La terapia sexual masculina
Durante muchos años recibí cartas de hombres que querían seguir una terapia sexual porque sus novias o mujeres habían seguido una. Al principio contesté que no sin dudarlo. Pero cuanto más lo pensaba más me llamaba la atención. La idea de que una mujer enseñara a un grupo de hombres a masturbarse era una locura, era el mundo al revés. Además, era todo un reto, y un día respiré hondo, eché los hombros hacia atrás y me dije: «¿Por qué no?»
El primer grupo que tuve resultó ser de hombres heterosexuales, así que hubiera sido fácil centrarme en enseñarles a conocer la sexualidad femenina. Pero estaba decidida a conseguir que profundizaran en su propia sexualidad a través de la masturbación. Eran hombres tranquilos, no los típicos machitos, y la variedad de sus ocupaciones era interesante: tres profesores de sexualidad, dos clérigos, un artista, un estudiante universitario y tres hombres de negocios.
El primer día, después de una discusión intelectual de varias horas, les pedí que me contaran sus miedos sexuales, y en primera persona, cosa que nunca hicieron. El problema más grave estaba en su actuación en la cama. Les preocupaba la eyaculación precoz o el hecho de no poder tener una erección. Este tema llevaba a las mujeres a pensar que no eran atractivas, o les impedía que lubricaran con normalidad, o no conseguían tener orgasmos porque no estaban relajadas. Mientras escuchaba a estos hombres me di cuenta de que la calidad de sus propios orgasmos importaba poco. Querían dar placer y orgasmos a sus mujeres. Su imagen de buen amante dependía de cómo reaccionasen ellas. A las mujeres puede que les dé miedo el sexo, pero a los hombres les da miedo fracasar en la cama.
La exposición oral sobre el pene no tuvo mucho éxito porque decían que un pene no tenía ningún misterio; se veían los genitales todos los días. No conseguí que hubiera una discusión sobre el tamaño, ni tampoco que hicieran algún comentario sobre su relación personal con sus respectivos penes. ¿Le parece al hombre atractiva su polla? ¿Le parece bonita? ¿Le gusta masturbarse? No hubo casi respuestas. No les interesaba ver los genitales de los demás porque los veían todo el rato en vestuarios y cuartos de baño.
El día reservado para las exposiciones orales acabó cuando enseñe mi conejo partido a un grupo de hombres por primera vez. Me asombré bastante la vergüenza que les daba mirar, pero eso hizo que yo fuera aún más atrevida. Terminé haciendo toda clase de movimientos con el clítoris, y para terminar hice una demostración de respiración por el coño —hacía entrar y salir aire de mi apertura vaginal. Cuando lo hacía con las mujeres, siempre recibía un aplauso, pero los hombres estaban atónitos con la idea de una vagina muscular.
Esa noche no pude dormir de lo preocupada que estaba. No sabía qué hacer el día de la masturbación dirigida. Después de haberme pasado años hablando de lo parecidos que éramos los hombres y las mujeres, estaba abrumada al descubrir lo diferentes que éramos en realidad. Intentaba imaginar lo que se siente teniendo polla y huevos. Miraba hacia abajo y fantaseaba con un clítoris de quince centímetros de largo. Cuando iba al cuarto de baño, lo hacía sujetándome el clítoris. ¿Orinar era un recordatorio constante del sexo? ¿Qué se sentiría al despertar empalmado? Con un órgano sexual así de grande, a lo mejor era placer suficiente ponerse cachondo y eyacular. Quizá por eso a los hombres no les preocupaba tanto la calidad de sus orgasmos. Me encantaría ver salir disparado el esperma de mi clítoris de quince centímetros, aunque no tuviera un orgasmo por todo el cuerpo.
Por un momento tuve envidia del pene, cosa que creí que no podría ocurrir nunca. Aunque seguía teniendo una actitud positiva hacia el coño y me encantaba mi pequeño clítoris, andar por ahí con genitales exteriores tenía que ser muy distinto. Yo había tardado treinta y cinco años en tener una imagen positiva de mis genitales. Los hombres se sacaban el pito varias veces al día solo para hacer pis. ¿En qué momento se me había ocurrido dirigir una terapia sexual?
