veintiséis años en una cama de agua; ella le dijo que tenía dos hijos en un barrio de Connecticut y que vendía terrenos durante los fines de semana. Estuvo amable y divertida y Goldstein otorgó a Mademoiselle tres estrellas: «Recomendable: lo mejor de su clase».

En el Middle Earth Studio, en la segunda planta de un edificio de ladrillo de la Tercera Avenida, Goldstein pagó al jefe 18 dólares y eligió como masajista a una morena de ojos azules con largo cabello y tez blanca que lucía un emblema de la rosacruz en el cuello. Era serena y graciosa y en el cuarto privado le excitó fácilmente. Tenía hermosas manos con largos dedos y parecía disfrutar con lo que hacía, sin apartar un instante los ojos de su pene erecto mientras se lo acariciaba, sabiendo sin duda que a la mayoría de los hombres les gustaba observar a una mujer que acariciaba el extraño objeto con familiaridad. Él deseó casi con desesperación que ella se lo pusiera en la boca, pero cuando le pidió que lo hiciera, ella se negó con amabilidad diciendo que en el Middle Earth estaba estrictamente prohibido. Solo se permitía el «alivio manual» y ese servicio se prestaba automáticamente con el masaje, sin necesidad de propina extra. Entonces le confió que el pequeño espejo de la pared del cuarto estaba hecho de vidrio unidireccional, permitiéndole al jefe espiar para asegurarse de que se cumplían las normas. Esa revelación molestó a Goldstein, perturbando su sensación de intimidad con la masajista. Y si bien disfrutó de un masaje masturbatorio, le concedió al Middle Earth solo dos estrellas.

Los numerosos espejos que vio posteriormente cuando visitaba los salones más grandes, espejos que a veces se extendían a lo largo de toda la pared y los techos de las habitaciones privadas, siguieron molestándole, no solo porque sospechaba que un gerente voyeur podía estar espiándole, sino también porque él no quería estar expuesto a su corpulento reflejo mientras estaba echado desnudo en la camilla.

Sin embargo, en el Caesar’s Retreat, con multitud de espejos, un lujoso salón de imitación romana en la calle Cuarenta y seis, Goldstein se sintió lo bastante divertido por una masajista vestida con toga y sus mimos extraordinarios para superar cualquier molestia. Otorgó al Caesar’s Retreat cuatro estrellas. Aún no había nada en Nueva York que se pudiera comparar con el Caesar’s Retreat, donde era evidente que se habían invertido miles de dólares —su propietario era un ex agente de Bolsa llamado Robert Scharaga— en decorar los numerosos cuartos privados, la sauna, los baños circulares, la fuente y las estatuas romanas de yeso. Los clientes podían beber champán gratis en la sala de recepción mientras esperaban sus sesiones de media hora de masajes con aceites vegetales calientes. Un buen masaje costaba veinte dólares, pero con más dinero se podía comprar más. Y por cien dólares, un cliente podía tener un baño de champán en compañía de tres damas liberadas.

Después de que Goldstein hubiera investigado los salones de Nueva York, viajó a lo largo del país y descubrió que el masaje erótico se había convertido en una preocupación nacional. Era el negocio de la comida rápida del sexo, un alimento para la libido. En el barrio Falls Church de Washington, el salón de masajes Tiki-Tiki, de diez habitaciones, estaba en un centro comercial. Había salones en Charlotte, en Atlanta, en Dallas. Y en Chicago, la ciudad mayoritariamente católica y dominada por el alcalde Daley, había un salón céntrico en South Wabash Street cuya decoración imitaba el interior de una iglesia. El pequeño escritorio del gerente estaba dentro de un pesado confesionario gótico que había sido adquirido a una empresa de derribos que había demolido una iglesia del South Side. Había bancos de oración y otros objetos eclesiásticos, así como ornamentales librerías en las que se exhibían revistas pornográficas y consoladores.

