13
John Bullaro, cuya relación extramatrimonial con Barbara Cramer había sido aprobada de forma increíble por el marido de esta —quien también había llevado a comer a Bullaro y le había pedido que continuara con esa relación—, supo que no tenía otra posibilidad que acceder a la sorprendente invitación de Williamson. Y, diligentemente, eso fue lo que hizo durante el invierno de 1967 hasta la primavera de 1968.
Bullaro accedió a visitar la nueva casa de los Williamson en Woodland Hills y a conocer a algunos de sus liberados amigos, una obligación que había previsto con temor hasta que una noche llegó allí y se encontró a un grupo muy simpático y atractivo, en especial una morena pequeña de ojos negros que le recibió en la puerta con una sonrisa serena y vistiendo solamente un salto de cama. Se llamaba Oralia Leal. A la luz de la entrada, él pudo ver sus pechos firmes y los pezones oscuros a través de la fina tela. Mientras la seguía, observó sus graciosas caderas y se dio cuenta de que bajo el salto de cama estaba absolutamente desnuda.
Mientras Oralia iba a buscarle una copa de vino, Barbara y Arlene Gough aparecieron y le dieron un beso, y luego le acompañaron hasta una gran sala apenas iluminada en la que media docena de personas estaban sentadas completamente vestidas sobre la alfombra y las sillas escuchando atentamente mientras John Williamson comentaba en voz baja la obra del místico indio Krishnamurti.
Al ver a Bullaro, Williamson se puso en pie y le agradeció su presencia, y luego le presentó a los demás. Williamson estaba vestido informalmente con camisa deportiva, pantalones y zapatillas, pero los demás hombres llevaban trajes y corbatas, al igual que Bullaro, y las mujeres vestidos, joyas y zapatos de tacón moderadamente alto. Solo el atuendo de Oralia sugería una posibilidad en la cama, o una posterior actuación erótica en solitario que los demás podrían presenciar. Pero cuando regresó a la sala con el vino de Bullaro, pareció extremadamente tímida y pudorosa, incluso avergonzada de su aspecto. Pronto se sentó hecha un ovillo a los pies de Williamson como buscando su protección, y no dijo casi nada durante el resto de la velada.
Bullaro tomó asiento en un sofá entre Barbara y Arlene, escuchando mientras proseguía la discusión sobre Krishnamurti, un hombre del que jamás había oído hablar; tampoco sabía nada sobre Maslow y los demás nombres que Williamson y sus amigos mencionaron continuamente durante la charla. Al sentirse intelectualmente fuera de lugar, Bullaro se recordó a sí mismo con irritación que debía complementar su formación, debía leer más libros, aumentar sus intereses y no permitirse quedar circunscrito a las estrechas exigencias de su trabajo en el ámbito de los seguros. Le dio la impresión de que todos los intereses académicos que en un tiempo había poseído habían terminado en el mismo instante en que recibió su título universitario, y que ahora estaba obligado a estar en una habitación como un ignorante mientras un robusto hombre rubio, que no había superado el bachillerato, dominaba la reunión. Bullaro estudió al hombre a cuyos pies estaba la felina Oralia. De mala gana, admitió que de Williamson emanaba una sensación de natural autoridad y que demostraba un dominio fácil de los hechos, las cifras y la gente. Bullaro también admitió con cierta irritación que probablemente podría aprender mucho de él.
Pero, al parecer, algo que Bullaro no aprendería esa noche fue el verdadero propósito de la velada y la clase de relación que existía entre esa gente y los Williamson. Después de haber estado sentado más de una hora y bebido una segunda copa de vino, y tras haber contestado coherentemente a una pregunta de Williamson sobre el aumento del coste del seguro médico una vez que la conversación pasó a un reciente trasplante de corazón en la Universidad de Stanford, se sintió obligado a decir que debía irse. Hasta ese momento el ambiente de aquella sala, con la sola excepción de Oralia, era la que podía encontrarse en cualquier casa. Y por más que pudieran pasar muchas cosas en las próximas horas, Bullaro sabía que esa noche tenía el tiempo en contra. Su mujer, Judith, le estaba esperando después de que él le explicara que se retrasaría un poco debido a una reunión de trabajo de última hora. Mientras le acompañaban hasta la puerta, John y Barbara Williamson le dijeron que esperaban que volviera muy pronto y que se quedara más rato, añadiendo que tenían visitas cada noche y que él siempre sería bienvenido. Bullaro asintió con la cabeza y les dio las gracias; supo que regresaría aunque solo fuera para volver a ver la esbelta figura de Oralia Leal y satisfacer su curiosidad acerca de esa gente que Williamson denominaba «liberada».