El segundo día, uno de los hombres me trajo un pene de goma, muy mono. Era como si supiera todo lo que se me había pasado por la cabeza la noche anterior y quisiera ayudar un poco. Me puse colorada, le di las gracias y dejé el pene al lado de mi vibrador eléctrico, que era mucho más grande. Me caían bien estos hombres. Querían aprender de verdad y me parecía que me estaban cogiendo cariño. Pero una vez más, la discusión acabó siendo demasiado intelectual —hablaban del miedo que tenían los hombres al miedo, pero no contaban nada concreto ni personal. Yo estaba igual de fría que ellos. Tenía que hacer algo.
Parecía un general dirigiendo a sus tropas a la primera línea del placer, cuando anuncié que había llegado el momento del ritual de la masturbación. Me puse de pie, enchufé el vibrador y observé cómo mis hombres se tumbaban en el suelo con cuidado de no tocar al que tenían a su lado. Tantearon hasta tocarse el pene y luego se quedaron tiesos. Todos estaban aguantando la respiración.
Estaba de pie preparada para actuar, y vi que todos tenían los ojos cerrados. Les recordé que me estaban pagando por hacer sesiones de masturbación, pero no me estaban mirando. Cuando por fin abrieron los ojos y me miraron, fue tan intenso que me desconcerté por un momento. Empecé a observarles fijamente uno por uno, hasta que me centré de nuevo. Les animé a que respiraran, que movieran la pelvis, que se pusieran aceite en el pene y que vieran de vez en cuando al resto del grupo para que tuvieran la imagen y para inspirarse. La visión que tenía yo de toda la escena hizo que por un momento tuviera una sensación extraña, mezcla de sexo y poder. ¡Ahí estaba yo, una mujer más bien pequeña, por encima de diez hombres grandes y desnudos que se masturbaban a mis pies!
Uno de los terapeutas, al que conocía desde hacia varios años, me miró fijamente con un brillo sexual en los ojos. Roger era como un gigante, con el pelo gris y la barba blanca. Se parecía al Dios de La Creación de Miguel Ángel, excepto por sus enormes genitales de color marrón oscuro. Se estaba tocando la polla, que era casi como mi vibrador de veinticinco centímetros. Empecé a moverme a la vez que él mientras me tocaba el clítoris.
Cuando Roger se corrió, fue alto y fuerte. Su orgasmo tuvo el efecto dominó. Primero Dick, luego John y más tarde Rick. Me temblaban las piernas y me tiré al suelo. Hank, que estaba a mi izquierda, olvidó su propio placer para ver el mío. Bobby, el artista, estaba a mi derecha, y cuando mi pie tocó el suyo, el calor nos puso en marcha a los dos. Gritamos los dos al mismo tiempo.
Los demás aplaudieron. Me incorporé, abracé a los dos hombres que estaban a mi lado y dije que quería un abrazo de cada uno de ellos. Todos se pusieron de pie y empezaron a darse abrazos. ¡Menudo espectáculo! Una habitación llena de hombres heterosexuales abrazándose unos a otros como si fueran osos. Eran abrazos llenos de amor y de aprobación.
Cuando nos sentamos en un círculo para hablar, John, el clérigo, dijo que la experiencia le había parecido gratificante y que mi apoyo sexual había sido muy contagioso. Rick estaba asombrado de lo diferente que había sido de cuando lo hacía de joven con sus amigos. Nuestro objetivo era la aceptación en común del amor en solitario. Decía que nunca había podido tocarse el cuerpo con cariño, porque tenía miedo de que terminara por gustarle su propia virilidad. Roger dijo que los hombres suelen defenderse de ese miedo con la violencia. Poder compartir orgasmos y abrazarse estando desnudos suponía una ruptura total con los convencionalismos sociales. Hank, que era el único que no había tenido un orgasmo, dijo que verme a mí había sido una inspiración para empezar a quererse a sí mismo. «Todos seremos mejores amantes cuando nos queramos más a nosotros mismos», le conteste.
