El arte del sexo
Aprendí a pintar desnudos, como todos los artistas. Mis dibujos me parecían sensuales, pero no claramente sexuales. Siempre había mantenido el arte apartado del sexo. Pero después de divorciarme estaba tan a favor del sexo, y tenía tantas ganas de vivir, que me parecía lo más natural del mundo decir: «¡Claro! Voy a dibujar a muchas personas haciendo el amor». Empecé a reflejar mis experiencias en la cama sobre el papel. Esta decisión resultó ser muy importante más adelante. Luché contra los convencionalismos sociales y la censura para que se me permitiera ser creativa. Pero lo peor era luchar contra la autocensura que me habían enseñado desde pequeña: «¿Qué pensará la gente?» Una vez que puse mis ideas del sexo sobre el papel, empecé a tener mucha más libertad para expresarme.
Mi arte erótico se hizo público en 1968. Hice mi primera exposición en solitario en una prestigiosa galería de Nueva York. Como es lógico, me daba cierto miedo mostrar mi interés por el sexo en público. Me imaginaba cosas terribles, como que me iban a acusar por exponer pornografía. Veía a la gente indignada tirando piedras a las ventanas de la galería. Pero sabía que siempre había tenido miedo antes de lanzarme a una nueva aventura en la vida. De modo que no intenté evitarlo sino todo lo contrario. Me agarré al miedo como si se tratara de un viejo amigo, y entramos juntos en la inauguración. No tenía por qué haberme preocupado. Mis dibujos a carboncillo de desnudos clásicos haciendo el amor bajo unas sábanas de plexiglás de colores causaron sensación. Mi arte erótico heterosexual era bastante aceptable. La exposición fue preciosa y tuvo mucho éxito.
La galería estaba muy cerca del Museo Whitney: un sitio perfecto. Aunque la publicidad que se hizo consistió en correr la voz, más de ocho mil personas pasaron por la galería en dos semanas —todo un récord para la galería. Hubo muchos incidentes graciosos, otros vergonzosos, otros emocionantes y algunos tristes, pero todos me enseñaron algo. Entró una madre con su hija de diez años hasta la mitad de la sala. De pronto, se dio cuenta de qué se trataba la exposición y dijo: «Dios mío, no mires estos dibujos hija». La niña contestó, mientras se la llevaban del brazo: «¿Por qué no? Si solo es un montón de gente haciendo lucha libre».
Una cosa estaba clara: a muchas personas les interesaba el sexo. El arte erótico hacía que a mucha gente le apeteciera contarme historias de sexo. Empecé a compartir los secretos de personas totalmente desconocidas. Fue una experiencia bonita y gratificante.
Comprobé una cosa muy importante. Las mujeres están mucho más dispuestas a hablar sobre el sexo que los hombres. En la galería, las mujeres contaban sus miedos y sus problemas, y hacían muchas preguntas. Los hombres eran mucho menos abiertos; casi todos hacían chistes y se las daban de duros. Por algún motivo, se suponía que los hombres tenían experiencia suficiente en el sexo como para enseñar a las mujeres. Pero la necesidad de mantener esa imagen masculina era, precisamente, lo que les impedía aprender. Cuando ya se saben todas las respuestas no se pueden hacer preguntas. La conclusión que saqué de todo aquello fue que las mujeres son las que tienen que abrir el camino de la libertad sexual y la libertad de expresión.
Después de oír tantas confesiones personales, descubrí también que prácticamente todos tenemos una actitud negativa ante el sexo, porque la sociedad lo ha impuesto. En muchas de estas historias había habido un sufrimiento innecesario a causa de la falta de información sobre el tema. Cada vez estaba más convencida de que la masturbación era fundamental para la liberación de la mujer. Uno de los pilares de la represión era la imposibilidad de obtener placer sexual tocándose el cuerpo.
En un momento de locura, decidí dedicar mi segunda exposición al amor en solitario. Me imaginaba perfectamente la redención de la masturbación en la galería de moda de Madison Avenue. Todo el mundo decía que estaba loca y que los dibujos no se venderían. ¡Tenían toda la razón! Pero fue una experiencia valiosísima para mi concienciación sexual.
Fue más difícil encontrar modelos que estuvieran dispuestas a masturbarse que parejas dispuestas a posar. Es un hecho bastante significativo por sí solo. Por fin, con la ayuda de algunos amigos, conseguí plasmarlo sobre el papel. Dibujé cuatro desnudos clásicos, de tamaño natural; dos hombres y dos mujeres, todos masturbándose alegremente hasta el orgasmo. A mí me parecían preciosos. Pero cuando los dibujos llegaron a la galería el día de la inauguración, se organizó una zapatiesta. El director se negó a colgarlos como habíamos acordado, así que yo amenacé con anular la exposición entera. Después de una discusión agotadora, aceptó colgar dos de los dibujos de una masturbación. Estaba claro que exponer cuadros de personas haciéndose pajas iba a causar muchos problemas. ¿Por qué el amor en solitario era tan terrible?