A la semana siguiente, a primera hora de la tarde, Bullaro apareció en la casa de los Williamson sin avisar; lo recibió Barbara. Él pidió perdón por no haber telefoneado antes, pero explicó que mientras pasaba en coche por el barrio rumbo a su casa, advirtió que había muchos coches aparcados en la entrada y que pensó que podría detenerse para hacer una corta visita. Barbara le dijo que se sentía encantada y, tomándole de un brazo, le acompañó por el recibidor hacia la sala. Una vez allí, él se detuvo de repente y contuvo el aliento, porque en la sala había varias personas desnudas por completo, sentadas en las sillas o en la alfombra, bebiendo vino y hablando entre ellos con una naturalidad que dejó tan atónito a Bullaro como la visión de los cuerpos desnudos.
Aunque en el primer almuerzo memorable con John Williamson se le había prevenido sobre la posibilidad del nudismo, Bullaro, al entrar ahora con Barbara en la sala, sintió que se le aceleraba el pulso, se le humedecían las palmas de las manos y un estremecimiento recorría sus muslos. Se dirigió a Barbara como para pedirle una explicación, una simple palabra o un gesto que pudiera reducir la tensión y la torpeza que sentía, pero Barbara, sin prestarle atención, le llevó hasta un sofá donde estaba sentada una pelirroja cuyos grandes pechos pecosos solo estaban cubiertos por un collar de perlas.
—Os acordáis de John Bullaro, que vino la otra noche, ¿verdad? —preguntó Barbara.
La mujer asintió y sonrió, y cuando le tendió la mano también se le levantaron los pechos. Bullaro se ruborizó. Barbara le llevó por la habitación para presentarle a los demás, pero las miradas furtivas de él solo vieron pechos colgantes, nalgas desnudas y muslos blancos, vello púbico de varios colores, penes grandes y pequeños, circuncidados y sin circuncidar, y, oh sorpresa, no erectos.
En un rincón, Bullaro reconoció el cuerpo de Arlene Gough, que charlaba con una pareja totalmente vestida, lo que Bullaro agradeció. De rodillas al lado de ellos, cerca del estéreo, estaba la presencia bien proporcionada de David Schwind, el ingeniero que Bullaro había conocido en su anterior visita. Sentado en medio de la sala, rodeado de un pequeño círculo de gente que parecía escuchar sus palabras con atención, estaba la robusta figura de John Williamson, de anchos hombros, un poco de barriga y un pene pequeño, un Buda rubio cuyo pie derecho estaba siendo masajeado por Oralia, de maravillosa piel olivácea, una desnuda Nefertiti cuyo cuerpo perfecto, supuso Bullaro, era la envidia de todas las mujeres presentes en aquella habitación.
Williamson llamó a Bullaro para que se sumara a su grupo. Dejando a Barbara con David Schwind, Bullaro caminó con cuidado por encima de diversos torsos y miembros para sentarse en la alfombra al lado de su anfitrión y de Oralia, que le sonrió seriamente y le saludó. Prosiguió masajeando el pie de Williamson. Aunque Bullaro trató de fijar la vista únicamente en los rostros de la gente que había a su alrededor y a sugerir mediante frecuentes inclinaciones de la cabeza que prestaba atención a lo que decían, su vista no se apartaba de Oralia. Se dio cuenta de que su piel oscura era inmaculada, que sus pechos no colgaban, que el estómago era liso, que su negro vello púbico era un triángulo perfectamente delimitado, y su visión le atormentó. Sintió que el pene se le ponía erecto. Encogió las rodillas y saboreó un vino que alguien le había alcanzado.