No volvió a haber abrazos espontáneos en los siguientes grupos que dirigí, pero introduje un ritual de masaje en grupo, y siempre terminaban tocándose entre ellos. Era todavía más emocionante ver a los hombres darse masajes que ver a las mujeres. No sé por qué razón parecía más natural entre mujeres. Estar con un grupo de maridos y padres desnudos dándose masajes casi me hace llorar de alegría.
Las Terapias masculinas me sirvieron para comparar con los estereotipos que yo tenía del sexo opuesto. Por ejemplo, hice artes marciales con uno de los grupos, y daba por hecho que sabrían dar puñetazos, pero me quedé atónita cuando comprobé que la tercera parte del grupo no tenía ni idea. Era una tontería pensar que porque fueran hombres tenían que saber. Me encantaba hacer ejercicios físicos con ellos, porque siempre se sentían obligados a aguantar hasta el final. Las mujeres enseguida lo dejaban si veían que no podían seguir, pero los hombres iban más allá de donde se sentían cómodos. Hacían que yo también intentara ir más allá.
Me permití el lujo de actuar como un sargento de la Marina. Los hombres acataban muy bien las órdenes. Les encantaba mantener una disciplina aunque esta no tuviera ningún sentido. En un grupo de mujeres nunca daba una orden directa, porque la reacción de la mayoría era la resistencia pasiva, Con los hombres no necesitaba tener tanta paciencia, ni sugerir la siguiente actividad. Sencillamente, les decía lo que querían que hicieran, y lo hacían. Habían aprendido otras reglas a través de los deportes en equipo, del servicio militar y de la estructura corporativa.
Consideraba que me merecía un titulo honorario por enseñar masturbación, pero a menudo se me trataba como si fuera el último chiste verde. Reírse del sexo es una manera de ocultar la vergüenza que se siente en realidad, así que siempre me reía también. Pero había veces en las que se apreciaba mi trabajo. Cuando hice un grupo para profesores de sexualidad, alabaron mucho todo lo que había conseguido. Un psicólogo que estaba escribiendo un libro sobre la masturbación masculina dijo que era «una innovadora y que había conseguido una sólida reputación en el tema de la masturbación». Me reí y le dije que era un honor al que intentaba renunciar todos los años. Todos estos hombres bien considerados por la sociedad estaban de acuerdo en que mis grupos eran un material de estudio de indudable importancia. Se lo agradecí mucho a todos. Era lo mejor que me podían haber dicho.
En este grupo se entabló una discusión muy interesante sobre la circuncisión. Varios médicos aseguraban que era importante para la higiene, pero uno de los investigadores insistía en que no se debía practicar de forma rutinaria en los hospitales porque el pene perdía mucha sensibilidad. La mitad del grupo estaba de acuerdo con él y la otra mitad opinaba justo lo contrario: que la circuncisión sensibilizaba el pene. Estaba encantada de que hubiera surgido un tema que rara vez tenía oportunidad de discutir. En mi opinión, el dolor debe dejar marcado a un niño pequeño. Y añadí que si tenía un hijo, su pene quedaría intacto.
Varios hombres hablaron de enseñarse a sí mismos a controlar el deseo de eyacular mediante la masturbación para poder prolongar el tiempo de la penetración. Su sistema era la vieja técnica de presión de Masters y Johnson. Cuando sentían que se acercaba el momento, apretaban con dos dedos justo debajo de la punta de sus pitos, ponían tensos los músculos del ano y respiraban hondo. La erección desaparecía prácticamente, hasta que volvían a tener estimulación.
Había un hombre de unos cincuenta años que había llegado al extremo de no poder eyacular cuando quería. Había veces que aunque estuviera dos horas follando, no conseguía tener un orgasmo. Decía que le daban envidia los jóvenes que podían tener orgasmos fuertes y rápidos, y a los jóvenes les daba envidia su control.
Dos de los hombres de más edad del grupo contaron que ya no conseguían tener orgasmos al hacer el amor porque no obtenían la estimulación suficiente de una vagina. Uno de ellos estaba casado con una mujer que había asistido a mis terapias, y se habían puesto de acuerdo en hacer lo siguiente: follaban para divertirse, y cuando querían tener un orgasmo se masturbaban juntos. En cuanto se olvidaron de la idea de que hay una forma correcta de tener relaciones sexuales, tuvieron orgasmos en abundancia.