Esa noche, en la pared más grande de la sala principal de aquel local tan elegante, estaba el dibujo de dos metros de mi amiga Nicole, con las piernas abiertas, el clítoris erecto, a punto de llegar al orgasmo con su vibrador eléctrico. Normalmente se masturbaba con el walkman puesto, y disfrutaba de la penetración usando un pepino pelado a la vez que el vibrador. Pero simplifiqué un poco la técnica, por motivos artísticos. En la siguiente sala estaba el segundo dibujo de dos metros de mi amigo Adam, con las piernas abiertas, pene erecto, a punto de llegar al orgasmo con la mano.
La reacción del público en esta exposición fue mucho más fascinante e informativa que en la primera. Muchas mujeres decían que nunca se masturbaban. Los hombres que admitían que sí lo hacían, aseguraban que preferían tirarse a alguien. Algunos hombres no sabían que las mujeres se masturbaran mientras que a otros les gustaba la idea de ver a una mujer montándoselo ella sola. A los hombres les gustó mucho el dibujo de la mujer, pero pasaban rápidamente por delante del dibujo del hombre. Sin embargo, las mujeres se interesaban mucho por los dos. El vibrador produjo reacciones hostiles y competitivas en algunos hombres. Un tipo que estaba cachas dijo: «¡Si esa fuera mi mujer, no necesitaría usar esa cosa!» Como respuesta, yo les animaba a cooperar en vez de competir. Era como luchar contra la Compañía Eléctrica, que nunca tiene fallos. Además, un vibrador eléctrico está disponible las veinticuatro horas del día.
Respondí a cientos de preguntas asegurando que masturbarse era muy sano. «No, no salen verrugas.» «Sí, la mujer del dibujo tiene un novio —está ahí, a su lado.» «No, a pesar de lo que dice la sociedad, la forma tradicional no es la mejor, es solo diferente.» «No, la masturbación no elimina el deseo de tener relaciones sexuales en pareja, las mejora.» «Sí, yo hago las dos cosas y me encantan.»
Algunas de las historias que me contaron casi me hacen llorar. A muchas personas las habían castigado duramente por masturbarse en su juventud. Una mujer me contó que cuando tenía siete años, su madre vino a su cuarto a darle las buenas noches, y al acercarse a darle un beso le olió los dedos y le pegó una torta. «Huele como si hubieras metido la mano en el cubo de la basura», le dijo. La mujer me confesó que desde entonces no había vuelto a tocarse los genitales, y que siempre se sentía incómoda cuando la tocaba su marido. Nunca había tenido un orgasmo en veinte años de matrimonio, aunque quería mucho a su marido.
La exposición se hizo en 1970, y la revolución de los vibradores no había triunfado todavía. Muchas mujeres no habían oído hablar de un aparato eléctrico que diera masajes sexuales. En cuanto les expliqué cómo funcionaba, todas se dieron cuenta inmediatamente de que acabarían siendo adictas. Les expliqué que yo adoraba mi vibrador, pero seguía teniendo sexo normal. Me había dado cuenta de que a las mujeres que les gustaban los vibradores también les gustaba el sexo, o estaban empezando a disfrutar de él por primera vez.
Aunque no tenía muchas dudas, en las dos semanas que estuve en la galería corroboré mi teoría de que la represión sexual está en relación directa con la represión de la masturbación. Estaba claro que la masturbación podía ser importante para acabar con la represión sexual.
Una de las necesidades primarias del hombre es la búsqueda del placer a través del sexo, y la masturbación es la primera actividad sexual natural. Con la masturbación se descubre el erotismo, se aprende a responder sexualmente y se adquiere confianza y respeto por uno mismo. La destreza en el sexo y la habilidad para responder adecuadamente no son cosas naturales en esta sociedad, Lo natural es estar inhibido en lo que a sexo se refiere. La habilidad sexual se adquiere con la práctica. Cuando una mujer se masturba, aprende a aceptar sus genitales, a disfrutar de los orgasmos y, más aún, a ser experta en el sexo. Pero a más de una persona le molesta que las mujeres sean expertas e independientes.
A pesar de la revolución sexual, de la píldora y del feminismo, los roles sexuales siguen siendo diferentes. La sociedad considera que el hombre es independiente y tiene mucha experiencia en el sexo, pero las mujeres —se supone— deben ser pasivas, dependientes y con poca experiencia. Se les ha adjudicado un papel de apoyo al hombre en el que no entra el sexo. Por eso la mayoría de las mujeres busca seguridad y no experiencias nuevas o satisfacción sexual.
