«Los efectos tal vez no
requieran siempre una causa».
SADE
Puesto que el germen del deseo se da antes que el ser, el hambre antes que el yo, el yo antes que el otro… la experiencia de Narciso alimentará la imagen del tú.
El hombre prendado de una mujer y de sí mismo sólo pierde demasiado tarde la esperanza de pulir el ciego espejo de plomo que la mujer representa, para exaltarse en él, para verla excitante. Para proporcionarle a ella una lengua, dos manos, cuatro pechos, mil dedos, es preciso evidentemente que semejante multiplicación haya sido primero vivida en el organismo de quien ve, que pertenezca a su memoria. «Mi dedito está aquí —decía él, señalando el dedo corazón—, pero mi pulgar está debajo… Además, tengo cien manos y cien pies, ya tengo mil dedos».[3]
Veamos una afirmación experimental y claramente geometrizada del mismo tema: prendado de una mujer y de sí mismo, un hombre sentado en una butaca se duerme y sueña que su mujer le pone entre las manos una bandeja, cuya superficie lisa y fría siente de un modo particularmente intenso. Despierta, se incorpora y advierte que la marca que ha dejado en la butaca presenta el aspecto de la bandeja. Dicho de otro modo, al oponer al foco real de excitación de su actitud corporal (contacto de las nalgas con la butaca) la imagen virtual, femenina, de la bandeja, el hombre advierte sorprendido la relación de identidad entre el uno y la otra, entre la imagen del yo, la marca, Jo-la imagen del tú, la bandeja. Al tratarse de un hecho muy preciso, no es posible no advertirlo: la imagen de la mujer está vinculada de un modo más complejo al esquema corporal del hombre SENTADO de lo que la forma simple de la mujer BANDEJA nos permitiría creer a simple vista.[4] Pues al observarlo con atención, el hombre que se adapta a la forma de la butaca y que sostiene con los dos brazos (los brazos del sofá) la bandeja (asiento),[5] se convierte él mismo en una butaca al imitarla, se convierte en mujer. Por otra parte, considerado en su rol masculino, el hombre que sostiene la bandeja sostiene a la mujer, a la mujer-bandeja-marca-asiento-butaca, que a su vez estaría dispuesta para que el hombre se sentara en ella, etc. Se trata de una singular maraña de los principios antagónicos «hombre-mujer», con tintes de hermafroditismo, pero donde predomina la estructura femenina butaca-asiento. Lo esencial es que la imagen de la mujer antes de ser visualizada por el hombre ha sido vivida a través de su propio esquema corporal.
Sin duda hasta el presente no era habitual preguntarse seriamente en qué medida la imagen de la mujer deseada estaría predeterminada por la imagen del hombre que desea,[6] y en última instancia por una serie de proyecciones del falo, que irían progresivamente de los detalles de la mujer hacia su conjunto. De modo que el dedo de la mujer, la mano, el brazo, la pierna serían el sexo del hombre: puede que el sexo del hombre sea la pierna enfundada en una media, de donde surge el muslo sinuoso; o que sean las dos nalgas redondeadas desde donde toma impulso la espina dorsal, ligeramente curvada; o que sean los dos pechos unidos al cuello estirado o libremente suspendidos en el tronco; o que sea finalmente la mujer entera, sentada, con la espalda arqueada, con o sin sombrero, o erguida…
Planteado así, todo nos obliga a pensar que, por su parte, el sexo de la mujer también podría determinar su imagen entera, que la vagina estaría entre su propio pulgar y su índice, entre sus manos, entre sus pies juntos, entre las articulaciones de su brazo, de su axila, que sería su oreja, su sonrisa, la lágrima en un ojo cerrado.
Pero para que la imagen de la mujer obedezca de este modo a la fórmula de la vagina, es necesario, repitámoslo, que la vagina haya sido primero simulada por el organismo del hombre, que haya invadido su esquema corporal, su imaginación muscular. En suma, habría que saber si