La mayoría de los hombres de mis grupos paraban de masturbarse cuando se corrían, y descansaban media hora para volver a empezar. Pero hubo unos cuantos que aprendieron a ser multiorgásmicos. Sergio, uno de ellos, contó cómo lo había conseguido. Para empezar tenía que estar cachondo mentalmente. Luego, respirando de la misma manera que en las artes marciales, podía correrse otra vez, mantener la erección y seguir follando o masturbándose y tener dos orgasmos de cuerpo entero. Decía que la cantidad de semen disminuía cada vez. Le pregunte si un orgasmo con más semen era mejor y me contestó que todos eran fantásticos.
Los tíos no se sentían nada atraídos por el vibrador, cosa que no lograba entender, y a veces me ponía un poco pesada. Una vez, un hombre ya mayor se corrió en los primeros cinco minutos del ritual y luego dejó de masturbarse. Me levanté y fui hacia él. Cogí un vibrador eléctrico, lo puse en sus manos, lo encendí y le hice moverlo por encima de su pene hasta que vi una tenue sonrisa. Luego, Al les dijo a los demás que estaba asombrado de haber tenido un segundo orgasmo, y con un vibrador.
En los últimos grupos que tuve, les sorprendía siempre el segundo día cuando abría la puerta totalmente desnuda y con un pito de plástico colgando, que medía veinte centímetros. A todos les hacia mucha gracia. Alardeaba de tener la polla más grande y alguno siempre contestaba que «lo que importa es lo que se hace con ella». Varios años después de dejar de dirigir los grupos para hombres, me encontré con uno de los que había asistido a mis Terapias en una fiesta. Nos dimos un abrazo y luego me preguntó: «¿Todavía tienes la pistola?» No entendía a qué se refería y él se dio la vuelta para contarle a su acompañante que yo les abría la puerta sin nada más que una pistola. Le dije que nunca había tenido una, pero en su memoria el pene de plástico se había convertido en eso.
Uno de los últimos grupos fue especialmente bueno porque había igual número de hombres heterosexuales, bisexuales y homosexuales, lo que hacía que las conversaciones fueran mucho más enriquecedoras. Era el año 1981, justo antes de que el SIDA causara estragos entre la comunidad gay.
Casi todos los hombres heterosexuales decían que creían en la monogamia, pero a lo largo de la conversación que tuvimos a continuación descubrí que ninguno la practicaba todo el tiempo. Les pregunté si les parecería bien que sus novias o esposas tuvieran alguna aventura de vez en cuando, y solo hubo uno que contestó que sí. Consideraba que la monogamia y la fidelidad eran para personas inseguras. No tenía nada que ver con el amor. George, que era gay, opinaba que la monogamia no estaba pensada para los hombres; era para proteger a las mujeres. Le dije que a mí me parecía que protegía a los hombres. Una mujer monógama no solo aseguraba la paternidad de sus hijos, sino que de esta forma no tenía la posibilidad de hacer comparaciones sexuales, lo cual protegía a su marido de sentirse mal amante. Michael dijo que para los gay era muy difícil controlar la competencia sexual. Un hombre homosexual tenía que ser joven, guapo y cachas, además de ser buen amante. Me reí y le recordé que las mujeres heterosexuales sabían mucho de eso. Me dijo que quería ser lesbiana en su próxima vida.
Philip era bisexual y decía que no se podía imaginar tener que elegir entre ser gay o seguir el camino recto. Pero en una sociedad con homofobia era muy difícil para un hombre ser homosexual abiertamente. Nos dijo que siempre tenía reparos para contar sus experiencias homosexuales delante de hombres que no lo eran porque ello deterioraba su imagen masculina. A él no le parecía que el hecho de que una mujer fuera bisexual la hiciera menos atractiva. Al contrario, llamaba más la atención. La fantasía favorita de muchos hombres heterosexuales es ver cómo hacen el amor dos mujeres. Philip no se podía imaginar a ninguna de las mujeres con las que había estado viéndole a él enrollado con otro hombre. Tampoco podía imaginarse a ninguno de sus amantes gays viéndole en la cama con una mujer. Le dije a Philip que nos podíamos observar mutuamente.