Levantando la mirada y tratando de evitar obsesionarse con los atractivos de Oralia, Bullaro estudió las pesadas vigas de madera del alto e inclinado techo que él calculó que se elevaban unos nueve metros por encima del suelo. Era una casa de curioso diseño, encaramada en la cima de una montaña que daba al valle. En su anterior visita, había observado desde su gran patio al oscurecer una hilera de brillantes luces de las casas que había abajo. Salvo por una pequeña escalera en la sala, que llevaba a una cocina en lo alto, todo el área habitable de la casa estaba concentrada en la planta baja. Desde donde ahora estaba, reclinado en la alfombra, pudo ver las puertas cerradas de lo que supuso serían dos dormitorios, una de las cuales se abrió de repente cuando salió una pareja desnuda del brazo para volver a sumarse a la reunión.
Fuera lo que fuese lo que sucedía privadamente en aquella casa, o lo que él podía ver con sus propios ojos, se trataba de algo que superaba sin lugar a dudas su capacidad de comprensión, en especial en su estado de agitación. Se sintió fuera de lugar en el grupo y frustrado consigo mismo. Detestaba ser un forastero, incluso entre aquella gente, y obviamente eso era él aquella noche, un prisionero de sus ropas en medio de un círculo liberado de nudistas. Si bien su ansia de aventuras que le había torturado desde hacía tanto tiempo ahora le tentaba a quitarse la ropa, una fuerza interior aún más convincente no le dejaba hacerlo, en especial porque le aterraba mostrar por primera vez delante de tanta gente ese órgano impredecible que él suponía que era la carga de cualquier hombre. Aunque, como parecía por los numerosos penes fláccidos que veía a su alrededor, ningún otro hombre sentía esa carga salvo él.
Si Williamson le hubiera sugerido antes de que se sentara que tal vez se sentiría más cómodo con menos ropa, Bullaro quizá se la habría quitado impulsivamente, pero sin esa invitación le pareció algo imposible. Tal vez era típico de los Williamson dejar que la gente se liberara por sí sola de sus propias inhibiciones mientras él, Bullaro, permanecía impasible, observando en silencio. De improviso, vio toda la casa como una especie de laberinto en el que Williamson había atrapado a la gente, estimulándoles con promesas ambiguas, y luego permitiéndoles moverse e intentar experimentar por sí mismos mientras todo quedaba justificado como un experimento educativo.
Al oír risas detrás de él, Bullaro miró hacia el recibidor; Arlene y Barbara recibían alegremente a otra pareja que acababa de llegar. Arlene, cubriéndose el pubis con una servilleta de cóctel, movía las caderas y las cejas en una exagerada imitación de una stripper. Barbara, que presumiblemente permanecía vestida esa velada porque era la encargada de atender la puerta, miró a Bullaro y le saludó con un gesto. Aprovechando esa oportunidad de alejarse del grupo de Williamson y de la inaccesible Oralia, se levantó y se reunió con Barbara y los otros cerca de la puerta de entrada, desde donde sabía que podría retirarse sin llamar la atención.
Estaba inquieto y resignado a pasar una velada que no podría explicar. Lo había visto todo y nada. Le habían confundido con tanto bombardeo visual. Asimismo, se estaba haciendo tarde y, si su mujer aún estaba levantada, no quería una discusión en casa. Le dio a Barbara un beso de despedida y ella le acompañó hasta la puerta recordándole que tenía una cita para almorzar juntos al día siguiente. Sugirió que se encontraran allí mismo, en su casa, en vez de salir. Él dio su conformidad diciendo que la vería poco antes de la una.
Judith dormía cuando él llegó, liberándole del esfuerzo de tener que mentir sobre dónde había estado. Pero en cierta manera lamentó que estuviera durmiendo, ya que ahora sentía todas sus energías sexuales en erupción y le hubiera gustado hacer el amor en la oscuridad con la imagen de Oralia, algo que consideró preferible y muy distinto a tranquilizarse respecto a Oralia por medio de la masturbación. Bullaro jamás había disfrutado demasiado con la masturbación, incluso cuando era estudiante, en Chicago, y deambulaba por la barbería de su padre, donde siempre había una selección de revistas de chicas. Como aspirante a formar parte del equipo de fútbol americano del instituto Amundsen, se vio influenciado por la filosofía espartana de los técnicos de aquellos tiempos, que creían que la masturbación debilitaba y desmoralizaba, sofocaba los impulsos de lucha. De hecho, cuando Bullaro dirigió el equipo de fútbol del Club de Jóvenes de Hollywood a principios de la década de 1950, aún estaba influenciado por esas ideas. En cambio, el coito era un asunto diametralmente diferente, al menos en lo que a él concernía, aunque en realidad no sabía por qué. Le parecía que era mucho menos dañino para el cuerpo que la masturbación. Pero esa noche abandonó tal especulación por ser demasiado académica, ya que de cualquier modo no haría ni una cosa ni la otra.