Con la esperanza de proteger su salón contra la intervención policial, el propietario estableció su negocio como un club privado del que los clientes se podían hacer socios solo después de haber mostrado documentos de identidad y firmado un documento declarando que no estaban relacionados con ninguna agencia de la ley, una declaración que los clientes no solo debían firmar, sino también leer en voz alta ante el confesionario, sin saber que se les estaba grabando la voz y filmando los rostros con una cámara oculta tras los pliegues de la cortina violeta que colgaba del confesionario. El precavido propietario de ese salón se llamaba Harold Rubin. Cuando Goldstein entró a solicitar un masaje, Rubin se presentó como ávido lector de Screw e insistió en que Goldstein tomara una sesión con dos masajistas a cargo de la gerencia.

En Los Ángeles, Goldstein vio decenas de salones en Santa Monica Boulevard y Sunset Strip, algunos de los cuales estaban abiertos las veinticuatro horas del día. El salón más prominente de Los Ángeles, propiedad de Mark Roy, de cuarenta y dos años, ex profesor de baile en Arthur Murray —quien después prosperaría como director de varios centros de adelgazamiento para mujeres—, se llamaba Circus Maximus. Ocupaba una amplia casa de tres plantas a media manzana al sur de Sunset. La casa tenía un aparcamiento con capacidad para ochenta coches. Al igual que el Caesar’s Retreat de Nueva York, el Circus Maximus tenía un decorado que evocaba al hedonismo romano. Sus treinta masajistas vestían minitogas de crêpe púrpura, dorada o blanca. Y su lema proclamaba: «Los hombres no lo han pasado tan bien desde los tiempos de Pompeya».

A media hora en coche de Sunset Strip, en las tranquilas colinas de Topanga Canyon, y alejado de la playa de Malibú, Goldstein visitó un «centro de crecimiento» nudista llamado Elysium, con casi tres hectáreas de hermoso terreno oculto de la vista del público por árboles y altos setos, detrás de los cuales los desnudos socios se podían masajear los unos a los otros, o ser masajeados por profesionales. Como el Instituto Esalen del norte de California, Elysium ofrecía a sus visitantes y miembros un variado horario de seminarios de «toma de conciencia» y programas de psicoterapia. Pero a diferencia de Esalen, Elysium estaba orientado al placer, y ofrecía además de piscinas, saunas, canchas de tenis y equitación, habitaciones semiprivadas donde la gente podía ir a hacer el amor.

Anteriormente, Goldstein había publicado en Screw varias fotografías tomadas en Elysium, pero quedó aún más impresionado cuando vio el lugar en persona y entrevistó a su fundador, Ed Lange, un hombre alto y físicamente atractivo, ex fotógrafo de moda, con una elegante barba gris. Lange había nacido hacía cincuenta y dos años en una conservadora familia alemana de Chicago; se había convertido en un destacado atleta universitario, pero se había dado cuenta de que en realidad le gustaba un estilo de vida menos rígido y más creativo. Desde el momento que compró su primer número de la revista nudista Sunshine & Health cuando era un adolescente a finales de la década de 1930, se sintió fascinado por el nudismo. Y cuando se mudó a Los Ángeles en los años cuarenta, trabajando como diseñador de escenarios y fotógrafo por cuenta propia en Hollywood para revistas como Vogue y Bazaar, se hizo socio de un club pionero de nudistas que era visitado con frecuencia por la policía. A mediados de la década de 1950, en ese club conoció a una joven pareja extremadamente atractiva, Joseph y Diane Webber. Durante los siguientes quince años, Lange fue quien sacó la mayoría de las fotos de desnudo de Diane Webber que aparecieron en revistas que él empezó a publicar por aquel entonces. La compra del terreno para Elysium fue la realización de la fantasía de toda la vida de Lange.

Cuando Goldstein visitó el lugar, Lange estaba metido en una disputa con las autoridades del condado de Los Ángeles, que trataban de cerrar su comunidad con una ordenanza de zonificación local que ellos interpretaban como prohibición de la presencia de nudistas en el distrito. No se citaba solamente al Elysium, sino también a un vecino «centro de crecimiento» situado en las colinas más altas de Topanga Canyon, el Sandstone Retreat. El Sandstone era una propiedad de seis hectáreas ocupada por varias parejas de nudistas que vivían en una abierta libertad sexual y tenían como meta la eliminación del sentido de la posesión y de los celos. El propietario de Sandstone se llamaba John Williamson. Entre las parejas se encontraban John y Judith Bullaro.