Cuando repartí los botes de aceite de almendra les dije a todos que había vibradores enchufados por toda la habitación. «Quiero que los probéis por lo menos durante cinco minutos, para que sepáis de qué se trata. Estamos en la era del sexo electrónico.»
El círculo de masturbación era algo muy erótico. Los hombres se lo tomaban en serio y lo hacían realmente bien. Se daban unos masajes sensuales y delicados, algunos eran rápidos y más bruscos. Había varios que se sujetaban los testículos con una mano mientras se masturbaban con la otra. Luego cerré los ojos y me concentré en mis propias sensaciones en el clítoris. A mi lado había un vibrador zumbando. Hubo un momento en el que oí cómo varios hombres llegaban al orgasmo, y fue entonces cuando yo tuve el mío. Abrí los ojos a tiempo de ver a George en el momento culminante, gimiendo como un animal. La mayoría se corría encima y luego limpiaban el charco de esperma con las toallas de papel que yo les repartía. Las eyaculaciones no salían disparadas por toda la habitación como se imaginaban algunas de mis amigas. Las mujeres estaban igual de interesadas que los hombres, y algunas sugirieron que se hicieran Terapias para ambos sexos. Eso era una fantasía muy caliente para todos.
La conversación que tuvimos después de la masturbación fue lo mejor. Varios hombres heterosexuales dijeron que lo que, más les había gustado del grupo era haber perdido el miedo a los gays. Allan, que era gay, dijo que siempre estaba rodeado de otros homosexuales, y que le encantaba estar entre padres y maridos por una vez. Gerald, que nunca dejó claro qué era, dijo: «Es una pena que los gays y los heterosexuales nunca lleguen a tener relaciones, porque al final todos tienen ideas equivocadas respecto a los demás». Peter se quejaba de tener que vivir en el gueto gay, y John le contestó que él se había pasado la vida viviendo en el gueto de los hombres de clase media casados. Todos estaban de acuerdo en que hablar abiertamente del sexo les había hecho sentirse como personas de verdad y no solo como etiquetas sexuales.
Solo dirigí una docena de grupos masculinos, pero fue suficiente para comprobar que los hombres no siempre salían ganando en el sexo. Los prejuicios y los clichés establecidos me habían hecho creer que la sociedad daba más libertad sexual a los hombres. Creía que siempre que quisieran podían tener un orgasmo, y me daba envidia que no se tuvieran que preocupar de cosas como el período o los embarazos. Pero no es verdad. Muchos de los hombres que fueron a mis Terapias eran tímidos e inseguros, sobre todo cuando llegaba el momento de acostarse con una mujer. Es cierto que a algunos jovencitos, y a otros no tan jovencitos, les importa un cuerno dejar a una mujer embarazada, pero conozco a muchos que son muy responsables en este aspecto. También descubrí que esos orgasmos fáciles eran a menudo eyaculaciones precoces, que no son tan satisfactorias. Las investigaciones científicas nunca han admitido la existencia de hombres preorgásmicos. Pero uno de los problemas más comunes entre los hombres que iban a las Terapias era que parecía que tenían un pene con vida propia. Un órgano con reacciones impredecibles, que se ponía duro sin motivo y luego se negaba a tener una erección cuando la mujer de sus sueños estaba en sus brazos.
Una conclusión que he sacado de mi experiencia trabajando con hombres y mujeres es que todavía tenemos mucho que aprender unos de los otros, Sería maravilloso poder cambiarnos de sexo para ver qué se siente. En cualquier caso, debemos tener simpatía y compasión hacia el sexo contrario, y así podremos olvidar los viejos resentimientos que siempre han existido. Por eso perdono a todos los hombres que he conocido que no resultaron ser como yo esperaba, y también me perdono a mí misma por pretender algo imposible. No hay nadie ni nada perfecto. Es una lección que hay que aprender para vivir la vida más plenamente.