Se sirvió un whisky con soda, cogió un libro para leerlo en el sofá y decidió leer hasta quedarse dormido. Y así fue como durmió aquella noche, en el sofá, el pecho cubierto por una gran edición de American Heritage de un libro sobre la Guerra Civil de Bruce Catton.
Al alba se despertó, se metió en silencio en el baño, se afeitó y se vistió para la oficina. Dejó una nota para Judith diciendo que tenía que asistir a una reunión de trabajo en la que desayunaría, subió al coche y se fue antes de que Judith se levantara.
Se sintió un poco inquieto y culpable durante la mañana en la oficina. Sabía que debía llamar a Judith, aunque poco más podía hacer que contarle mentiras sobre dónde había estado y lo que había hecho. Era algo absurdo y patético: una vez más, estaba reaccionando como el colegial que había sido, ocultando la verdad, temiendo quedar al descubierto, actuando mal debido a sus antecedentes étnicos ante los amigos de su barrio de Chicago, aplacando a su madre judía diciéndole las mentiras que ella quería escuchar, de modo que los dos pudieran seguir aparentando que él poseía lo que ella admiraba en un hijo. Pero en esa coyuntura, lo más deprimente era el hecho de que, aunque él admitía sentirse culpable acerca de la noche anterior, no había hecho absolutamente nada que justificara ese sentimiento de culpabilidad. Si por lo menos se hubiera metido en la cama con Oralia, o se hubiese visto envuelto en una bacanal desaforada en la alfombra de la sala de los Williamson, entonces todas las mentiras que pudiera contarle a Judith parecerían justificadas. Tal como estaban las cosas, sus decepciones solo ocultaban su fracaso para satisfacer sus deseos latentes en aquella sala abarrotada de gente lasciva. Asimismo, la velada confirmó la sabiduría de la máxima de John Williamson, según la cual mentir sobre el sexo no era más que una pérdida de tiempo y de energía.
Bullaro estaba maravillado con el matrimonio de los Williamson, con esa escena sibarítica en su sala de estar, y con el hecho de que Barbara recibiera a los invitados con toda naturalidad mientras Oralia se echaba desnuda sobre la alfombra masajeando los pies de John Williamson y vaya Dios a saber qué más tarde. Bullaro pasó gran parte de la mañana rumiando sobre esos asuntos mientras también se concentraba en el prosaico papeleo de la New York Life, sentado en su sillón de cuero rojo en un despacho de cuyas paredes colgaban títulos y certificados que atestiguaban sus logros y sus virtuosas actividades en la comunidad, ninguna de las cuales pudo impedir su partida del despacho a las doce y media en punto para su erótico almuerzo con Barbara Williamson.
Previendo con ansia su satisfacción mientras conducía por los caminos sinuosos y montañosos de Mullholland Drive en dirección a la residencia de los Williamson, no quedó decepcionado cuando llegó. Barbara, que estaba sola en la casa, le recibió en la puerta con un beso prolongado y un cálido abrazo y aceptó sin vacilar su sugerencia de que pospusieran el almuerzo y fueran directamente al dormitorio.
Aunque al principio le sorprendió la presencia de varios espejos en las paredes y el techo, pronto se convirtió en un ávido espectador de estos elementos cuando, desnudo en la cama, observó a Barbara reptar en su dirección con una sonrisa coqueta y los pechos colgantes acariciando su pecho, coger su pene con la boca y excitarlo de una manera que él podía contemplar desde diferentes ángulos. Fue una extraña experiencia visual observar la voluptuosa figura y la inclinada cabeza rubia de Barbara, multiplicadas en los espejos, estimulándole caleidoscópicamente, acariciándole con múltiples manos y bocas la profusión de penes que eran todos suyos para ver y sentir, cerca y a lo lejos, en una orgía óptica.