Las mujeres aceptan estas diferencias entre ellas y los hombres porque tienen un desconocimiento total de su propia sexualidad. Si no se les permite conocer su propio cuerpo, no pueden descubrir y desarrollar sus reacciones sexuales. Desde pequeñas saben que está prohibido tocarse los genitales bajo la amenaza de un castigo sobrenatural o uno real. No saben nada sobre el clítoris ni sobre el orgasmo, y tienen la idea de que los genitales femeninos son inferiores. La función de la mujer es la procreación y dar placer sexual al hombre. Como las mujeres no obtienen ningún placer por sí mismas, pueden terminar pensando que sus genitales son repulsivos, porque solo les producen incomodidad y vergüenza. Este tipo de represión es fundamental para mantener a la mujer en su sitio.
Lo peor de todo esto es que las mujeres terminamos aceptando la definición que hacen los hombres de lo que debe ser la sexualidad femenina normal. Mantenemos las dos imágenes sexuales de la mujer —la madonna o la zorra— porque marginamos socialmente a todas aquellas que se salen de lo establecido. Al condenar la masturbación y defender una sexualidad femenina sana, embellecemos nuestros pedestales para seguir siendo las guardianas de la moral social. El matriarcado es un apoyo, una especie de policía moral necesaria para que siga existiendo el patriarcado.
Me impresiono mucho comprobar que, efectivamente, las mujeres se habían convertido en madres sin sexualidad y dóciles esclavas del hogar. Era muy consciente del daño que se les había hecho a las mujeres, y empecé a llamar a todas las que conocía para preguntarles si se masturbaban sin ningún complejo. Si me contestaban afirmativamente, las animaba a seguir, y si me decían que no, les sugería que empezaran inmediatamente. Fue mi primera campaña telefónica para empezar a poner en marcha la liberación sexual de las mujeres.
Una de esas llamadas fue una conferencia a Kansas —con mi madre. Tenía sesenta y nueve años y vivía sola desde que se quedó viuda hacía algún tiempo. Le pregunté sin preámbulos: «Madre, ¿te masturbas hasta llegar al orgasmo?» Oí un balbuceo y luego un silencio, hasta que al fin contestó: «Pero Betty Ann, ¡por supuesto que no! Soy demasiado mayor para esas cosas». Inmediatamente me lancé a explicarle la relación que existe entre la masturbación y la buena salud. Lo debía hacer, aunque solo fuera como un ejercicio físico para mantener las paredes vaginales lubricadas, para la secreción hormonal y para tener los músculos del útero en forma. Además, era una manera de relajarse y olvidarse de todo. Incluso sería bueno para su dolor de espalda. ¡Y también podía hacerlo para pasarlo bien!
Esta vez hubo un silencio muy largo. «Pues no sé, cielo. Tiene sentido lo que dices. Siempre tienes unas ideas tan originales, pero creo que tienes razón.»
Cuando volví a hablar con ella dos semanas después, ¡fue maravilloso! Se había masturbado sin ningún problema y había alcanzado el orgasmo. Dijo que lo había pasado bien y que había dormido mucho mejor. Luego se rio y dijo que no se podía comparar con lo autentico.
Con esa llamada empezó nuestro diálogo sexual, que no había existido en los últimos veinte años. Empezamos a incluir el tema del sexo en nuestras conversaciones. Intercambiábamos información sobre la masturbación y nos contábamos nuestras historias de masturbaciones. Se masturbaba con regularidad cuando era pequeña. Cuando salía con mi padre, a menudo se masturbaba al llegar a casa, porque le habían entrado ganas de marcha. Así se mantuvo virgen hasta la noche de bodas. Después de casada no se volvió a masturbar. Una sorpresa para mí: se acordaba de verme masturbándome en el coche a los cinco años, cuando íbamos camino de California. No se me había ocurrido pensar en el espejo retrovisor y no tenía ni idea de que me hubiera visto. ¿Por qué no me dijo que lo dejara? «Era un viaje muy largo —me explicó—; lo estabas pasando muy bien, y yo no quería molestarte.» Por su propia experiencia, recordaba la masturbación como un placer sano. Se lo agradecía de verdad. La quería mucho. Había sido educada por una madre orgásmica.
Una vez le pregunté si hablaba de la masturbación con alguna amiga. Me dijo que sí, que una amiga suya se quejaba últimamente porque tenía un picor que el ginecólogo no le había podido curar. Mi madre le sugirió la masturbación como un posible remedio. Su amiga no la volvió a llamar nunca más. Decidió que no volvería a sacar el tema; la gente era demasiado ignorante. Yo la apoyé totalmente. Disfrutar con sus orgasmos era su propia revolución sexual, y con eso tenía suficiente. La sociedad no solo hacía ver que las mujeres no tenían necesidades sexuales, sino que hacia que el sexo en la tercera edad pareciera algo obsceno o anormal. Le dije a mi madre que tenía mucho mérito por oponerse al mito, y la declaré una feminista radical, cosa que le entusiasmó.