Muy pronto sintió en su interior las familiares convulsiones y, mientras le temblaba todo el cuerpo, se echó hacia atrás y gozó de su orgasmo instantes antes de volver a abrir los ojos y ver a su alrededor su propia inmovilidad. Se quedó en la cama con Barbara más de una hora, un tiempo poco común en su historia de breves encuentros, pero ese día los dos tenían más hambre de sexo que de comida y se agotaron satisfaciendo sus deseos.
Poco antes de las tres, de regreso a su oficina por las curvas del camino del valle, se sintió ligero y libre como si estuviera flotando, pero después de volver al serio despacho de la empresa y telefonear a su mujer, una vez más tuvo que hacer frente al grave problema de su vida.
Cuando llamó a Judith para sugerirle que esa noche cenaran juntos en su restaurante favorito, ella declinó la invitación, aunque su voz no indicó que estuviera enfadada por lo tarde que él había llegado últimamente; por el contrario, estaba tranquila y hasta alegre por teléfono, diciendo que ya había organizado la cena en casa, pero añadió que había dispuesto que harían algo más tarde. John Williamson había llamado a primera hora preguntando por él, le explicó ella, y ella se había presentado. Después de una conversación cordial en la que Williamson expresó una gran admiración por Bullaro, sugirió que ambos fueran a su casa a tomar una copa después de cenar. Y Judith, que hacía días que no salía de casa, había aceptado de buen grado la invitación diciendo que allí estarían a eso de las nueve.
John Bullaro se quedó sin habla y perplejo. Apretó el teléfono en el puño; su mente tuvo visiones de gente desnuda en la sala de los Williamson y, aunque no podía creer que Williamson fuera capaz de someter a una desconocida a una escena semejante, no podía estar seguro de nada. Guardó silencio. Judith le preguntó si podía oírla. Cuando él dijo que sí, ella le pidió que no llegara tarde a cenar porque quería estar fuera de la cocina antes de que la vecina llegase para cuidar a los niños. Luego siguió contándole otros detalles que Bullaro no oyó, tan impaciente estaba de que ella colgara para poder llamar de inmediato a casa de los Williamson. Quería una explicación de la llamada a Judith, una indicación de lo que se podía esperar de la próxima velada, aunque cuando marcaba el número se dijo que no debía parecer demasiado irritado o brusco, en especial si era John Williamson quien contestaba al teléfono. Bullaro aún creía que cualquier asunto con ese hombre debía ser llevado con extrema precaución.
Pero nadie contestó en casa de los Williamson. Bullaro volvió a marcar el número varias veces durante la tarde. Intentó llamar a la oficina de Barbara, pero le fue imposible ponerse en contacto con ella. Cuando más tarde volvía a su casa, supo que no tenía otra alternativa que preparar a Judith para la posibilidad de que esa tarde hubiera sorpresas.
En la cena, después de que los niños se acostaran, le dijo a Judith que tenía la intuición de que los Williamson eran una pareja rara, que en la oficina había oído decir que estaban en un grupo de encuentros que ocasionalmente hacían reuniones en su casa con los asistentes desnudos. Si bien Bullaro dijo que no podía estar seguro de la veracidad de esa información, pensaba que Judith debía estar preparada esta noche casi para cualquier cosa, añadiendo que si se sentía molesta por tener que ir allí, aún tenían tiempo de anular la invitación.
Ella le miró de una manera extraña; y luego, al parecer confusa e irritada, le preguntó qué era exactamente lo que quería decir. También exigió saber por qué había esperado hasta el último minuto para decirle esas cosas. Bullaro se disculpó enseguida por haberla molestado, y explicó que sencillamente sentía que debía contarle lo que había oído decir. Judith replicó que la idea de reuniones de gente desnuda le parecía ridícula, pero que mientras no se esperara que ella se quitase las ropas, no veía ninguna razón para anular la invitación. Bullaro no dijo una sola palabra más al respecto, aunque en lo más íntimo de su ser le sorprendió la actitud tolerante de su mujer.
Sin embargo, en el coche, Judith habló muy poco y él sospechó que ella compartía ahora su propia ansiedad. Al llegar a casa de los Williamson, se percató de la presencia de otros tres coches delante de la casa. Estaban encendidas todas las luces de las ventanas. Al oír voces en el interior, tocó el timbre y esperó. Oralia abrió la puerta y él se sintió aliviado cuando vio que estaba pudorosamente vestida con suéter y falda. Entonces se acercaron Barbara y John, también totalmente vestidos, para presentarse a Judith. En la sala, había más gente, también vestida, entre ellos Arlene Gough y David Schwind.
Después de que Judith expresara su admiración por la casa, en especial los techos altos y las antigüedades, Barbara la llevó al patio con su vista del valle. Se sirvió vino, había música y pronto los Bullaro estaban cómodamente instalados en la sala participando de la conversación general que pareció continuar de forma indefinida hasta que, de repente, la misma Judith introdujo el tema del nudismo diciendo que había oído hablar de la participación de los Williamson en grupos de encuentros de nudistas.
John Williamson asintió con la cabeza y Barbara sonrió mientras que John Bullaro se ponía lívido.
—Pero ¿qué es lo que hacéis en esos grupos? —preguntó Judith con cierta insistencia.
—Les hacemos cosas a los que asisten —replicó John Williamson.
—Mi marido me dice que al parecer os quedáis sentados charlando unos con otros —siguió diciendo Judith—, pero ¿por qué desnudos?
—¿Lo has intentado alguna vez? —preguntó Williamson.
—Jamás he tenido la necesidad.
—Quitarse la ropa representa el primer paso para romper barreras —explicó Barbara—. En nuestro grupo, tratamos de relacionarnos, honesta y abiertamente, el uno con el otro. De ese modo, vemos que muchos de los problemas que todos tenemos son en realidad el resultado de nuestra incapacidad para ser honestos…
—Sí —interrumpió Judith—, pero no veo la necesidad de estar desnudos para ser honestos.
—Tienes razón —dijo John Williamson—. No tienes que quitarte la ropa. Pero para mucha gente, el hecho de estar desvestidos supone derribar ciertas barreras psicológicas, lo que a largo plazo puede llevar a un grado superior de honestidad.
Mientras Williamson continuaba elaborando sus teorías, Bullaro se quedó tenso y en silencio, y deseó tener a mano algún medio para cambiar el tema de conversación. Pensó que Judith estaba sintiendo el efecto del vino; sin duda, había acentuado la inquietud que ella debía de sentir al ir allí, y ahora parecía estar a la defensiva y en una actitud casi hostil. Pero él sabía que no había nada que hacer, sino tratar de evitar quedar envuelto en la conversación. Se las podría haber arreglado de no ser por Barbara, que de improviso se dirigió a él y le dijo con voz lo bastante fuerte para que todo el mundo lo oyese:
—Estás muy calladito esta noche, John.
—Oh, solo estoy escuchando —contestó Bullaro. Bebió un sorbo de vino y miró con expresión indiferente al patio. Pero Barbara insistió.
—John, ¿piensas que tú y Judith sois honestos en vuestra relación?
Bullaro se volvió hacia Barbara con la expresión de un hombre levemente dolorido. Por último, asintió con la cabeza y dijo en voz baja:
—Sí, pienso que somos honestos.
—Somos muy honestos entre nosotros —añadió Judith.
—¿Quieres decir que John te lo cuenta todo? —le preguntó Barbara a Judith.
—Así es.
—¿Te habla de los ratos que pasamos juntos?
Judith se dirigió de forma vacilante a su marido, que, bajando la mirada, empezó a negar con la cabeza lentamente.
—No estoy muy segura de entender lo que quieres decir —le replicó Judith a Barbara.
—Sí —dijo Bullaro levantando la mirada enfurecido—, ¿qué diablos quieres decir?
—Solo me preguntaba si le habías hablado a Judith de nosotros.
—¿Sobre qué de nosotros? —preguntó él.
—Pues —siguió diciendo Barbara con toda naturalidad—, ¿le has hablado a Judith de nosotros esta tarde?
Todos los presentes en la sala estaban atentos y Bullaro vio que su mujer miraba a uno tras otro mientras preguntaba con ansiedad.
—¿Qué ha pasado esta tarde?
—¡No ha pasado nada! —exclamó Bullaro—. Solo vine aquí y almorcé con Barbara.
—Oh, vamos, John —le interrumpió Barbara—. ¿A eso llamas honestidad?
—Sí —dijo Oralia—, bien sabes que hoy has tenido algo más que un almuerzo.
Bullaro se quedó perplejo de que Oralia, que hasta entonces le había parecido tan delicada y encantadora, se pusiera en contra de él. Cuando miró a su alrededor, los demás también parecían acusarle, incluso Arlene Gough, que desde el sofá le observaba como si fuera un perfecto desconocido. Volviéndose a Judith, advirtió que había lágrimas en sus ojos y que sentado en la alfombra, a los pies de ella, estaba el silencioso instigador, John Williamson. El silencio siguió hasta que Barbara, con los ojos fijos en Bullaro, le desafió una vez más.
—¿Qué más hemos hecho hoy, John, aparte del almuerzo?
Bullaro no vio ninguna escapatoria. Sabía que sería absurdo continuar disimulando, ya que Barbara le arrinconaría hasta el final.
—Muy bien, Dios santo —exclamó por fin—, ¡esta tarde he estado en la cama con Barbara! ¿Es eso lo que querías oír? ¡Esta tarde he estado en la cama con Barbara!
—¿Nada más que esta tarde? —preguntó rápidamente Barbara.
—¡No! —contestó él, casi gritando, dirigiéndose a todo el grupo y sin importarle ya nada de lo que nadie pudiera decir—. ¡Me he acostado con ella antes!
Nadie dijo nada, ni siquiera se movió. Y en la quietud de aquella sala, Bullaro permaneció con la cabeza gacha y el corazón apesadumbrado. Se sintió vacío, casi con náuseas.
Al oír que Judith sollozaba, levantó la vista y vio que John Williamson se le acercaba y luego le hablaba en voz baja mientras le masajeaba suavemente los tobillos. Al principio pareció ofenderla porque frunció el entrecejo, pero como no expresó ninguna objeción, Williamson continuó acariciándola, mientras los demás también se reunieron alrededor de ella, calmándola y dejando a Bullaro fuera de su círculo, solo y condenado.
Durante unos instantes, Bullaro se quedó observando, inerte e hipnotizado, mientras todo el grupo, incluida Barbara, celebraban ese extraño rito de consuelo alrededor de su esposa. Pero después de que ella dejara de llorar, se enderezó bruscamente, les apartó a todos con un ademán y con gran petulancia afirmó:
—¡Pienso que lo que le habéis hecho esta noche a Johnny es algo terrible!
Todos guardaron silencio y John Williamson dejó de masajear los tobillos de Judith cuando esta se volvió a su marido.
—Dime —preguntó ella en un tono que era firme pero no condenatorio—, ¿has mantenido relaciones con otras mujeres que no fueran Barbara?
—Sí —admitió él.
—¿Quién más?
—Pues… —dijo él señalando a la mujer delgada e impasible que estaba sentada al lado de Barbara—. Arlene Gough.
Judith observó a Arlene un momento sin hacer ningún comentario, y luego volvió a dirigirse a su marido.
—¿Te acostaste alguna vez con esa chica de pelo negro que vivía en nuestro edificio de apartamentos en La Peer?
Aunque hacía más de una década que no la veía, Bullaro no tuvo ninguna dificultad en recordar su relación con Eileen, una profesora de arte, divorciada y de Chicago que había ocupado el apartamento de detrás del de los Bullaro en el número 145 de North La Peer, en Beverly Hills. Eileen andaba como una bailarina, tenía muslos atléticos y exóticas facciones morenas…
—Sí —dijo él.
—¡Oh, lo sabía! —dijo Judith, al parecer perversamente complacida por su admisión—. Durante todo ese tiempo pensé que me volvería loca de tantas sospechas y me odiaba a mí misma por tener tales pensamientos. ¡Y ahora resulta que tenía razón! Recuerdo que la mencioné una vez y tú te hiciste el ofendido y el indignado…
—Espera un momento…
—No, ahora esperas tú un momento. Me pusiste histérica durante meses, siempre especulando sobre aquella mujer del apartamento del fondo; la veía entrar y salir, hasta la oí hablar por teléfono, a veces a través de la ventana cuando yo estaba en el lavadero y te llamaba a tu despacho. Y yo no podía creerlo. Recuerdo que un fin de semana dijiste que irías a acampar con tus amigos del club, pero yo sabía que estabas con ella. Hasta fui al club para ver si habías dejado el coche allí tal como habías dicho que harías. Pero no lo hiciste. Más tarde, el domingo por la noche, después de oír que ella llegaba, tú llegaste. ¡Y ambos veníais de la misma dirección! Lo supe porque os espiaba por la ventana. Y cuando entraste, vi que no tenías puesto el anillo de compromiso. Creo que en ese momento fue cuando te pregunté por ella y juraste que yo debía de estar completamente loca, que estaba imaginando cosas…
—Diablos, Judith, en aquellos tiempos tú te imaginabas que yo me iba a la cama con todo el mundo. Y a menos que hubieras bebido, no querías saber nada de sexo. Entonces, ¿qué esperabas que hiciera yo?
Judith no dijo nada porque ahora era consciente del ávido interés que todos mostraban por las revelaciones íntimas de su matrimonio y se sintió avergonzada. El molesto silencio siguió hasta que John Williamson se puso en pie lentamente y, después de acercarse a Bullaro, que estaba inclinado hacia delante con la cabeza entre las manos, y ponerle una mano sobre el hombro, se dirigió a Judith y predijo con optimismo que los desgraciados acontecimientos de esa velada con el tiempo serían sumamente beneficiosos para ella y su marido. Se había alcanzado un grado superior de honestidad, anunció Williamson, y ello permitiría que su relación siguiera creciendo sin las acostumbradas decepciones y desilusiones. Las admisiones de infidelidad conyugal habían resultado dolorosas para ella, concedió Williamson, pero los Bullaro aún eran la misma pareja compatible que habían sido cuando llegaron a aquella casa. Simplemente, ahora las cosas habían salido a la luz, pero nada había cambiado de manera radical en cuanto a ellos como personas.
Mientras Bullaro escuchaba cínicamente imaginando que Williamson había pronunciado varias veces ese mismo discurso, Judith pareció impresionada por los comentarios de Williamson, y le interrumpió para decir que ella se sentía cambiada por todo lo sucedido esa noche. Al menos, dijo, se sentía personalmente vengada al saber que sus sospechas anteriores sobre su marido habían tenido fundamento y no eran meras alucinaciones de la chiflada ama de casa que él había retratado. Asimismo, dijo que ahora se daba cuenta de que ella se había degradado al ser tan posesiva, espiando por las ventanas y magnificando su propia inseguridad, y sintiéndose con frecuencia como una arpía. Esa no era su auténtica naturaleza, afirmó, y Williamson meneó la cabeza aprobando sus palabras y dijo que ella se había convertido en una víctima de los «problemas de propiedad», algo normal en los matrimonios. Judith admitió que la mayor parte de su vida se había aferrado demasiado a quienes la rodeaban, posiblemente porque su madre había muerto cuando ella tenía diez años, y se sentía amenazada por las mujeres con las que luego su padre salía. Pero ahora, con su marido, Judith quería superar ese problema. Williamson dijo que él y su grupo podían ayudarla si estaba dispuesta a enfrentarse abiertamente con el asunto. Y entonces le hizo una sugerencia: ella volvería a casa de los Williamson y vería en persona a su marido, que se iría a un dormitorio con otra mujer para hacer el amor. Quizá de esa manera ella se daría cuenta de que un acto abierto de infidelidad física era menos terrible de lo que ella podía sospechar y sobrecargar con sus propias emociones.
Cuando Judith consideró la posibilidad que le presentaba Williamson, su marido, azorado ante la idea, levantó enseguida la mirada y dijo:
—¡No estamos preparados para eso!
—¡Habla por ti mismo! —le replicó Barbara tajantemente.
Por último, después de mirar con cierta timidez a su marido, Judith le dijo a Williamson:
—Me gustaría intentarlo.
Bullaro estaba como hipnotizado en su silla, atónito ante lo que sucedía. No podía creer que la mujer con quien había estado casado durante casi una década y a quien creía comprender plenamente, ahora y de repente pudiera ser tan abierta e inquieta acerca de su propia vida íntima.